jueves, 22 de diciembre de 2011

XIII. Primavera que se va

Continuación de: XII. El mundo sigue en un pie

Imagen por Maria Kallin


Jueves, 30 de setiembre de 2010
Lima estaba movida, debatía su futuro entre la candidata socialista del Partido Verde y la conservadora del Partido Nacional, dos fuerzas políticas que revivieron en las últimas elecciones municipales. Era fácil saber por quién votaría Lucía, su corazón popular la hacía predecible, pensaba Javier.

“¡Métanse la alcaldía al poto!”. Semanas antes, la publicación de una llamada privada de la lideresa del Partido Nacional había remecido sus bases. La furibunda candidata conservadora pergeñó una frase escatológica por defenderse de unos embates políticos en los que se sintió tocada. Por primera vez, los limeños sabían lo que un candidato pensaba de su ciudad. Lucía le bajó el dedo.

Corría el rumor que un pacto entre la candidata conservadora y Edgar “Mudo” Castañeda del Partido Metropolitano obligaba a la primera a postular por Lima. El Mudo postularía el año siguiente en las elecciones presidenciales. Ambos se apoyarían en cualquier caso. Eso lo sabía Javier, que tenía unos amigos dentro del mundillo periodístico.

Lucía no lo creía. Pedro Castello, su padre, postulaba para regidor del distrito de Lince y las veces que lo visitaba, éste negaba el pacto. “Esos ´Rabanitos´ ya no saben qué decir para ganarnos”, decía despectivamente. Lucía pensaba votar por la candidata conservadora pues su padre iba en la lista de ella, decisión de la cual desistió.

Ella zanjó su voto cuando la candidata conservadora declaró que ponía las manos al fuego por un empresario investigado por lavado de dinero. No obstante el estudio de abogados de Lucía, donde todos iban a votar por Lourdes Flores, espantados de Susana Villarán. “La gorda la tiene toda adentro”, le dijo Lucía a Peter, su mejor amigo abogado, antes de pedirle por teléfono que la acompañe al mitin de cierre de campaña del Partido Verde esa noche en el Campo de Marte.

Hechos–sin–fechar
Javier llama a Lucía, su viejo le ha prestado el auto para ir a la universidad así que quiere escaparse y llevarla a su casa. Ellos se buscan mutuamente como si fueran pareja, mas no han oficializado nada. Lo que importa es divertirse juntos, intuye Javier que por eso se buscan, él ha sido quien más la ha llamado en la última semana.

Lucía le dice lo siento, ya quedé con mi amigo, “un abogado de cuarta, seguro”, le responde Javier por mensaje de texto. Espera unos minutos y la llama. Le pide que deje a su amigo, que se vaya con él. Lucía le corta, luego devuelve la llamada y dice que todo está resuelto, que sale a las ocho de la noche y quiere llegar rápido a su casa.

Idea que se cumple a medias. Javier conduce a toda velocidad por la avenida del Ejército. Lucía no tiene miedo a la velocidad, lo que le agrada a Javier. Ella le cuenta que ha sido elegida miembro de mesa para las elecciones de la semana siguiente, Javier le gasta unas bromas por el arduo trabajo que tendrá. Ríen juntos. Se detienen en el rojo del semáforo de Salaverry. Al volver a verde, Javier voltea a la derecha, se dirige a ese parque de nombre engolosinado: La Pera del Amor.

Lucía, que hablaba con los ojos cerrados ––estaba cansada por su día en la universidad–– en todo el camino, se da cuenta del desvío cuando Javier estaciona a media cuadra del parque mencionado, era un lugar escondido por las sombras. “No pensarás que voy a salir en tanto frío”, le dijo. “No, vamos a quedarnos acá”, respondió.

“No pienso hacer nada contigo”, advirtió Lucía. Javier nuevamente tenía que convencerla con caricias, mimos y demás para besarla. Esta vez fue más difícil. Él ya estaba duro, sus lunas empañadas y Lucía aburrida. Acaso no quería jugar a los arranques carnales de Javier. “Estamos perdiendo el tiempo”, dijo, seca.

–No, sonso. Ya te dije que nada de nada.
–Estamos solos.
–Si hubiese querido te hubiera dicho que sí. ¡Pero no!
–Ya veremos, yo sé que tú quieres ––dijo, y posó sus dedos en sus brazos, erizándola––.
–Que quiera es muy distinto a que se lleve a cabo ––dice ella––.
– ¿Lucía, cuál es tu juego?
–Tu juego soy yo, idiota. Y si tú no me quieres, yo no te quiero.
–Te quiero, te quiero, eres mi mejor amiga en este momento. Me gusta pasarla contigo.
–Nada más para hacer esas “cosas”. No quiero eso, ni contigo ni con nadie. Si sigues así te eliminaré de mi vida y no quiero.
– ¿Por qué dices eso?
–Porque estoy molesta.
– ¿Qué he hecho? ––preguntó, cínico, Javier. Quizás ya sabía la respuesta––.
– ¡Existir! Te odio tanto que me dan ganas de llorar de cólera, del odio que siento hacia ti. Aj, maldita la hora en que te metiste a mi curso de Historia del Perú. Aj, aj, aj. Suéltame.
–Cálmate, no entiendo. No hice nada, legalmente estoy salvado. Soy inocente.
–No, me has amargado la noche. Te odio, Ringo ––nombre de su primer novio de mentira. Según Lucía, Javier y Ringo son parecidos en el físico––. Eso es lo que eres y me repudio. Te odio, Javier. En serio.
–No, Lucía. ¿Somos amigos o no?
–No lo somos.
– ¿Por qué me odias?
–Porque me repulsas. Pero a la vez me caes no tan mal y me gusta hablar contigo, pero no, te repudio más ––sus contradicciones parecían hechas a propósito, nacidos para la polémica––.
–Probablemente, Lucía, se acerque el día en que las cosas entre nosotros estén mejor. Sólo dame tiempo, por favor.
–Estás en drogas ––dijo ella, Javier quiso reír, se contuvo––. ¿No ves que me das asco?
–Deja de repetir eso. Creo que todavía puedo resarcirme. Tú no tienes la culpa de nada, yo solo me pongo las trabas. Yo soy el que no quiere estar bien completamente. Me aburre. A veces creo que no necesito a nadie más ––Javier se mostró débil––.
–Que te autosaboteas, es cierto. Es tu roche, es tu vida ––dijo Lucía, separando las manos con energía––. A mí no me interesa, sólo me jode que perturbes la mía.
–Yo quisiera no perturbarte. Quisiera perturbar otras vidas, no la tuya, eres mi amiga. Me quiero alejar de ti. Ya está, no voy a besarte ni nada de eso. Simplemente conversemos de las ardillas muertas, los venados saltimbanquis y de la primavera que se va.
–La primavera acaba de empezar ––acotó Lucía––.
–Acabas de llevártela tú.
–Yo te evito lo más que puedo.
–Lo de tu amigo era mentira, ¿no?
–En parte, creo.
– ¿En parte, tu amigo o tu mentira?
–Suficientes preguntas. Me voy de acá ––amenazó––. ¿Me llevas?

Volvió al asiento del piloto, Lucía se quedó atrás. Prendió el auto, pensó en las cosas que le impedían querer a Lucía en todas sus dimensiones posibles. Estaba solo, al tiempo la quería y no. Podía estar con ella como ella quería y a la vez no. Había descubierto un cariño distinto por ella, un amor de amigos le llamaba él.

Pendejo hasta las huevas ––le dijo Vilela, entre tragos––.

Jueves, 30 de setiembre de 2010
Javier salió raudo de clases, tomó un micro hacia el distrito de Jesús María. El mitin había comenzado hacía tres horas, pero él sabía que la candidata Villarán se tomaría su tiempo. “La tía es regia, eso es verdad”, se decía mientras escuchaba la radio por su celular. Las emisoras transmitían desde dos puntos álgidos de la noche. La candidata Flores despedía la campaña en San Juan de Lurigancho, en el cono este de Lima, cruzando el río enfermo de la ciudad.

Si bien su voto ya estaba decidido por la candidata del Partido Verde, iba en calidad de curioso, no de fanático, sino de sociólogo. Por lo tanto, no aplaudiría ni arengaría a favor de ella, simplemente se limitaría a observar los aplausos y la euforia de la que se rodearía, en busca de Lucía. Una corazonada le decía que ella estaba en el mitin, su pasión por la política la arrastraría hacia esa avenida llamada De la Peruanidad. Lo primero que hizo al bajar del micro, en la avenida Garzón, fue buscar un teléfono público para llamarla.

– ¡Lucía, no me cortes, estoy a la vuelta del mitin! ––dijo cuando respondió––.
–Ya, ¿y?
–Vine a buscarte. Dime exactamente dónde estás.
– ¿Para qué?, además cómo sabes que estoy en el mitin.
–Por la bulla. ¡Vamos, veamos juntos el mitin! ––Javier alzó la voz, en clave de ruego––.
–No me interesa verte, y mucho menos ver el mitin contigo. Además, ¿desde cuándo tú apoyas a Susana?
–Desde siempre. Pero no hay tiempo para explicaciones, se me acaba la moneda y no sé dónde estás.
–No te voy a decir, si quieres encuéntrame.
– ¿Estás con alguien?
–Con mi amigo Peter ––la llamada se cortó––.

Otra vez está con Peter, piensa Javier, que camina hacia el mitin. Da vuelta a la esquina, cruza al parque, en busca de las luces y la bulla. Está solo, nadie cuida esa zona. Todos los policías están en la despedida de la candidata. Javier avanza e ingresa al tumulto. A su izquierda, ve a la candidata eufórica, vitriólica y poseída por el monstruo oscuro de miles de almas enardecidas bajo el que se escondía Lucía.

“¡La esperanza ha vencido al miedo!”, proclamaba la candidata socialista con aire vencedor. Javier seguía buscando a Lucía con la mirada, por uno y otro lado. Temía encontrarla abrazada a Peter. Mucha buena espina no le daba aquel chico de anteojos gruesos y redondos. Alguna vez, en los primeros ciclos de la universidad, Javier fue el mejor amigo de otra chica cuando en realidad le gustaba. Por ello desconfiaba de todos los mejores amigos. Javier los tenía en el pedestal de los farsantes.

Llegó un mensaje de texto: “ya te vi, estoy al frente del estrado”, era Lucía. Caminó hacia allá. Villarán se dirigía al pueblo agolpado a sus pies y Javier miraba a Lucía, perdida en la multitud. No estaba, se movió, pidió permiso, estorbó a unas señoras sin encontrar a Lucía. Se quedó quieto, si Dios quiere que la encuentre, la encontraré, pensó.

La candidata se despidió. Algunos jóvenes desubicados vitorearon por su regreso como si fuera una estrella de rock a la que le faltaba una canción. Una voz ultraterrena presentó al grupo Los Mirlos. Javier miraba y miraba. De pronto voltea y ve con el rabillo del ojo que una chica rehúsa la lata de cerveza que un mercachifle le ofrece. Luego le ofrecen a él, también la rechaza, no iba a tomar solo.

Algunos se retiraron del concierto, en orden, pero dejando un cerro de basura. Pasaron los minutos y volvió a voltear hacía la chica, delgada, de polo azul y jean. ¡Era Lucía!, y Javier no se había dado cuenta. Estaba prácticamente a su lado. Antes de acercarse, no le tomó ni un segundo cavilar lo siguiente:

–En política no hay coincidencias ––dijo Javier, extrapolando su situación––. Qué casualidad que Lucía haya estado a mi lado tantos minutos sin pasarme la voz. Obviamente no quería pasarme la voz. Pero ella me dijo que estaba al centro, ahora la encuentro a la izquierda: ¿se movió para buscarme? Entonces algo olía mal, me había buscado pero no me pasaba la voz.

Estaban en un escenario político, en un mitin y Lucía bailaba detrás de Javier, él la miró de reojo varias veces. Fue a buscarla, tocó sus brazos y ella no volteó completamente la cara para mirarlo. Su gesto le advirtió que se mantuviera a varios metros.

Imagen por Izabela Goclik


Hechos–sin–fechar
Es media mañana, Lucía ha pedido permiso en el estudio para ir al Hospital a recoger los resultados de una ecografía que se hizo la semana pasada. La noche anterior fue atacada por la migraña y tuvo que tomar pastillas para dormir en paz. Mientras sale de su casa y camina al paradero, le escribe un mensaje de texto a Javier.

– ¿Me recoges, no? ––escribe––.

Escucha radio para olvidar el viaje interminable hasta el Hospital San Borja. En ese momento, cómo saber que el doctor tiene una mala noticia para ella. Cómo justificará Javier su poca memoria. Cómo aprenderá a combatir su suerte. Cómo si está atrapada en el tráfico infernal de Lima, que carcome los pasos y aletarga la existencia de sus habitantes, desvía sus destinos y empantana su trayecto.

El doctor Cedillo, un tipo que pinta canas, amigo de la señora Estela (madre de Lucía), la invita a echarse a la camilla. Lucía lo hace de buena gana, todavía no estira la sonrisa en llanto. Deja que le toque el cuello, cierra los ojos, se transporta a escenas de la infancia cuando su padre la besaba allí y la hacía reír. El doctor conoce los resultados, sólo quiere confirmar con sus manos el diagnóstico poco alentador. Al revisarla, parece relajar a la chica que tiene en sus manos. Para él es una paciente más, nuevamente piensa en ahorcarla, matarla allí mismo en su camilla y evitar el sufrimiento. Se controla.

Una vez sentados, le entrega el sobre donde constan los resultados. “La ecografía arrojó una anomalía en tus glándulas salivales”, dispara la noticia. “Se trata de células anormales, no me quiero adelantar todavía, tenemos que hacer más análisis”, dijo Cedillo. Lucía, que nada la derriba, se contuvo frente al doctor. “Lo siento”, se despidió él. Ella recién derramó lágrimas en el baño del quinto piso del Hospital, donde nadie la veía. Parada en el lavabo, escupió al espejo. Una mancha burbujeante caminaba sobre su reflejo mientras se destila. Ella enfureció, su saliva era su enemiga, el producto de un cáncer posible y estaba frente a ella, su enemiga.

No tenía a quién decírselo. Javier no llegaba, ¿se habrá olvidado? Ella vagó sin rumbo lo que quedaba del día. No fue a sus clases de la noche, no llamó a nadie del estudio. Tampoco llamó a Peter. Se podía salvar sola, pensaba, por eso no llamaba a nadie. Cuando por fin escuchó dos timbradas de Javier ya era demasiado tarde.

Por su parte, Javier apenas despertaba, estuvo soñando mientras Lucía vivía la pesadilla. Vio su reloj, marcaba la una de la tarde, inmediatamente recordó que tenía que estar al mediodía en el hospital San Borja. Se bañó, puso ropa limpia y desayunó en diez minutos. Al salir de casa, marcó el número celular de Lucía. No contestaba, deje su mensaje, cortaba. Llamó dos veces, como era su costumbre. Lucía no estaba para nadie. Si quieres salvarme tendrás tarea más difícil que sólo llamarme, pensaba ella.

No podía creerlo, se palpó otra vez. Su cuello de cisne estaba contaminado. Sus labios gloriosos que nadie podría recuperar.

Jueves, 30 de setiembre de 2010
No encontró respuesta. Peter observaba y parecía conocerlo de la misma forma que Javier lo conocía a él, por referencias vagas de Lucía. Seguramente, pensaba Javier, ella le había contado una versión reducida de la historia y lo había hecho quedar como el hijo de perra más grande de todos los fanáticos villaranistas. Tras un rápido escaneo mental, Javier supo que por más jodido que se ponga con Lucía, Peter no haría nada.

–Lo tasé en una ––le dijo, en tragos, Javier a Jorge Vilela––.

Javier se acercó dos veces más al oído de Lucía, que fingía no escuchar mientras bailaba la danza del petrolero a cargo de Los Mirlos. Ella es una profesional de la indiferencia. Le pedía al oído que se fueran juntos cuando el mitin acabase. Ella no respondía nada y bailaba frenética. “¿Si te invito una chela?”, disparó Javier. Tampoco le importó, y menos cuando Javier empezó a pincharle el vientre con sus dedos. Nada hacía mella.

Se podía creer que estaba impasible, que su danza expresaba calma, cuando en realidad, y Javier lo sabía, sólo estaba carburando el grito que lanzaría si él continuaba con su obstinada intención de hablarle. Lucía no quería escándalos, no quería por tanto que Javier la siguiera molestando. Tampoco le iba pedir ayuda a Peter, ella podía defenderse sola, jamás necesitó un hombre.

–No importa que antes la hayas hecho tuya, apenas te odie serás un mortal más para ella. No querrá, no necesitará hablarte, huirá de ti ––interpretó Jorge Vilela a la heroína del relato de su amigo––.

Javier le compró una lata de Cristal a los ambulantes que pululaban en el lugar. Necesitaba esa gasolina del valor que son las cervezas para encarar a Lucía. “Seño, se aprovecha que la gente tiene sed”, le dijo a la mercachifle por cobrarle cuatro soles por la lata. Se vació media lata de cerveza de un solo sorbo y caminó hacia ella. Antes que llegara, ella despegó sus pies del suelo y comenzó a caminar en la dirección opuesta.

Peter, que estaba congelado, comenzó a seguirla. Javier se hizo el tonto, fingió estar ebrio para justificar sus actos. Si bien no era bueno actuando, conocía el papel del borracho. Para comenzar, no le importaría si Peter intentaba defender a Lucía de su acoso político. Se vació la otra mitad de otro golpe, revolvió su cabeza y echó a andar. Peter y Lucía estaban lejos, apuró el paso y los interceptó al lado de una carretilla.

Un dedo en su hombro y dijo, “Lucía, tenemos que hablar”. Habló por fin: “no tengo nada que hablar contigo”. Eso ya era una victoria. “Quiero contarte algo pero es personal”, arremetió Javier. “Piérdete”, respondió. Desesperado, dio un manotazo de ahogado y dijo “amigo Peter, ¿me la puedo robar un momento?”. Peter se sorprendió cuando lo tutearon y no dijo nada, al contrario, siguió hablando con Lucía y los dos obviaron a Javier, como si no existiese.

Interrumpió por última vez. “Lucía, sólo van a ser tres palabras: yo te digo tres, tú me respondes dos y me voy”, dijo deformando la entonación de las palabras por su estado etílico. Soltó la mueca de sonrisa, era ella de vuelta, pero volvió a ser implacable: “Vete, no hagas que tenga vergüenza ajena por lo que estás haciendo”, fue implacable.

– ¡Al pincho la vergüenza!, escúchame un rato ––la cogió del brazo––.
– ¡Desaparece! ––dijo y volvió a hablar con Peter––.

Todo estaba perdido. Si Lucía hubiera aceptado hablarle, eran las siguientes palabras las que Javier necesitaba decirle:

Antes que sigas odiándome, debes saber que te quiero mucho, te estimo y creo que eres una buena persona. Si crees que me porté mal lo siento. No quiero lastimarte, tú no lo mereces. Quería que sepas eso antes de que sigas odiándome; ahora, puedes seguir haciéndolo.

Él ya sabía que todo estaba perdido. Decidió rendirse. Era patético perseguir a Lucía y Peter. Sentía que sobraba. Sin embargo, lo volvería a hacer: sólo haces tonterías cuando es por una chica que estimas. Lucía era una causa perdida, aceptó.

“Bueno, chau, chau… chau”, se despidió repetitivamente, buscando una respuesta que no llegó. Caminó derrotado, de vuelta a casa. Sólo, perdido y ebrio de emoción por el número que acababa de protagonizar. Cuando uno hace el ridículo se avergüenza para los demás y se enorgullece hacia sí mismo. El efecto de la cerveza había pasado sin que se dé cuenta, la euforia lo hacía sentirse todavía ebrio. La avenida había quedado sucia con diez mil papeles regados hasta en el pasto. “Sucios malditos”, pensó inmediatamente.

De pronto, pasó una chica tan linda como desconocida, de ojos verdes y estrellas negras tatuadas en los hombros. Ella tarareaba la canción emblemática del mitin: “Por una Lima para todos, ¡Susana Villarán!”. Un poco coqueto, le lanzó: “¡El domingo somos Partido Verde!”. La cerveza me pone optimista y demagogo, reflexionó al instante. La chica lo miró extrañada.

La campaña por recuperar a Lucía sería más ardua que cualquier otra. Se animó a crear su propio eslogan: “Porque Lucía me perdone, ¡SV!”, canturreó un rato en el camino. Cantaba para no deprimirse. Reía de sí mismo. Debajo de su soledad, por encima de su tristeza.

+++++++++++++++++++++++++++++
Esta historia en una canción





Por error de cálculo, extendemos el plazo del envío de los textos de PLUMAS INVITADAS hasta el día 31 de diciembre de 2011
Envíenlas a [ blog.choteadas@yahoo.com ]
En un par de semanas salimos de vacaciones nuevamente :)

Por último:
¡Feliz Navidad!
Es el deseo sincero para todos los lectores 
ya no de este blog, sino de esta sola línea.


martes, 13 de diciembre de 2011

Cicatrices de la noche


Imagen por Conejo721

No quiero despertar. Doy vueltas en mi cama, mientras pequeños rayos de sol penetran por mi ventana. Mi celular suena una, dos, tres veces. Lo tomo soñoliento. Es ella, Rozzenda. No logro escuchar muy bien lo que quiere decir, solo que está a dos cuadras de mi casa, espera que esté despierto para cuando llegué. Cuelga antes de que pueda decirle que no. Que venga después. Mi sueño es sagrado pero no se lo digo, ella ya ha colgado.

Mi reloj de la pared apunta las doce con tres. Tomo un polo cualquiera, unos cortos, y mis eternas converses verdes. Me lavo la cara y bajo los diecinueve peldaños hasta la puerta.

Ella está ahí, esperándome. Me mira con cierta ternura y sorpresa, la invito a pasar, pero ella prefiere dar una vuelta, sin embargo, olvido uno de los motivos por el cuales me ha despertado tan temprano, su película, me excuso por dos minutos mientras la bajo.

-Por qué tienes esa cara, acaso no te alegra verme, me pregunta curiosa ella.

La observo en silencio y rompo con una leve sonrisa -No, no es eso, simplemente que ayer fue mi fiesta de fin de ciclo y como veras he llegado muy temprano, le respondo.

Ella me mira ingenua, mientras me toma del brazo y caminamos por las calles aledañas a mi casa, hasta  sentarnos en una banca de un parque pueblolibrino. Ella prende un cigarrillo mentolado y me ofrece uno. Sé que tiene algo que decir, pero no lo hace, tiene algo que contar, aunque no sabe como decirlo.

Da varias vueltas sin decir nada concreto. Dice frases sueltas y comentarios poco profundos, sobre el último libro que está leyendo, de la película que me prestó, de la fiesta que tendrá en la noche, pero al hablar sobre música, siento que está cada vez más cerca de decir lo que no sabe cómo empezar.

-¿Aún conservas la guitarra de Malena?, me pregunta insegura. Mientras yo, soplo el último humo de mis labios, para responderle un desorientado sí.

Sus ojos cafés dorados, que brillan con más luz que el sol de mediodía, me observan consternados, quizás esperando una mejor respuesta, pero yo quedo en silencio.

Quizá la guitarra, sea el único vínculo que aún me une con ella, ha sido mi compañera, mi amiga, mi alimento durante todo el tiempo que me fui a recorrer el norte del Perú, encontrarme a mí mismo y olvidarme de ella. De algún modo aún está presente  entre sus cuerdas y en todas aquellas canciones que nunca le pude cantar.

-Estás ahí, me pregunta nuevamente, Rozzenda.

Me disculpo por la pequeña distracción que turbó mi mente -Alguna vez quise dársela, devolvérsela, pero creo que ya era demasiado tarde. Había intervenido su madre, y cuando intentéhablar con ella en la calle, me ignoró. Arremeto.

-Bueno, bueno, pues yo creo que para te olvides de ella definitivamente, tienes que dármela. Yo se la devolveré; así  que, para que nada los ate, que nada que los una. Sólo así podrás liberarte por completo de ella.

Un  breve silencio.

-Sí, tienes razón. ¿Cuándo sería el desarme?, le preguntó.
-Cuando quieras, pero tiene que ser antes de fiestas. Sería muy noble de tu parte. Esa guitarra nunca te perteneció y quizás ella tampoco. Todo debe regresar adonde pertenece. Todo.

El celular de Rozzenda empezó a sonar. Antes de contestarlo, me pide silencio con sus dedos. No puedo escuchar con quién habla, da unos cuantos pasos hacia adelante. Aunque, de su cara se ha borrado la sonrisa con la que me hablaba, le pregunto sutilmente quién era, y ella, me responde sin fuerzas que era Gastón. Ambos callamos, mientras caminamos hacia su casa por inercia con la promesa de que la llame en la noche, a las siete.

De regreso a mi casa volví a mi cama. Observo las paredes de mi cuarto, y a la derecha colgando de un pequeño clavo la guitarra, la tomo, la toco y canto, quizás por última vez.  Llamaré a Rosenda, le invitaré a comer algo, y devolverle la guitarra antes de que vaya a su fiesta, pienso.

Guitarra en hombro, estoy  muy cerca de su casa. Quiero sorprenderla  y marco su número móvil desde un teléfono público. No me contesta. Intento de nuevo. Responde su madre, la cual muy amable me dice, que ella se ha olvidado su celular en la sala. Yo sé que no se lo ha olvidado, no quiere que nadie la interrumpa en su reencuentro con Gastón. La fiesta de fin de ciclo es una excusa para verlo de nuevo y amarlo.

Ella vive a tan solo seis calles de distancia de la mía, y tres casas de Malena. Es decir,  son vecinas. Camino en dirección a la mía. Cuando diviso en la esquina, una chica de cabellos negros lacios, acompañada de un chico de cabellera frondosa y desordenada que no soy yo. Ambos están de espaldas a mí. Es ella. Es Malena. Estoy seguro. Tiene el cabello mojado y él la ropa desalineada. Mis piernas están paralizadas, mi cuerpo no responde.

Diez meses después y aún no lo he asimilado por completo, no sé adónde ir. No sé adónde moverme. Me siento en jaque, como un rey que ha perdido el tablero y la reina, ambos en una sola jugada, ambos en la misma noche.

Camino desorientado, un pequeño mareo se apodera de mi mente. Mis ojos están húmedos, y unas diminutas perlas caen de mi faz al suelo.

Por un instante pienso en quebrar y romper la guitarra. Pero me contengo, no lo hago. No me pertenece, es de ella, no mía. Me siento tan solo deambulando por las calles de la Magdalena Vieja, me siento en una banca, prendo un cigarrillo. Me pierdo entre el humo y las cenizas. Un extraño  se sienta conmigo, me pide encendedor. Para decirme ´nada sucede por casualidad´, se levanta y se pierde entre las callejuelas de la Plaza Bolívar.

Mi celular vuelve a despertarme del letargo emocional, es Reiner. Está tan emocionado que no logro entender lo que me dice, solo que pasara por mí, tenemos que celebrar, pasé el ciclo invicto, y además ya me pagaron. Se ríe.

Veinte minutos después, estamos en el bar de siempre, escuchando las mismas canciones, tomando las mismas cervezas, y conversando sobre lo que ha pasado en la semana y media que no lo he visto.  Me cuenta sobre la posibilidad de que empiece a trabajar en un nuevo canal de cable, sobre amigos en común; mientras yo, le cuento sobre Rozzenda,  Malena y su guitarra, la cual he colocado en la maletera de su auto, y la tristeza que me produjo verla de nuevo. Mientas él me da unas palmadas en los hombros.

-Llamamos a una par de amigas para continuar la noche. Además, qué te parece si compramos un ron. Pero eso sí, guardo mi carro, no voy a manear tomado, me amina él.
-Sólo si es puro, le respondo entre risas y en serio.
-Vos nunca vas a cambiar, ¿verdad?. Dispara mi compañero de armas.

Subimos el volumen del auto, envalentonados por las dos ´margaros´ que hemos tomado. La música suena a todo volumen con las ventanas cerradas. Regresamos del Centro a nuestras casas, antes de pasar por las chicas que conocimos dos semanas atrás en unos de los antros de Plaza San Martín.

Estacionamos y guardamos su carro, en el lugar de siempre, entre la Av. Brasil y Pueblo Libre. Lo acompaño a su casa, cuando se percata que se ha olvidado las llaves y sobre todo el ron. Lo miro, resignado por la típica torpeza que lo caracteriza.

Al encontrar las llaves de su casa, su alivio es instantáneo. Toma con fuerza la bolsa negra que sostiene la flor de caña con la Pepsi que hemos comprado. Prendo nuevamente un cigarrillo, cuando de la recta continua sale de un hotel una joven pareja. A mi viejo amigo, lo seduce la idea de molestar a las parejas que salen del hotel, más cuando está con un par de vasos encima. Pero esta vez era diferente. Es Malena y su nuevo novio.

-¡Espera!, me detengo, es Malena, le susurro a mi viejo amigo.
-¿Estás seguro?, me responde él.
-Sí, sí, cállate.

Ellos están en la misma vereda que nosotros, es inevitable, nos cruzaremos en menos de 45 segundos. Los besos acalorados que se dan no les permiten vernos. Luego, él la toma por atrás, camina sosteniéndola con una mano en la cintura y otra en medio de los pechos. La escena es desgarradora. Nuestras miradas se topan por un instante, ella balbucea al hablar, se pone roja, mira de reojo a su nuevo amante, mientras una tormenta de recuerdos destroza mi cabeza.

El rostro de aquel chico me es familiar, aún no ha terminado la cuadra y ya los hemos pasado en silencio. Sin decir una sola frase, hasta que en una estupidez de Reiner, que  exclama, un escandaloso ´¡A La mierda!´. Lo codeo sin decirle nada en el brazo.

-¿No vas hacer nada?, me provoca él.
-No. Sentenció.
-Si quieres los seguimos, normal.
-No. Le respondo.
-Mierda, acabo de presenciar la escena de una película que jamás quisiera protagonizar. Y tú actúas indiferente, hay que tener cojones, hay que de vedad tenerlos y no querer destrozarle la cara a ese remedo de Cantinflas.
-Ella no me pertenece. No es nada mío. Mejor así.

Luego, guardo silencio. Trato de hacer memoria y pensar cuándo he visto ese rostro y dónde.  Ese mismo rostro que me parece tan familiar. Sí, no hay dudas, es él. Es Daniel, el chico del cual me hablaba siempre, el mismo que les presento Julio, su mejor amigo gay, una noche en el Averno, una de las tantas veces que terminamos.

El mismo que habla quechua, aymara y es estudiante de últimos ciclos de sociología, y más conocido como “camarada Ernesto”, en homenaje al Che Guevara, por esa bola de desadaptados izquierdistas del Centro y sobre todo de Quilca.

-¿Estás bien?, me pregunta mi viejo amigo.
-Sí, le respondo en silencio.
-¿Seguro?, llevas más de siete minutos sin decir nada. Tranquilo viejo, ella estaba gorda.
-Eso es peor entiendes, eso quiere decir que está tomando pastillas anticonceptivas  y esas cosas.
-Bueno que te sirva de consuelo, él es solo uno más del par de chicos con el que todos la hemos visto durante todo el año. Lo único que necesitas es descansar, vamos te dejo cerca de tu casa.

Ahora, que estoy solo en mi cuarto. Me arrepiento de haberle aceptado ver esas películas de dibujitos, en vez de ver las de terror cuando íbamos al cine. De haberme quedado en Lima algunos fines de semana, en vez de estar con algunos de mis amigos en las playas del sur. De regalarle más flores que botellas de vino, más  CDs de música que chocolates. De haber cantado con ella un par de canciones de Ximena Sarimaña, cuando ceo que es lo más pop, fresa y marica que existe. De haberme arrastrado a un concierto de Smashing Punkies, cuando yo quería ir al de Mar de Copas la misma noche. De haber  regalado más poemas que libros, los mismos poemas de Benedetti que ella le dedica a él. De disparar indiscriminados te quieros, cuando ahora sé que hay que ganárselos. Pero sobro todo me arrepiento de haberle dado aquel peluche oso panda, que me dio mi padre. Qué es el único recuerdo que conversaba de él, y que ahora duerme con su nuevo amante.

________________________
Esta historia en una canción





Este jueves es el cumpleaños de Blue (antiguo personaje que ya superé), ella ha pedido recomendaciones de un lugar para desmadrearse. Avisen si hay sugerencias y quieren conocerla.


El mismo jueves 15 se cierra el plazo para que las Plumas Invitadas envíen sus textos. A los que faltan, mándenlo al correo blog.choteadas@yahoo.com ¡Gracias!


domingo, 4 de diciembre de 2011

Novios de mentira

Mi tía Elena cumple sesenta años y lo va a celebrar a lo grande. Pienso, mientras viajo en el asiento trasero de un bus disfrazado de pingüino. Viajo en bus porque no tengo auto, visto de traje no por mi ostentoso trabajo, si no porque hoy ha sido mi exposición final y tenía que ir formal. Se me ha pasado el tiempo volando, y debo llegar puntual para el brindis de honor que darán en su nombre.

Imagen por x_cooooona

Gastón es un idiota. No puedo creer que me haya dejado plantada nuevamente. Quién diablos se cree que es para tratarme así. Llevo más de media hora deambulando por la facultad de comunicaciones para que me mande un frio mensaje de texto, diciendo que no podrá venir. Está no se la perdono. Se acabó.

Me acomodo la corbata al bajar del bus. Prendo un cigarrillo mientras camino las tres largas cuadras de distancia que faltan para llegar a casa de mi tía. Detesto las reuniones familiares, sobre todo las mías. Me aburren. Me incomodan. Me enferman. Todas tan diplomáticas, superficiales e impostadas. Llena de gente que tiene un lazo sanguíneo contigo, de tías y tíos que presumen de sus hijos y sus carreras. Primos que alardean de sus trabajos, maestrías, autos y novias. En medio de ese caos que conlleva llevar el apellido que tengo, estoy yo. Tocando el timbre, parado con mi mejor pose, esperando que un mozo me abra la puerta.

Esto me pasa por estúpida, por creerle todas sus tonterías y creer que podrían cambiar. Pero cuántas oportunidades hay que darle un hombre, cuántas para que se dé cuenta de que esta vez me ha perdido para siempre. Mejor me tranquilizo. No gano nada poniéndome así. Es tan difícil encontrar alguien que me entienda.

El mozo que me abre la puerta, me pregunta mi nombre, y yo le respondo con desdén. Voy caminando por el corredor y entro por la puerta falsa, solo quiero saludar a mi madre, tomar unos cuantos vasos de whisky, hacer mi acto de presencia en el brindis y largarme antes que vengan esas bola de ineptos egocentristas o también llamados primos y primas, que lo único que hacen es hacer notar que mi vida es más miserable de lo que es.

Por extraña que es la mente y los recuerdos, pienso en él. El chico de humor agridulce y sonrisa de niño bien. Qué estará haciendo. Dónde se abra metido. Con qué nueva historia me sorprenderá ahora. Necesito verlo. Debo verlo. Lo llamo o voy por él. Voy por él, no, mejor lo llamo.

Entre el gentío que rodea la cocina, los pasadizos, el patio y la sala busco a mi madre. Cuando por fin la encuentro, me saluda con un efusivo beso en la mejilla y me lleva a un rincón de la sala, donde se encuentran señoras de las que no recuerdo ni sus nombres y aseguran tener un parentesco conmigo. Todas con el mismo discursito trillado, cuánto has crecido, que buen mozo se te ve, eres el vivo retrato de tu abuelo, y una que otra me pellizca la cara como si quisiera arrebatarme un trozo de piel del rostro. Hasta que suena mi teléfono con una llamada salvadora, me excuso y me pierdo en el baño.

Lo llamo una vez sin fortuna, parece estar ocupado. Intento de nuevo. El ruido del ambiente no me deja escuchar su voz. Repito que me hable más fuerte, él me dice que está muy cerca al centro comercial y que vaya a su encuentro. Se nota nervioso y emocionado como si él también hubiese intentando llamarme con la mente. No puedo ocultar mis nervios. Estoy emocionada de verlo. De verlo después de casi un mes.

Salgo del baño con algo de prisa, mi madre nota mi apuro y me pregunta adónde voy, le digo sutilmente que voy a fumar un cigarrillo en la terraza, ella me dice que no me demore pues, en media hora mi tío José dará su tradicional discurso, el mismo que siempre lleva palabras de amor, picardía y uno que otro chiste en doble sentido. Voy a verla, no quiero hacerla esperar.

No sé por dónde empezar. No sé si sea prudente contarle mi situación actual. Mis problemas con Gastón o que vi a su ex con su nuevo novio. Quizá sea mejor dejar que él empiece, que me cuente que ha estado haciendo todo este tiempo. Si terminó definitivamente su relación con aquella tipita que conoció en un bar del Centro. Solo espero que me haga reír como siempre.

Ella está de espaldas, aún no me ha visto. Estamos a doce pasos de distancia. Mi móvil empieza a sonar. Me disculpo por la demora, le digo que voy a llegar algo tarde. Su tono de voz cambia se le nota algo triste, decepcionada. Tres pasos después le tomo el hombro, mientras ella se da la vuelta lentamente y me regala su mejor sonrisa sin decir  ni una sola palabra.

Lo llamo, llevo parada siete largos minutos. No puede ser, primero Gastón y ahora él. Me dice que lo disculpe porque se demorará en llegar, parece ser que hoy es un mal día para salir con un chico. De pronto alguien me toma del hombro, giro despacio. Es él. Sí, es él. No puede ser. Ha cambiado. Esta más guapo, delgado o será el terno y la barbita de cuatro días. Me quedo sin palabras, solo le regalo una leve sonrisa y tardo cuantiosos segundos en reaccionar para darle, disimulada, un beso y un abrazo. Si supiera cuánto lo he extrañado.

Damos unos cuantos pasos en silencio como si la alegría de vernos hubiera desaparecido al encontrarnos. Le ofrezco unos de mis cigarrillos para romper el silencio. Ella es directa en sus preguntas, aunque mi apariencia de practicante de derecho la intriga más. Luego, hace otra con respecto a Alejandra. Le cuento que terminamos, o mejor dicho ella terminó conmigo, pero mejor así, casi no nos veíamos, finalizo. Hablamos y no dejamos de hablar, mientras caminamos sin prisa por las calles aledañas del centro comercial.

Él parece ser otro. Seguro de sí mismo. Dueño de una confianza inquebrantable que me deja perpleja. Sólo quiero caminar cerca de él, no importa si no hablamos. Me siento segura, segura de caminar con alguien después de mucho tiempo. Él sentirá lo mismo, me pregunto. Sé que él es un orador nato, no sé si el pequeño silencio que hay entre ambos lo perturbara. Me ofrece un cigarrillo, mientras damos varios pasos en silencio. Le pregunto por su traje, y él, hace un pésimo chiste sobre abogados y yo me río. No puedo dejar de preguntar, le pregunto por aquella chica con la que llevaba saliendo un tiempo. Sin embargo, el tiempo pasa por nosotros. No quiero que la vereda se acabe.

Observo disimuladamente mi reloj, es hora de regresar a la casa de mis tíos. No sé si sea buena idea llevarla conmigo, aún más con una familia tan tradicional como la mía. Pensarán que es mi novia, aunque la idea no me desagrada del todo, la tomo de la mano y entramos juntos por la puerta de atrás. Tampoco se trata de llamar la atención de los invitados, pero, será una gran excusa para retírame después del brindis de honor.

Él me toma de la mano o me dejo llevar por él, me pide que lo acompañe a casa de su tía. No sé si mis jeans, converses y blusa negra sea apropiadas para la ocasión. Pero así es él, impredecible siempre con una extraña sorpresa bajo el brazo. Me detiene en la puerta trasera, me pide unos segundos para hacerme entrar, dos minutos después estamos sentados en unas improvisadas sillas más cerca de los mozos que de la fiesta.

No quiero que ella pase por un mal momento. Solo quiero tenerla cerca, ofrecerla algo de comer y tomar. Pero es demasiado tarde. Una de las señoras que hablaba con mi madre se ha acercado hasta las sillas que he colocado cerca a la cocina. No vas a presentarme a tu novia, arremete la señora de cabellos pintados de rubio cenizo, mientras saca su cámara y pide que nos tomemos una foto. Posamos tiernamente para la posteridad.

Todo es tan nuevo y extraño, las sillas improvisadas entre el patio y la cocina, la señora de voz aguda y graciosa que nos ha invitado cordialmentea pasar un fin semana en el sur, en su casa de playa en Punta Hermosa. Después  de habernos tomado un foto graciosa. Él, por otro lado, no es más el chico seguro que encontré en el centro comercial. Se ha reducido a su mínima expresión, aunque trata de lucir relajado entre broma y broma y varias copas de vino.

La risa exagerada y desencajada que escucho desde la sala me hace saber que han llegado mis primos a los cuales no veo desde hace mucho tiempo, dado que dejé de ir a reuniones familiares desde los 17 años. Por otro lado, ella luce más linda. Las copas de vino han trepado a mi cabeza y me han bajado a los pantalones. Entre risas, la convenzo de dar una vuelta por el inmenso jardín detrás de la casa.

Él quiere enseñarme las hermosas rosas que crecen detrás del jardín de su tía. Aún llevo la copa de vino conmigo. Nos sentamos en el gras. A él parece no importarle ensuciar su traje, eso lo hace más sexy ante mis embriagados ojos; luego cita a Neruda, o Benedetti, solo sé que es un poema que habla de las estrellas. Coloco mi cabeza en su hombro, el lugar donde siempre debió estar, solo quiero que me bese. Aunque no sé si él lo hará.

Ella está sentada muy cerca de mí, la noche está estrellada y los astros tiritan a lo lejos, le digo. Ella me suelta una risa coqueta, y apoya su cabeza en mi hombro, el corazón me late tan rápido que parece que se me fuera a salir del pecho. No sé si sea políticamente correcto besarla ¿Pero qué es lo correcto? Acaso eso no lo delimitan las propias personas. La madre de ella es la mejor amiga de mi ex; además es su vecina, ambas viven en la misma cuadra. Qué diablos, la beso. En ese preciso instante irrumpe una sombra a lo lejos.

Un ligero malestar me sube a la cabeza, él me pregunta si tengo frio, se saca la chaqueta, la coloca entre mis hombros, pienso por un instante que es el tipo más romántico del mundo, su mano toma mi sien, estoy tan confundida, no sé si tanto como él, luego me toma el rostro, lo hace con suavidad. Me besará. Me va a besar, me pregunto. Hazlo ahora, antes que piense en las consecuencias o remordimientos.

Escucho mi nombre. Es mi madre, que ha estado buscándome por toda la casa. No parece estar de buen animo, me pregunta por la chica que me acompaña en el hermoso jardín, es un momento incomodo, las presento, ambas se saludan, y me madre me susurra al oído que hablaremos de traer chicas ajenas a la familia, o con alguna que este lejos de tener una relación seria. Nos dirigimos a la sala.

Nuestro beso ha sido interrumpido por su madre, que no parece estar de buen humor, le pide que se acomode la camisa y la corbata. Saludo a la señora que me trata de forma muy amable. Nos dirigimos al salón principal de la sala. Está lleno de gente. Él me toma de la mano, nos alejamos de su madre, y rehuimos a una esquina del lugar. Un primo lo saluda con entusiasmo quizás demasiado, para el abrazo tibio que le da él. Todo esto sucede, mientras un maduro y bien parecido  señor da un flamante discurso.

No vas a presentarme a tu novia, arremete Javier, mi primo, con el que siempre me han comparado, él que es todo lo contrario a lo que ahora soy. Javier, ha sido jugador de Adecore, los años que dura el colegio. Se fue de viaje a Ayacucho a construir casas para el programa del Estado. Tiene un hermoso auto estacionado muy cerca a la casa de mi tía, además de una novia de infarto que le hace compañía. Yo, me quedo en silencio, no obstante, Rozzenda salva la noche.

Es curiosa toda la atención que he recibido está  mágica noche. Él queda en silencio cuando le preguntan acerca de nuestra extraña relación. Salgo en su rescate, hablo que llevamos saliendo hace un año. Que fuimos amigos mucho tiempo, lo caballeroso y detallista que es conmigo, de sus viajes de mochilero por el Perú y su afán de querer ser escritor. Él me agradece todo con una enorme sonrisa y un beso en la frente, mientras la plástica novia de Javier y los tres hacemos un brindis, al mismo tiempo que se da el brindis de honor metros más allá. Luego, irrumpen en la sala, cantantes de música criolla que dan vida al lugar.

Ha sido una noche larga. Nos despedimos de Javier, de su novia, de algunos tíos que están cerca, y de mi madre a lo lejos, le hago señales con la mano que voy a dejarla en su casa, y después voy directo a la nuestra. Salimos de la casa de mi tía Elena. Unas cuadras más allá, le muestro la mitad de un vino que oculté en mi saco tras las risas cómplices que me da Rozzenda.

Tomamos un taxi que me dejará en mi casa, aunque quiero bajar antes, quiero caminar por las calles con él por última vez antes que termine la noche. Camino con su chaqueta en mis hombros, mientras el fuma un cigarrillo en silencio. Estamos en la puerta de mi casa, mi celular suena, es un mensaje de Gastón. Lo apago, lo miro a él.  Nos quedamos varios segundos entre pequeñas sonrisas en silencio. La he pasado genial, le respondo, él me mira, se acerca gira su cabeza lentamente hacia la izquierda y me da un suave beso, en la mejilla, se da media vuelta y se va. Sueño con él.


Hemos terminado la mitad del vino que saqué sutilmente de la cocina, ella dice pequeñas frases sueltas  y nos reímos juntos, mientras detengo un taxi para dejarla en su casa. Con la promesa de vernos pronto. Sin embargo, me pide bajar unas cuantas cuadras antes. Le coloco mi saco entre los hombros, prendo un cigarrillo. Pienso en ella, aún estando tan cerca de mí, tal vez aquella noche en la que volví a ver a Malena era para conquistarla a ella. Estamos parados en la puerta de su casa, ella me dice que la ha pasado genial, y yo, le agradezco su compañía. Me acerco muy sutilmente hacia su cara, pero su teléfono empieza a sonar, entonces decido besarla en la mejilla, me despido con un leve abrazo, y prometo llamarla pronto.



______________________________
Esta historia en una canción



Aviso para las Plumas: El 15 de diciembre vence el plazo para el envío de sus textos. 

El domingo 18 haremos el sorteo de los turnos. Que estén bien.

martes, 22 de noviembre de 2011

XII. El mundo sigue en un pie (2)

Imagen por showingimagesofvania


“Tienes que ir por la derecha, es al fondo todavía”, guiaba Lucía. La Herradura queda más allá de lo que él recordaba en espacio y tiempo. Cuando era niño, visitaba con su familia en el mismo auto manejado por su padre. Sólo queda una foto de aquel recuerdo, Javier sentado en la maletera del mismo viejo auto japonés del 96 que él maneja ahora.

No llegaron a la playa, bajaron a mitad del camino para ver el momento en que el fraile saltara de los peñascos. Como muchos de los curiosos, guardaban el íntimo deseo de verlo morir ante sus ojos. Felizmente, encontraron un lugar, en una curva, donde apenas había tres borrachos tranquilos a plena luz del día. Por partes, no era clara la separación de la vereda y la pista, por lo que el auto de Javier parecía haber invadido el sardinel.

Bajaron del carro y Lucía dio unos rápidos saltos en un pie hasta el muro y se sentó. Javier tomaba sus hombros detrás de ella y le decía cosas al oído. Ella lo manoteó como quien espanta una mosca: “Ya se va a lanzar, déjame mirar”, dijo Lucía.

Eran las últimas clavadas de la tarde. Javier quiso tomar la foto, encuadró como pudo al restaurante “El salto del fraile”, el suicida encapuchado y la marea que salpicaba. La falta de luz otorgaba al cuadro una atmósfera terrorífica. Parado en un balcón natural del despeñadero, el hombrecito miraba las olas, las conocía, probablemente sabía los nombres de cada una de las que venía, hablaba con ellas o con las profundidades escondidas por ellas y que los demás asistentes desconocían o se negaban a ver. Tres curiosos lo miraban de cerca, el fraile estaba solo.

En un momento junta sus manos a la altura del pecho, reúne fuerzas, flexiona las piernas y se suspende en el aire, la caída es libre, el viento descubre su rostro y el clavado es recto. La concurrencia aplaude y el fraile no aparece. Todos se preocupan, en el fondo anhelan que las corrientes que tanto conoce lo traicionen y se ahogue. Lucía sabe que no demorará mucho en salir, confía ciegamente. Javier no desea eso, será perfecto ver morir al fraile, él estudia periodismo y tendría la historia perfecta del mini-Dios que desafió al mar por última vez ante sus ojos y los de su chica esquiva.

Emerge, el pastor de los mares vuelve a la vida. Ha visto cercana la muerte tantas veces el mismo día, que las olas son un abanico para ese nuevo hombre que, sorprendentemente, empieza a dar brazadas y cruza hacia el peñasco de donde miran Lucía, Javier y los parroquianos. Lo logra. Trepa por los peñascos, cuyas trampas resbalosas y caminos laberínticos no son problema.

Unos minutos después, sube, se acerca caminando a Lucía y Javier. El fraile extiende la mano hacia Javier, él no puede creerlo, está pidiendo plata, se sorprende. Lucía le lanza una mirada como diciéndole “¡de eso vive pues, huevón!” y Javier saca de su billetera unas cuantas monedas amarillas. No tiene más. Dos faroles se prenden, son los ojos furiosos del fraile. Va a decir algo: “Es suficiente, hermano”, y saluda a Lucía con un beso para volver todo más confuso.

–¿Cómo está tu pie, Lucía? –pregunta el fraile. La familiaridad es evidente–.
–Bien gracias, Octavio –coloca un billete cautelosamente en sus manos–. No estés mucho tiempo mojado que puedes resfriarte –aconseja Lucía, como si de un hijo se tratara–.
–No es problema, mi cuerpo está acostumbrado. ¿Quién es tu amigo?
–No es mi amigo, sólo me acompaña –corrige Lucía–. Se llama Javier.
–Hola –saluda Javier, suave apretón de manos–.
–Encantado –reverencia el fraile, amigo de Lucía–.

Es lo último que logra oír, Lucía le pide que los deje solos un momento. Javier se queda pensando en la extraña familiaridad con que Lucía le ha hablado al fraile, el personaje que se robó la tarde. Tras despedirse de ella y no de él, el mini-Dios lleva su pacifismo donde los borrachines, que beben un trago con él.

–Por qué me miras así.
–La pregunta es cómo conoces al tipo –corta Javier–.
–Es algo que no te incumbe, acompañante.
–Por si acaso, no me estoy poniendo celoso, sólo quiero saber.
–Por si acaso, tampoco me importa –se burla ella–.
–Estás ganando que te deje aquí sola –amago de molestia de Javier–.
–¿Serías capaz? –vuelve la niña indefensa a la carga–.
–Claro que no –se rindió rápidamente Javier–.
–Entonces subamos. Ya fue suficiente, sobre todo para ti. El fraile te vio perder.

Chorrillos vio perder a Javier. Entraron al auto. Con las llaves en la mano, Javier miró al fraile alejarse silente por el mismo camino por donde tendría que conducir. Lo sobrepasaron, Lucía se despidió por última vez a través de la ventana. Javier lo miró una vez más, avergonzado de haber deseado su muerte. Cuando entraron al túnel de repente comprendió. Aquel personaje de vestidos marrones que se había lanzado al vacío no era el mismo que emergió del mar.

La Herradura entera era una reproducción fiel de los recovecos interiores de la mente del fraile: rocas, pistas, comidas y curiosos que el tiempo le había enseñado a controlar. Al salir del túnel, Chorrillos desapareció para siempre, y eso ya lo había escrito el fraile.

Imagen por Madame Jac Portfolio

Viernes, 06 de agosto de 2010
“¡Me quitaron el yeso!”, exclamó Lucía por teléfono. Javier estaba del otro lado, alegre por ella. Le preguntó dónde estaba. “En el Hospital Militar”, respondió ella. Javier vivía cerca y se ofreció a pasar por ella.

–¿En cuánto vienes? –preguntó Lucía–.
–Dame cinco minutos –pisó el palito Javier–.
–Debí suponerlo, tú no cambias.
–Ja ja ja.
–¿Vienes en carro?
–Hoy no. Sólo por eso me llamas, ¿no?
–Of course not, hunny.
–¿Qué?
–¡Vente rápido! ... no puedo creer que esté diciéndote esto.

Javier nunca había entrado al hospital de los militares. Sospechaba que muchas historias podían correr dentro de esas paredes verde y blancas apostadas en el cruce de las avenidas Brasil y Marina, al pie de un puente sucio donde había orinado muchas mañanas al volver de reuniones interminables con Jorge Vilela, su amigo.

La única historia que sabía de oídas involucraba a unos ex-combatientes de la guerra contra Ecuador que padecían el “síndrome del miembro fantasma”. Una docena de soldados mutilados, que no murieron por las minas antipersonales que sembró el gobierno ecuatoriano el año 95 recibían, como parte de la atención psicológica, un peculiar beneficio: salidas los fines de semana. Los llevaban en camionetas a los prostíbulos de la avenida La Marina, pagaban por el regocijo de las bailarinas y volvían temprano por la puerta trasera del hospital.

Quien pagara la factura era lo de menos. Fue parte de un tratamiento muy humano que recibieron por parte del Estado esos guerreros que, una o las dos piernas amputadas, despertaban muchas noches a causa de picazones o dolores en las piernas que ya no tenían unidas a su cuerpo. El cerebro demora en reorganizar esa información sensorial, esa carencia y continúa recibiendo los impulsos eléctricos de los nervios ahora convertidos en muñones. Y Javier sentía su corazón hecho un muñón por una chica del pasado que, tal vez, se cuestionaba, no lo dejaba querer completamente a Lucía.

Si Lucía se atendía en el Hospital Militar era por un beneficio que le daba ser hija de quien era. Su padre, Pedro Castello, era un olvidado agente del ex Servicio de Inteligencia del Ejército que luego fue derivado a un puesto alto en la Sunat y ahora detectaba y perseguía deudores del Estado como en su tiempo lo hizo con senderistas avezados.

No sabía cómo entrar, así que llamo a Lucía. “Ven, estoy en Emergencias”, le dijo. Javier la fue a buscar, preguntó a un cachaco dónde quedaba. Finalmente encontró la puerta, entró.

–¿Por qué estás acá? –preguntó al ver a Lucía. Extrañamente se dejó besar la mejilla–.
–Las citas se sacan en esta ventanilla–explicó ella–. ¿Me esperas?
–Otra vez tu pie, supongo.
–No, el doctor quiere que me haga un chequeo general.
–Mañosazo, seguro quiere verte de nuevo.
–Nada que ver, me dijo que era de rutina y como no me cuesta.
–Ok, te espero.

Al alejarse no caben dudas, Lucía camina perfecto, tiene el pie recompuesto. Es decir, camina normal, como siempre ha caminado, con el trasero un poco levantado y las piernas apuradas. El mínimo sonido arrastrado de los tacos como compañía.

–A dónde me vas a llevar –indagó ella, tras terminar los trámites–.
–Vamos a Jesús María, allí podemos comer algo.
–¿Anticuchos o picarones?
–Lo que quieras, pero déjate engreír.
–Ya veremos.

Ella no dijo nada cuando Javier la llevó al paradero de micros. “Estaba rara, normalmente hubiera pedido un taxi para que yo pagara”, contó Javier, sorprendido, a su amigo Jorge Vilela. Pagaron cincuenta céntimos por cabeza y bajaron en Plaza Vea, desde allí caminaron hasta uno de los puntos obligados por la Ruta del Pescado: el Mercado Central del distrito, un promocionado destino turístico y gastronómico de las fiestas patrias que se avecinaban; no obstante su superficial suciedad. Javier y Lucía paseaban por el boulevard, una calle donde conviven las bodegas, anticucherías, picaronerías y los discos pirata.

Entraron a la picaronería “Doña Eulalia”. No bien entró, Javier se sintió tras las líneas enemigas, un viento helado le indicó que no dé un paso más, el campo estaba minado. Así que le dijo a Lucía que fumaría un cigarro antes de entrar. “¿Si tú no fumas?”, observó ella. Y Javier fabricó al instante otra excusa: “Voy a ver cuánto cuestan los anticuchos al otro lado”. Tras unos minutos afuera, volvió más tranquilo.

“Qué careros, una porción por 5 soles”, volvió Javier. Tomó asiento y percibió algo extraño, Lucía ya había entablado conversación con la picaronera de cabello canoso y su nieta. Tanto que estaba terminando su porción que, según dijo, fue cortesía de la señora Eulalia. La tuteó. Ordenó una porción más y demoraron en traérsela. Lucía rió. Insistió y la picaronera le dijo con voz ronca: “¡espérese joven, ¿no ve la cola?!”. “Eulalia maleducada carajo, encima que vengo a tu chingana, me tratas así”, pensó Javier. Doña Eulalia escuchó sus pensamientos, volteó y dijo: “¡Chingana será tu casa, mocoso!”. Javier volvió a su asiento muñequeado.

Ella no tomó mucha importancia del incidente con Doña Eulalia, es más, la defendió, dijo que habían hablado cuando se demoró afuera. Luego planearon una salida el fin de semana, tal vez una salida en parejas con la novia del gordo Vilela en un antro barranquino. Ella estuvo de acuerdo, con la condición de que luego la devolvería a su casa.

Decidieron pedir la cuenta, Eulalia les estaba cobrando por dos gaseosas personales que no habían pedido. Javier reclamó, Doña Eulalia le respondió: “Si no quieres pagar, anda nomás hijito”. A Javier le entró la pena y pagó el sol que injustamente le propinaron. Agarró su cosas, juró no volver más y tomó a Lucía de la mano para irse. Ella se soltó y dijo que iba al baño.

Al salir, confirmó que las mujeres de esa fonda se habían coludido contra él esa noche. La señora Eulalia, venerable anciana y aprendiz de bruja, lanzó una frase que recordaría: “Hay hombres que no nos merecen, hijita”. Lucía agradeció el gesto, “¡gracias señora!”, y nuevamente Javier quedó desencajado. Sintió que su celular vibraba, lo sacó del bolsillo pero estaba apagado.

Miércoles, 18 de agosto de 2010
Cinco amigos con media caja de cerveza conversan en un parque. Mientras unos conversan de autos, tarjetas de crédito y novias estables, dos son los que se apartan de ese mundo que sienten un poco ajeno e intercambian puntos de vista sobre las mujeres que los torturan.

–¿Qué harías tú, Jorge? –pregunta Javier–.
–Huevón, me agarro a Lucía sin pensarlo –responde Vilela–.
–Se nota que le tienes estima –responde Javier– .
–Es la mejor flaca que has encontrado, con eso te digo todo –sentenció Jorge el Gordo Vilela– .
–A ella también le caes bien –dice Javier–.
–¿En serio, por qué? –pregunta Vilela–.

Javier le cuenta que Lucía cree que él es un chico bueno. Ahondan un poco más en el tema mientras se encargan de comprar las siguientes seis cervezas. Pagan los amigos de las tarjetas de crédito.

–¿O sea que con un videíto trucho te perdonó? –pregunta de nuevo Javier en el camino–.
–Así es, se comió todo el numerito que hice –se ufana Vilela–.
–Qué se va a hacer, cuando uno es actor, es actor, mi amigo –lo animó Javier–.
–Mira, hasta me compró esta polera Rip Curl –muestra Vilela–.
–De todas maneras, ten cuidado, esa chica está destinada a destruirte –vaticinó Javier–.
–¿A qué te refieres? –se extraña Jorge, que va abriendo la segunda ronda de botellas, han vuelto con sus amigos.
–Son sus ojos, he visto como te mira y creo que sabe algo más que no te ha dicho –respondió Javier–.
–¡Fantástico!, puedo hacer una película de eso: mujeres que buscan hombres para destruirlos –dijo Vilela, poseído por el cineasta que lleva dentro–.

Voltea Nicolás, el chico que hablaba de novias estables (habiendo perdido una hace poco) que en gustos era el más parecido a ellos.

–¿De qué hablan? –preguntó Nicolás–.

Nicolás se planteaba abandonar su carrera de Administración por tocar en una banda de rock. Estaba enamorado de una niña de rasgos orientales, era dos años mayor que ella. Habían sido novios y ella lo había dejado. No dio mayor explicación, sólo se sabe que se aburrió de él, esto lo supieron sus amigos cuando Nicolás les contó a ellos que visitaba a su chinita siete veces por semana y trataba de estar a todas horas con ella. Lo peor es que él contaba todo esto con una felicidad obscena.

–Tarde o temprano te iba a dejar –sentenció el cuarto amigo que voltea–.

El quinto amigo que interviene le pide a Nicolás que deje de hablar así de ella. Que hay más mujeres en la vida de las que va a gozar y de las que se aprovechará. Que no se preocupe, que más bien chupe rápido porque necesitan el vaso. Javier le recrimina que sea tan rata, que si quiere engañarse con su chinita está en su derecho. El quinto amigo le reclama “y tú qué sabes de flacas”. Se arma una pequeña discusión.

Vilela sale a favor de Javier y el cuarto amigo a favor del quinto. La gresca verbal entra en su apogeo cuando la medianoche cae. Los secos se intercalarían con los vituperios hasta el amanecer. Los cinco se volvieron cuatro, luego tres y volvieron a ser dos. Una vez más, Javier y Jorge resistieron la llegada del final.

___________________________
Esta historia en una canción





¿Quieres ser una Pluma Invitada
Envíanos tu choteada hasta el 15 de diciembre.