jueves, 28 de julio de 2011

IX. Colores al caer la noche

Jueves, 7 de enero de 2010
En vista que Pilar Carreño, la novia de Jorge Vilela, lo consumía más que los cigarrillos Pall Mall rojo a sus ahorros, Javier quiso rescatar a su amigo el gordo Vilela para ir a la “noche de cacería” que éste le prometió tras la fallida salida de año nuevo. Por supuesto que lo decía de puras ganas de animar el espíritu solitario de Javier. Alardeaba, él estaba contento con su “Pili”, como la llamaba.

Jorge siempre lo había visto solo, encerrado en sus ideas militantes del amor hacia el propio cuerpo y el cultivo de placeres literarios, un rollo que le parecía inusual en sus otros amigos. Si Jorge quería ser escritor no debía despegarse mucho de Javier, quien pensaba lo mismo al revés. Las ganas de ser un escritor del gordo Vilela reproducían en Javier el mismo sueño adolescente y principista de vivir a costa de sus poemas malheridos. Un sueño que, estaban seguros, los sorprendería haciendo esfuerzos denodados para que otras chicas los choteen.

Sin embargo, el gordo Vilela se había liberado del vía crucis del amor no correspondido. Pilar le enseñó la alegría otra vez, tras cortar con Ximena, su primera novia, y haber vivido enamorado por cuatro años de su mejor amiga Blue. Como siempre, se aparecía con su clásico saludo de bienvenida, “¡el gran Javi, una de las grandes leyendas!”, al parque Ruidíaz, donde el gordo se había detenido por unos puchos más. Siempre lo recibía contándole una de sus últimas aventuras, esta vez le contó sobre el corto que planeaba hacer en verano, cuando se matriculara en unos cursos de la Católica.

El ánimo rozagante y chispeante de Jorge lo obligaba a pensar en la estrecha relación que hay entre la felicidad y las grasas corporales. El gordo Jorge nunca estaba triste, y menos ahora que esperaba a Pilarcita, su dama de costumbres duras. Ella, poco más alta que él, era rasta, apariencia que agradaba sobremanera a Jorge, quien ahora debía recogerla en Sucre y Bolívar y le pidió a Javier que lo acompañe.

Javier accedió, no veía muy seguido a Pilar, las pocas veces que salieron los tres, se llevaron bien y no había problema en salir de a tres. Ella había metido a Jorge en el mundo de la elevación terrenal, es decir, la marihuana. Para ella no era un juego y todo debía hacerse con muchísimo respeto. Tomó Ayahuasca varias veces en los viajes a la selva que hizo acompañada por amigos y uno que otro amante que encontró en el camino.

El gordo Vilela encontraba descanso en las pitadas que le daba a diario a un moñito de esas plantas inspiradoras, le agradecía a la marihuana la idea de su último corto: un fotógrafo enamorado de la fantasma al que sólo veía en la película revelada de sus rollos Ilford 400 ISO. Conocer a Pilar lo había reconciliado con el mundo y consigo mismo. Habían peleas, claro, como en toda relación, pero quién no las tiene.

De pronto, un taxi estacionó, descendieron dos piernas torneadas, caderas anchas que se perdían en una cintura delgada, botas pequeñas de gamuza daban comienzo al pantalón ceñido y casaca de jean de muchos bolsillos que ocultaba dos senos vigorosos de pezones enhiestos, coronados por la sonrisa que un dios delirante había dibujado en su rostro. Su color trigueño y ojos negro profundo acompañaban las matas de cabellos propias del rasta, enrolladas y anudadas sin orden aparente y sacramentadas en algún ritual de danzas shipibas.

Se saludaron y decidieron a dónde ir. ¿Miraflores, Barranco, el Centro?, pensaron. Mejor, empezaron con un ron comprado en “La Esperanza”, un bar de Sucre. Acabado éste, decidirían qué hacer. Conversaban de todo un poco, Javier sólo se sentía incómodo las pocas veces que los tórtolos se besaban hasta morderse. El bar contaba con una rocola antigua, escoriada por el tiempo, apolillada pero viva gracias a los amantes que, como Jorge el gordo Vilela, romántico empedernido y admirador de Benedetti, incrustaban monedas para reproducir  “Sabor a mí” en la voz del trío Los Panchos.

En un rapto de dulcíneo querer, el rolludo aspirante a escritor le propuso bailar a la chica rasta, ella accedió, un poco de música de antaño, cuando todavía no había nacido no contrariaba sus gustos musicales. Se cimbreaban en la pista, unas piruetas sólo vistas en los abuelos del gordo Vilela. Javier los miraba y celebraba a lo lejos con unas palmadas exageradas de borracho.

Cuando el reloj filoteaba la medianoche, la pareja rara y ejemplar se despidió del chico solitario. Jorge quedó en juntarse otro día con Javier, que caminó con las manos en los bolsillos por todo Sucre hasta llegar al mar. Imaginaba que en esos mismos momentos, el gordo y la rasta se estaban trenzando en alguna cama de algún hotel de Magdalena, los más baratos de Lima, según Jorgito.

Contemplaba el mar desde lo alto del acantilado, era inevitable no pensar en matarse allí mismo, en los peñascos de Magdalena, quedar atrapado en uno de esas cuevas discretas o tendido en esas plantaciones que tan bien hacían lucir la primera frontera de la ciudad que escondía debajo el reino de las ratas y roedores de todos los tamaños, futuros gobernadores de Lima (si no lo eran ya) cuando la humanidad se extinga. Comprendió que todavía no era tiempo, le faltaba saldar una deuda, debía buscar a Lucía e irse, írsele.

No la llamó, tomó un taxi hasta su casa y sacó el carro de su viejo. Manejó como un energúmeno por todo el circuito de playas hasta Chorrillos. Sólo se detuvo para contemplar todos los autos estacionados al borde de la playa, pensó que era un buen lugar para llevar a Lucía. No respetó un solo semáforo, el ron aun no se movía de su cerebro, casi se mata en la curva de entrada a la avenida Huaylas, pero allí estaba, entero, para tocar el timbre de la casa verde de Lucía.

“¿Eres tú?”, dijo una voz venida de la oscuridad, era Lucía, volvía de una reunión de colegas del octavo ciclo de Derecho, estaba acompañada por Peter Argüello. Después de tantas vueltas, el alcohol, que disparaba la imaginación de Javier, ahora lo sosegaba y no le permitía gritar lo que pensaba. Qué haces, puta, volviendo tan tarde con ese tipejo, pensaba mordiéndose los labios.

Lucía no se dio la molestia de presentarlos. Él supo que era un tal Peter porque así escuchó cuando se despidieron. Peter se fue sin chistar, como si lo conociera y supiera que sobraba en ese momento. No se dieron la mano, pero Javier recordaría a ese chico que sabía cuando quedarse callado.

–Para qué has venido –inició Lucia, seca–.
–Quería conversar, ¿estás bien?
–Sí, dime.
–Subamos al auto.
–Acá estoy bien, gracias.
–Es que hace frío y tu abrigo es muy delgado.
–No te preocupes, cuando tenga frío me meteré a mi casa.

Se miraban. Ella sostenía la mirada con una energía que lo superaba. El silencio de Lucía resondraba al atrevimiento de Javier de presentarse así de la nada. Cada vez que ella subía a ese auto blanco era para olvidarse de su nombre y procedencia. “Jamás haré nada contigo”, eran las palabras resueltas de Lucía. La ardua tarea de conquistarla comenzaba de nuevo. Debía ser suave y atinado, controlar los comentarios de más, hervir su cabeza lo menos posible, jugar con la distancia de sus cuerpos.

–¿Quieres ir a ver la luna? –disparó Javier–.
–De acá la veo bien –atajó Lucía–.
–En la playa se aprecia mejor –retrucó–.
–¿Por qué? –movió imperceptibles los labios, Lucía lo pensaba–.
–No hay postes que alumbren, veremos la verdadera luz de luna.
–Sonso, está bien pero voy atrás –decidió Lucía–.
–¡Hecho! –se alegró Javier y rodeó el auto, abrió su puerta y olvidó abrir la de ella–.

(…)

Hechos-sin-fechar
Eran las cuatro de la madrugada, Javier no podía dormir y pensó “no hay más explicación”. El mar, el ruido sereno del oleaje, la violencia contenida del océano, modelaba el carácter de su chica, cómo no lo supo antes.

La humedad que circundaba, la neblina incesante, estaba convencido, debía incidir mortalmente en la piel de ella, aclarándola, haciéndola tersa, delgada y delicada, sólo interrumpida por la constelación de lunares dibujada en su espalda. El blanco inmaculado de sus brazos y, suponía, las demás zonas de su cuerpo, no era simple producto de la genética. Tiene que ser el mar que me la entrega así, pensaba, gracias, decía.

Acaso las miles de caminatas que Lucía acostumbraba a hacer a la vuelta de su trabajo de medio tiempo abrigada por la humedad de Chorrillos (ese distrito tragado por la niebla) le confería un carácter fantasmal o posibilitaba retrotraerse en ella misma con facilidad que olvidaba sus compromisos con otras personas como, por ejemplo, Javier, quien era víctima del radicalismo de sus decisiones.

Qué pasaba dentro de la cabeza de Lucía que parecía no necesitarlo nunca o que debía estar sola cuando simplemente quería estar sola. Era una noche más que se quedaba dormido buscando explicaciones.

Al mediodía, tendido en su cama, abrió los ojos un momento. Se percató de la hora. Debía salir eyectado de la cama, pero no acostumbraba a traicionar su sueño de esa manera. Logró pensar un parlamento que se convirtió en una oda a los sueños antes de despertar completamente. Estaba en segunda persona, quizás porque los sueños no tienen sexo: “Primero eres tú, luego mi vida, cualquiera de las muchas que haya tenido, las varias que viví son muy aburridas, en cambio tú no. Contigo me eternizo, me descontrolo e independizo, no soy hombre tampoco mujer. Ojalá no olvide esto cuando muera, muerda, tuerta, ¡cuando duerma!”, gritó, recuperando la lucidez.

Cuando se levantó de la cama, trató de recordar aquello que había dicho y no pudo. Se había escapado para siempre. Mientras tomaba su desayuno, se sentía decepcionado por no haber apuntado inmediatamente lo que habló entre sueños y que ahora había olvidado. Elucubraba las mejores ideas cuando dormía, despojado de cualquier conexión con la realidad, renunciado a la razón, indefenso ante la verdadera forma de sus pensamientos, los más básicos y sinceros, fuerza sobrenatural que lo vencía siempre.

En el desayuno, que en realidad era almuerzo, charlando con su hermana menor, ella le contaba, mientras tomaba su sopa de sémola, un problema que había tenido en el colegio con unas chicas en el recreo que eran de cuarto grado de primaria y no la dejaban jugar, a ella y a todas sus amigas de primero de primaria, con el columpio. Recordó que él también tuvo el mismo problema de pequeño, que estuvo en los dos lados, el indefenso y del que abusaba de su poder. Pensó que no era bueno aconsejarle a su hermana que pelee contra esas niñas porque podría resultar golpeada, tampoco que le cuente a su profesora, pues podía quedar como acusete. La salida más noble, le dijo, era la insurrección. No armada, sino la unión de todas las niñas abusadas que no eran de sexto. No pelearse, le decía, presentarse ante una autoridad y decirle, en nombre de todas las niñas en el mundo arrebatadas de los columpios, que derroquen a esas mujeres nada solidarias. De pronto, encontró conexiones. Los sueños eran un lugar tan íntimo, profundo y felizmente privado, que no tenía la posibilidad de insurgir contra ellos. Debía capear el momento y no molestarse, esperar que todo vaya por buen camino. La solución pacífica que le recomendaba a su pequeña hermana y la voluntad de no pelearse con su memoria por no haber retenido las palabras que había soñado eran coherentes, pensó, alguna fuerza sobrenatural se encargaba de robarle, y quizás de devolverle después, cuando estuviera preparado, sus palabras (cuyos gramos de sabiduría no estaban probados). Tal vez hay ideas que son columpios que no podemos montar todavía.

Si la conocía bien, Lucía estaría gobernada por esas fuerzas sobrenaturales o por la naturaleza misma. Descubrió que eso se condecía con su actitud de no obligar a que las cosas sucedan, o de respetar cuando Lucía decía que no. Un día tendría que estallar, estaba entre sus posibilidades. Por ahora estaba perfecto el roce que Lucía propiciaba, lo que le intrigaba saber era el momento en que Lucía lo acorralaría con su juego, en pocas palabras, si acaso se enamoraría de ella y en cuánto tiempo.

Por ahora, tenía claro que no sentía por ella nada más que sana diversión. Él estaba sólo, ella también. No había marcha atrás en la amistad que los unió una vez, siempre lo desearon y nunca se dijeron nada. Lucía, si te hubiera conocido sola estaría perdido por ti, le dijo una de las tantas veces que pecó de sincero con ella sin darse cuenta que la hería. La presencia de Tiger, novio de ella por aquel entonces, lo ayudaba a pensarla como una amiga o máximo una con derechos, bueno, a veces la vida es irónica: “estudias Derecho y ocasionalmente tendrás derechos sobre mí”, le dijo la siguiente vez.

Las confesiones continuaban, cuando Lucía le preguntó si frecuentaba a otras chicas, Javier le contó que podía salir con otras chicas sin problemas, que nada se lo impedía, cagándola más, lastimándola. Lo decía de puro libérrimo, para proteger su condición independiente, ¿acaso salía con alguien más?, le aterraba ser gobernado por una mujer, sólo se permitía esa figura las veces que una chica le gustaba de manera irreversible, que es la única manera que sabía enamorarse (y lo había estado dos o tres veces en su vida) como para arrogarle esos dominios a Lucía.

Sin embargo, con Lucía encontraba la diversión y la locura negadas en brazos de otras. Nada como transgredir reglas al lado de una abogada, y todo iba bien hasta que ella le preguntó lo que ningún tipo que ama mínimamente su libertad espera oír de la chica que le presta cobijo: qué somos, qué quieres conmigo, enfiló ella una vez. Otra vez muy suelto de huesos, sin pensar en las consecuencias, le dijo que le gustaba el tiempo que pasaba con ella pero que las formalidades podían demorar un poco más. Lucía enfureció, bajó del auto y caminó sola a casa.

(…)

Jueves, 7 de enero de 2010
Tenía razón. En la playa, sumida en la oscuridad más pura, la noche entregaba los verdaderos colores que la asemejaban al más recóndito universo. Al fondo, la delgada línea que separa el cielo y el mar se había borrado. La luz fría de la luna entregaba, en cambio, una iluminación pálida de sus rostros. En ese momento, ambos se tenían miedo, pero ninguno lo decía. Simplemente no se miraban, ella pisaba sus pies para no ensuciarse con la arena, había dejado que él la abrace mientras miraba la playa, él dejaba que el viento los meza a su antojo. Esta vez sonaba “Poquita fe”, bailaban al ritmo aéreo e imaginario de Los Panchos.

Permanecieron sin soltarse por un largo rato. Los dos querían cariño sin preguntarse por qué. En silencio, Javier reconoce que extrañaba la piel de Lucía y se pregunta si no acabaría enamorándose de esa chica, a pesar de negarlo siempre. Quizás, pensaba, uno no se enamora de quien lo ama, sino de quien lo quiere más. En un acto infantil, colocó los dientes en su hombro, sin clavarlos, besaba su cuello y Lucía no se inmutaba, lo dejaba jugar con su cuerpo. Sus cabellos largos y negrísimos quedaban impregnados en los labios de él, acto que la alertaba y “abre la boca”, decía ella. Obediente, él abría sus fauces y ella recogía su pelo. La veía tranquila, pero algo la molestaba.

Lucía estaba pensando, analizando las consecuencias de llevarse a Javier a su casa esa noche. Tal vez sería muy pronto, pobrecito, lo había tenido todo el verano en esos vaivenes de rutina que aplicaba a los chicos para asegurarse de que no la lastimaran. Javier ya había llegado lejos, la seguía buscando a pesar de los desplantes. Había manejado lo necesariamente picado para morir en el intento de buscarla, lo cual le aumentaba algunos puntos. Milagrosamente, Peter no le causó celos.

Lucía maquinaba, Javier era el títere más absurdo que había controlado. Largos kilómetros de experiencia en hombres y no se ponía de acuerdo consigo misma sobre la naturaleza de su cariño, que a la vez era rechazo, por Javier. No lograba cuadrarlo en las clasificaciones de hombres que había recolectado en su última etapa adolescente. Tal vez el parecido con aquel novio de la infancia, Ringo, sí. Tiene un aire a él.

–Quién es Ringo –dijo Javier, calmo–.
–¿Qué?
–Dijiste que me parecía a un tal Ringo.
–Seguramente pensaba en voz alta.
–Y qué pensabas.
–Que te pareces a mi primer ex, no a Tiger, sino a Ringo, así se llamaba.
–¿En qué sentido?
–Actúas igualito que él.

Javier rió. ¿Otro como él?, pensaba, otra vez Lucía contra la corriente, a la vanguardia del pensamiento, contradiciendo ese dogma occidental o engaño barato que dice que cada quien es único. Nada más mentiroso. Tanto estuvo buscando él a su par en el mundo, que resultó ser el primer enamorado de Lucía. Tuvo que aplazar la curiosidad para otro momento, hablaron un rato más y Lucía aceptó: “Tengo frío, vamos arriba un rato”.

–Está mi hermano, no quiero que hagas bulla –advirtió ella–.
–Está bien –dijo Javier en voz bajísima a pesar de que nadie los oía–.
–Escúchame, cuando te pida que te vayas, te vas.
–No te preocupes, no haré nada que no quieras.
–Es la típica excusa, no jodas y prende el carro.

Engañar a Lucía era imposible. Había logrado lo más difícil, entrar a su reino, pero no debía cantar victoria, ella le dijo que lo esperara un rato a que verificara el estado onírico de su hermano Jeremías. Fueron cinco minutos que se hicieron eternos, las ganas lo carcomían, por fin tendría su premio.

Fotografía por gabriele chiapparini


Cuando abrió la puerta, Lucía se había cambiado la ropa, ahora lucía una minifalda extrema, herencia de su juventud, ¿cuántos tipos habrían caído con esa prenda que podía calificar como íntima dado el diminuto uso de hilos y tela? Entraron de la mano, el mueble rechinó apenas se sentaron. Era una mala señal, pues sólo una cortina separaba el cuarto de su hermano de la sala. Lucía lo calló, si querían hacerlo tenían que ser menos ruidosos que los ronquidos de Jeremías. Al parecer, Lucía tenía las ganas puestas.

Javier la recostó suavemente e intentó besarla, ella accedió, solamente el cuello, nada más, no te propases todavía. La mojaba con sus caricias y manos inquietas que repasaban la firme delgadez de sus piernas, perfectamente depiladas, cercanas a una bendición. Continuaba por sus senos vertiginosos, introducía sus ojos por dentro del escote que no estaba permitido descolocar. “Nada con las manos, sólo labios”, ordenaba ella. “Soy mis labios, Lucía, soy mis labios”, convencía él a ojos cerrados.

Por si no ha quedado claro, no aspiraba a penetrarla. Una meta tan bondadosa como esa sólo lo convertía en un cavernícola, un tipo controlado por sus esfínteres sexuales, vale decir arrecho. Quería escuchar de los labios de Lucía que lo necesitaba, vamos, que lo amaba y se había enamorado de él. Escucharla decir eso sería su primer placer y última venganza contra esa mujer bandida que se permitía maniatarlo. Después, quizá, se enamoraría también. Lucía tenía la misma idea, le gustaba mas no se lo iba a decir. Ninguno quería depender del otro y el primero que pronunciara esas palabras se convertiría en el más débil.

Todavía estaban cohibidos por la presencia del hermano fiscalizador que podría descubrirlos en cualquier momento si no tomaba las precauciones del caso. Si quería atravesarla tenía que hacerlo con el polvo más delicado que fuera capaz de inventar. Sin embargo, tuvo poco cuidado al subirla repentinamente encima de él. Él dijo que su cuerpo lo hechizaba.

–Vas a entrar si te portas bien–dijo Lucía, callándolo con un dedo sobre su boca–.

Era un recorrido privilegiado para su vista, el panorama de sus piernas que terminaban en el misterio de la minifalda negra lo encandilaba. Sus respiraciones se hicieron menos hondas que furiosas y lo obligaron a soltarse la bragueta. Lucía sólo dejaba que le destape el sostén para que Javier dibujara con la lengua círculos interminables en las aureolas que coronaban sus pechos jubilosos. Fue un buen intento, pero Lucía estaba lejos de acceder. Todavía tenía que trabajar en ello, faltaba mucho, apenas y estaban en las superficies del cariño.

Con los pantalones abajo y el bóxer puesto, las primeras gotas caían del colgajo de Javier. Lucía sentía el bulto entre sus piernas mientras miraba las cortinas de Jeremías. Javier seguía moviéndose. El frote abrigado del calzón de Lucía con su sexo despistaba el frío.

Intentó moverle la incómoda prenda con dos dedos, ella se defendió, forcejearon un instante y ella quedó de espaldas, Javier la atrajo hacia él, le tapó la boca sin miramientos e introdujo su mano izquierda en la entrepierna indefensa de Lucía. Se dejó llevar unos segundos, abandonó su cuerpo a las palpitaciones que el universo depositaba al sur de su ombligo. Dos dedos que se volvieron tres, luego cuatro, poco a poco. Cualquier punto en la piel de Lucía quedó convertido en un volcán que de pronto estalló en un grito.

Javier, con los ojos cerrados, trataba de retenerla a su lado. Ella tuvo que descolgar un codazo en el bajo pecho de Javier para zafarse. La falta de aire derrumbó su erección, apenas pudo quejarse del golpe cuando escuchó que Lucía decía “no, no, no ¡qué haces aquí, vete!”, Javier giró un poco la mirada y allí estaba de pie el hermano: ¡Jeremías frente a ellos!

Lucía, tocada de nervios, volvió a gritar. A pesar que estaba vestida, se tapaba el cuerpo con los brazos y ordenaba repetidamente a su hermano “¡vuelve a dormir, vuelve!”. Javier advirtió que Jeremías estaba mudo y quieto, como un gallo dormido. “Lucía, cállate, tu hermano está dormido”, dijo en voz baja. Ella lo miró incrédula. Él se paró y se le cayeron los pantalones, Lucía se tapó la cara y le dio tiempo, su hermano no se movía. “Míralo, es sonámbulo”, repitió Javier convencido. Imposible, pensó ella, tanto tiempo alejada y peleada con su hermano que no se enteró que padecía ese trastorno.

Javier quiso reanudar las tratativas y Lucía lo empujó. Guió a Jeremías con mucho cuidado hasta su cama nuevamente, era el segundo mayor favor que le hacía tras quince años de haberse conocido. El favor por excelencia que había tenido con él fue llevarlo al hospital por una emergencia cuando estaban solos, se le había cerrado el pecho, de eso habían pasado tres años.

Pasado el susto, Lucía volvió a la sala con los pechos semidesnudos y la falda mini intacta. La luz de la noche hacía más delgada su figura, escondía algunos ángulos de su cuerpo y le confería un aire gatubelesco. Era perfectamente envidiable para cualquiera que Javier estuviera con ella en su sala, después de Tiger, era el primero que pisaba esos dominios en mucho tiempo. Rápidamente, Lucía pensó que era conveniente que Javier se borrara en ese momento de su casa, llegó a esa conclusión al verlo en su sofá con la bragueta abierta, como si fuera el rey de Chorrillos. La última mirada seductora que articuló, lo volvió más que insoportable.

“¡Lárgate!”, pronunció cuando estuvo a escasos milímetros de él. Javier, sin entender nada,  intentó besarla de nuevo. Ella no se dejó y él la forzó un poco. Lucía repitió la orden. “Lucía, no me puedes dejar así”, replicó Javier. “Yo te dejo cómo y cuando se me antoje”, sentenció Lucía. Obligado a ponerse el polo, tomó su correa, murmuró algunas procacidades, maldijo su suerte y se tragó el malhumor cuando Lucía le dio un último beso antes de votarlo a las calles que coqueteaban con el amanecer.

Lucía, recostada en la puerta que acababa de cerrar en las narices de Javier, respiró hondamente, sintió alivio. Cuando se volvió a su sala, observó los escombros de una aventura que no pensó tener. Sonrió. Un mensaje llegó a su celular, perdido en algún lugar de la sala, removió las cosas y lo encontró debajo de uno de los cojines caídos, abrió el mensaje, era de Javier, se dispuso a leerlo cuando estalló la voz de Jeremías: “¡sonámbulo mis huevos, loca de mierda!”, para dividir la noche del día.

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Esta historia en una canción


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ANUNCIO 1: Ya se viene la Convocatoria para las Plumas Invitadas 2012. Quizás las últimas de este blog dormilón.

ANUNCIO 2: Asimismo, pedimos disculpas por la abrupta desaparición de dos posts de Teni. Al parecer, algún enemigo suyo se metió en su cuenta y borró los posts que hablaban de Sofía. En los próximos días, serán repuestos. Y en venganza, yo mismo escribiré sobre esa chica Sofía de los Cojones que nos ha rayado a los dos.

ANUNCIO 3: Un saludo a la amiga @FioFiestas y a sus amigas. Esperamos que se animen a abrir su blog de crónicas personales, como ven, no es tan difícil. Abrazos, nos vemos en una próxima parrillada.

ANUNCIO 4: Este mes empecé en una chamba semi-periodística. Tengo que entrevistar egresados y preguntarles cómo les va en sus vidas laborales. Es un freelance para una web de la Universidad. En una de las comisiones, conocí a Leisy, una publicista que me cayó tan bien (podría decir, a riesgo de que se entere, que me conquistó) que creo que me salió un buen texto. Espero que lo puedan revisar: Entrevista: Leisy, publicista. Cada mes, procuraré colgar uno hasta que me boten.

¡FELIZ 28 A TODOS!