martes, 22 de noviembre de 2011

XII. El mundo sigue en un pie (2)

Imagen por showingimagesofvania


“Tienes que ir por la derecha, es al fondo todavía”, guiaba Lucía. La Herradura queda más allá de lo que él recordaba en espacio y tiempo. Cuando era niño, visitaba con su familia en el mismo auto manejado por su padre. Sólo queda una foto de aquel recuerdo, Javier sentado en la maletera del mismo viejo auto japonés del 96 que él maneja ahora.

No llegaron a la playa, bajaron a mitad del camino para ver el momento en que el fraile saltara de los peñascos. Como muchos de los curiosos, guardaban el íntimo deseo de verlo morir ante sus ojos. Felizmente, encontraron un lugar, en una curva, donde apenas había tres borrachos tranquilos a plena luz del día. Por partes, no era clara la separación de la vereda y la pista, por lo que el auto de Javier parecía haber invadido el sardinel.

Bajaron del carro y Lucía dio unos rápidos saltos en un pie hasta el muro y se sentó. Javier tomaba sus hombros detrás de ella y le decía cosas al oído. Ella lo manoteó como quien espanta una mosca: “Ya se va a lanzar, déjame mirar”, dijo Lucía.

Eran las últimas clavadas de la tarde. Javier quiso tomar la foto, encuadró como pudo al restaurante “El salto del fraile”, el suicida encapuchado y la marea que salpicaba. La falta de luz otorgaba al cuadro una atmósfera terrorífica. Parado en un balcón natural del despeñadero, el hombrecito miraba las olas, las conocía, probablemente sabía los nombres de cada una de las que venía, hablaba con ellas o con las profundidades escondidas por ellas y que los demás asistentes desconocían o se negaban a ver. Tres curiosos lo miraban de cerca, el fraile estaba solo.

En un momento junta sus manos a la altura del pecho, reúne fuerzas, flexiona las piernas y se suspende en el aire, la caída es libre, el viento descubre su rostro y el clavado es recto. La concurrencia aplaude y el fraile no aparece. Todos se preocupan, en el fondo anhelan que las corrientes que tanto conoce lo traicionen y se ahogue. Lucía sabe que no demorará mucho en salir, confía ciegamente. Javier no desea eso, será perfecto ver morir al fraile, él estudia periodismo y tendría la historia perfecta del mini-Dios que desafió al mar por última vez ante sus ojos y los de su chica esquiva.

Emerge, el pastor de los mares vuelve a la vida. Ha visto cercana la muerte tantas veces el mismo día, que las olas son un abanico para ese nuevo hombre que, sorprendentemente, empieza a dar brazadas y cruza hacia el peñasco de donde miran Lucía, Javier y los parroquianos. Lo logra. Trepa por los peñascos, cuyas trampas resbalosas y caminos laberínticos no son problema.

Unos minutos después, sube, se acerca caminando a Lucía y Javier. El fraile extiende la mano hacia Javier, él no puede creerlo, está pidiendo plata, se sorprende. Lucía le lanza una mirada como diciéndole “¡de eso vive pues, huevón!” y Javier saca de su billetera unas cuantas monedas amarillas. No tiene más. Dos faroles se prenden, son los ojos furiosos del fraile. Va a decir algo: “Es suficiente, hermano”, y saluda a Lucía con un beso para volver todo más confuso.

–¿Cómo está tu pie, Lucía? –pregunta el fraile. La familiaridad es evidente–.
–Bien gracias, Octavio –coloca un billete cautelosamente en sus manos–. No estés mucho tiempo mojado que puedes resfriarte –aconseja Lucía, como si de un hijo se tratara–.
–No es problema, mi cuerpo está acostumbrado. ¿Quién es tu amigo?
–No es mi amigo, sólo me acompaña –corrige Lucía–. Se llama Javier.
–Hola –saluda Javier, suave apretón de manos–.
–Encantado –reverencia el fraile, amigo de Lucía–.

Es lo último que logra oír, Lucía le pide que los deje solos un momento. Javier se queda pensando en la extraña familiaridad con que Lucía le ha hablado al fraile, el personaje que se robó la tarde. Tras despedirse de ella y no de él, el mini-Dios lleva su pacifismo donde los borrachines, que beben un trago con él.

–Por qué me miras así.
–La pregunta es cómo conoces al tipo –corta Javier–.
–Es algo que no te incumbe, acompañante.
–Por si acaso, no me estoy poniendo celoso, sólo quiero saber.
–Por si acaso, tampoco me importa –se burla ella–.
–Estás ganando que te deje aquí sola –amago de molestia de Javier–.
–¿Serías capaz? –vuelve la niña indefensa a la carga–.
–Claro que no –se rindió rápidamente Javier–.
–Entonces subamos. Ya fue suficiente, sobre todo para ti. El fraile te vio perder.

Chorrillos vio perder a Javier. Entraron al auto. Con las llaves en la mano, Javier miró al fraile alejarse silente por el mismo camino por donde tendría que conducir. Lo sobrepasaron, Lucía se despidió por última vez a través de la ventana. Javier lo miró una vez más, avergonzado de haber deseado su muerte. Cuando entraron al túnel de repente comprendió. Aquel personaje de vestidos marrones que se había lanzado al vacío no era el mismo que emergió del mar.

La Herradura entera era una reproducción fiel de los recovecos interiores de la mente del fraile: rocas, pistas, comidas y curiosos que el tiempo le había enseñado a controlar. Al salir del túnel, Chorrillos desapareció para siempre, y eso ya lo había escrito el fraile.

Imagen por Madame Jac Portfolio

Viernes, 06 de agosto de 2010
“¡Me quitaron el yeso!”, exclamó Lucía por teléfono. Javier estaba del otro lado, alegre por ella. Le preguntó dónde estaba. “En el Hospital Militar”, respondió ella. Javier vivía cerca y se ofreció a pasar por ella.

–¿En cuánto vienes? –preguntó Lucía–.
–Dame cinco minutos –pisó el palito Javier–.
–Debí suponerlo, tú no cambias.
–Ja ja ja.
–¿Vienes en carro?
–Hoy no. Sólo por eso me llamas, ¿no?
–Of course not, hunny.
–¿Qué?
–¡Vente rápido! ... no puedo creer que esté diciéndote esto.

Javier nunca había entrado al hospital de los militares. Sospechaba que muchas historias podían correr dentro de esas paredes verde y blancas apostadas en el cruce de las avenidas Brasil y Marina, al pie de un puente sucio donde había orinado muchas mañanas al volver de reuniones interminables con Jorge Vilela, su amigo.

La única historia que sabía de oídas involucraba a unos ex-combatientes de la guerra contra Ecuador que padecían el “síndrome del miembro fantasma”. Una docena de soldados mutilados, que no murieron por las minas antipersonales que sembró el gobierno ecuatoriano el año 95 recibían, como parte de la atención psicológica, un peculiar beneficio: salidas los fines de semana. Los llevaban en camionetas a los prostíbulos de la avenida La Marina, pagaban por el regocijo de las bailarinas y volvían temprano por la puerta trasera del hospital.

Quien pagara la factura era lo de menos. Fue parte de un tratamiento muy humano que recibieron por parte del Estado esos guerreros que, una o las dos piernas amputadas, despertaban muchas noches a causa de picazones o dolores en las piernas que ya no tenían unidas a su cuerpo. El cerebro demora en reorganizar esa información sensorial, esa carencia y continúa recibiendo los impulsos eléctricos de los nervios ahora convertidos en muñones. Y Javier sentía su corazón hecho un muñón por una chica del pasado que, tal vez, se cuestionaba, no lo dejaba querer completamente a Lucía.

Si Lucía se atendía en el Hospital Militar era por un beneficio que le daba ser hija de quien era. Su padre, Pedro Castello, era un olvidado agente del ex Servicio de Inteligencia del Ejército que luego fue derivado a un puesto alto en la Sunat y ahora detectaba y perseguía deudores del Estado como en su tiempo lo hizo con senderistas avezados.

No sabía cómo entrar, así que llamo a Lucía. “Ven, estoy en Emergencias”, le dijo. Javier la fue a buscar, preguntó a un cachaco dónde quedaba. Finalmente encontró la puerta, entró.

–¿Por qué estás acá? –preguntó al ver a Lucía. Extrañamente se dejó besar la mejilla–.
–Las citas se sacan en esta ventanilla–explicó ella–. ¿Me esperas?
–Otra vez tu pie, supongo.
–No, el doctor quiere que me haga un chequeo general.
–Mañosazo, seguro quiere verte de nuevo.
–Nada que ver, me dijo que era de rutina y como no me cuesta.
–Ok, te espero.

Al alejarse no caben dudas, Lucía camina perfecto, tiene el pie recompuesto. Es decir, camina normal, como siempre ha caminado, con el trasero un poco levantado y las piernas apuradas. El mínimo sonido arrastrado de los tacos como compañía.

–A dónde me vas a llevar –indagó ella, tras terminar los trámites–.
–Vamos a Jesús María, allí podemos comer algo.
–¿Anticuchos o picarones?
–Lo que quieras, pero déjate engreír.
–Ya veremos.

Ella no dijo nada cuando Javier la llevó al paradero de micros. “Estaba rara, normalmente hubiera pedido un taxi para que yo pagara”, contó Javier, sorprendido, a su amigo Jorge Vilela. Pagaron cincuenta céntimos por cabeza y bajaron en Plaza Vea, desde allí caminaron hasta uno de los puntos obligados por la Ruta del Pescado: el Mercado Central del distrito, un promocionado destino turístico y gastronómico de las fiestas patrias que se avecinaban; no obstante su superficial suciedad. Javier y Lucía paseaban por el boulevard, una calle donde conviven las bodegas, anticucherías, picaronerías y los discos pirata.

Entraron a la picaronería “Doña Eulalia”. No bien entró, Javier se sintió tras las líneas enemigas, un viento helado le indicó que no dé un paso más, el campo estaba minado. Así que le dijo a Lucía que fumaría un cigarro antes de entrar. “¿Si tú no fumas?”, observó ella. Y Javier fabricó al instante otra excusa: “Voy a ver cuánto cuestan los anticuchos al otro lado”. Tras unos minutos afuera, volvió más tranquilo.

“Qué careros, una porción por 5 soles”, volvió Javier. Tomó asiento y percibió algo extraño, Lucía ya había entablado conversación con la picaronera de cabello canoso y su nieta. Tanto que estaba terminando su porción que, según dijo, fue cortesía de la señora Eulalia. La tuteó. Ordenó una porción más y demoraron en traérsela. Lucía rió. Insistió y la picaronera le dijo con voz ronca: “¡espérese joven, ¿no ve la cola?!”. “Eulalia maleducada carajo, encima que vengo a tu chingana, me tratas así”, pensó Javier. Doña Eulalia escuchó sus pensamientos, volteó y dijo: “¡Chingana será tu casa, mocoso!”. Javier volvió a su asiento muñequeado.

Ella no tomó mucha importancia del incidente con Doña Eulalia, es más, la defendió, dijo que habían hablado cuando se demoró afuera. Luego planearon una salida el fin de semana, tal vez una salida en parejas con la novia del gordo Vilela en un antro barranquino. Ella estuvo de acuerdo, con la condición de que luego la devolvería a su casa.

Decidieron pedir la cuenta, Eulalia les estaba cobrando por dos gaseosas personales que no habían pedido. Javier reclamó, Doña Eulalia le respondió: “Si no quieres pagar, anda nomás hijito”. A Javier le entró la pena y pagó el sol que injustamente le propinaron. Agarró su cosas, juró no volver más y tomó a Lucía de la mano para irse. Ella se soltó y dijo que iba al baño.

Al salir, confirmó que las mujeres de esa fonda se habían coludido contra él esa noche. La señora Eulalia, venerable anciana y aprendiz de bruja, lanzó una frase que recordaría: “Hay hombres que no nos merecen, hijita”. Lucía agradeció el gesto, “¡gracias señora!”, y nuevamente Javier quedó desencajado. Sintió que su celular vibraba, lo sacó del bolsillo pero estaba apagado.

Miércoles, 18 de agosto de 2010
Cinco amigos con media caja de cerveza conversan en un parque. Mientras unos conversan de autos, tarjetas de crédito y novias estables, dos son los que se apartan de ese mundo que sienten un poco ajeno e intercambian puntos de vista sobre las mujeres que los torturan.

–¿Qué harías tú, Jorge? –pregunta Javier–.
–Huevón, me agarro a Lucía sin pensarlo –responde Vilela–.
–Se nota que le tienes estima –responde Javier– .
–Es la mejor flaca que has encontrado, con eso te digo todo –sentenció Jorge el Gordo Vilela– .
–A ella también le caes bien –dice Javier–.
–¿En serio, por qué? –pregunta Vilela–.

Javier le cuenta que Lucía cree que él es un chico bueno. Ahondan un poco más en el tema mientras se encargan de comprar las siguientes seis cervezas. Pagan los amigos de las tarjetas de crédito.

–¿O sea que con un videíto trucho te perdonó? –pregunta de nuevo Javier en el camino–.
–Así es, se comió todo el numerito que hice –se ufana Vilela–.
–Qué se va a hacer, cuando uno es actor, es actor, mi amigo –lo animó Javier–.
–Mira, hasta me compró esta polera Rip Curl –muestra Vilela–.
–De todas maneras, ten cuidado, esa chica está destinada a destruirte –vaticinó Javier–.
–¿A qué te refieres? –se extraña Jorge, que va abriendo la segunda ronda de botellas, han vuelto con sus amigos.
–Son sus ojos, he visto como te mira y creo que sabe algo más que no te ha dicho –respondió Javier–.
–¡Fantástico!, puedo hacer una película de eso: mujeres que buscan hombres para destruirlos –dijo Vilela, poseído por el cineasta que lleva dentro–.

Voltea Nicolás, el chico que hablaba de novias estables (habiendo perdido una hace poco) que en gustos era el más parecido a ellos.

–¿De qué hablan? –preguntó Nicolás–.

Nicolás se planteaba abandonar su carrera de Administración por tocar en una banda de rock. Estaba enamorado de una niña de rasgos orientales, era dos años mayor que ella. Habían sido novios y ella lo había dejado. No dio mayor explicación, sólo se sabe que se aburrió de él, esto lo supieron sus amigos cuando Nicolás les contó a ellos que visitaba a su chinita siete veces por semana y trataba de estar a todas horas con ella. Lo peor es que él contaba todo esto con una felicidad obscena.

–Tarde o temprano te iba a dejar –sentenció el cuarto amigo que voltea–.

El quinto amigo que interviene le pide a Nicolás que deje de hablar así de ella. Que hay más mujeres en la vida de las que va a gozar y de las que se aprovechará. Que no se preocupe, que más bien chupe rápido porque necesitan el vaso. Javier le recrimina que sea tan rata, que si quiere engañarse con su chinita está en su derecho. El quinto amigo le reclama “y tú qué sabes de flacas”. Se arma una pequeña discusión.

Vilela sale a favor de Javier y el cuarto amigo a favor del quinto. La gresca verbal entra en su apogeo cuando la medianoche cae. Los secos se intercalarían con los vituperios hasta el amanecer. Los cinco se volvieron cuatro, luego tres y volvieron a ser dos. Una vez más, Javier y Jorge resistieron la llegada del final.

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Esta historia en una canción





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martes, 15 de noviembre de 2011

XII. El mundo sigue en un pie (1)

Imagen por a.l.fontes

Martes, 22 de junio de 2010
No bien unas tímidas briznas de sol traspasan las nubes, Javier marca los nueve números que lo trasportan a los oídos de Lucía. Despertarla temprano es un goce íntimo que no puede reprimir, empecinado en la creencia de querer meterse en sus sueños a través de sus orejas. Cuando despierte, guarda la esperanza de que ella se confunda y piense que fue él a quien soñó. Esta vez intentaría dejarle un recado breve y caballeroso: “hola Lucía… lo de ayer estuvo increíble”, y cortar, era el plan.  Sin sonar presumido, pero feliz y satisfecho de la cuchipanda del día anterior.

Aplastada por sus sábanas, Lucía tantea con las manos en su velador hasta encontrar su celular. Responde. Escucha. Se despiden. Lucía se queda pensando: “¿qué clase de animal es este que apenas y me da tiempo para saludarlo?, ¿a qué se refiere con increíble?, ¿cree que su frasecita trucha me joderá?, no me asustan las llamadas de madrugada”.

La frase no era buena ni mala, sólo la removió, lo suficiente para quedarse en su mente hasta la noche, cuando se encontraran, y por fin hablaran, con mayor razón se besaran, para comenzar el calvario de las parejas principiantes. Javier quería rehuir a la responsabilidad, pero allí estaba, llamándola de nuevo, para verse.

Hay aventuras que quedan en el hotel, sepultadas después de un buen (o mal) polvo, son romances furtivos que con cierta sabiduría no esperaron nada más de sí mismos. Otras aventuras, las que se preservan en el tiempo con más locura que razón por parte de uno de los implicados, quizás sean aquellas que, valientes, no se dejaron arrastrar por el orgullo o el silencio. Javier odiaba a estos últimos y Lucía a los primeros. “No soy una más de tus mujeres”, había aclarado Lucía.

El día siguiente es un tiempo demasiado pronto, un lapso corto para que la piel de Lucía recobre la dureza que perdió el día anterior al dejarse llevar por Javier. Ella pensó que se le pasaría en pocos días y olvidaría rápido el episodio, no contaba que Javier la llamaría esa mañana, todavía dentro del margen que la piel recuerda. “No volverá a pasar”, se mentía ella mientras lo besaba en el jardín, atrás de Derecho, oscuro siempre.

Después del polvo con Lucía, Javier se sentía capaz de convencer a Dios de su insignificancia. Por tanto, podría convencer a Lucía de la inconveniencia que resultaba ser su novio. Pero él mismo alimentó la ilusión de seguir saliendo, seguir siendo amigos y nada menos que eso. ¿Sería su culpa si todo salía mal? Sólo él lo sabe. Sus palabras dulces apuntaban a engatusarla.

La tarea era doble: desmarcarse de aquella Lucía cariñosa sin que ella lo mande a la mierda. No quería estar con Lucía y tampoco dejarla ir tan rápido a merced de otro, tenía que retenerla un poco más para divertirse con ella y, orgullo herido mortalmente, regalarle una buena faena en la cama, la que no pudo completar el día anterior. Como se dice popularmente, no quería poner la vela ni tan cerca que queme al santo ni tan lejos que no lo alumbre.

Buscó una segunda opinión, resolvió llamar a su amigo Jorge Vilela, tal vez él tendría la solución de tan experto que era en mujeres, de tan trajinado que era su infecto corazón.

Sábado, 10 de julio de 2010
“Ni que tuvieras los pectorales de Forlán”, lo replegó Lucía. Él atinó a mirarla sorprendido. “¡Ponte la camisa de una vez!”, terminó de desanimar a Javier que, además de molesto porque Uruguay encajaba el tercer gol en contra, miró su pecho lampiño y de repente se  dijo: “En mala hora lo dejé venir”. Alemania imponía su juego y se quedaba con el tercer puesto del mundial sudafricano.

Lucía estaba molesta por no estar con sus amigos abogados en un bar de la Plaza San Martín viendo el partido, quizás siendo abordada por un charrúa derrotado o algún germano feliz. Ella podría ser el podio de cualquiera de ellos, por lo menos para calentarlos un rato. Sólo había un impedimento: una bota de yeso recubría su pie, una lesión en el talón quizá exagerada por ella la obligaba a utilizar ese calzado reforzado.

Aquella tarde, cuando Javier apareció de improviso en su puerta, inoculó en la mente de Lucía una semilla, una acción, una actitud que la enternecería hasta fin de mes (el de ella era un cariño a plazos fijos). Ninguno de sus amigos legalistas, ni siquiera Peter, el mejor, se había preocupado en visitarla por el estado en que se encontraba. Tuvo que venir Javier y sin avisar, lo que valía más. Se alegró al verlo aunque las facciones de su rostro no lo dijeran así.

–¿Puedo firmar tu yeso? –animado, preguntó Javier–.
–Ni se te ocurra tocarlo –canceló ella–.

Lucía era una maestra de la impostación, capaz de fingir alegría en la pena y tristeza en la algarabía. Era abogada o estudiaba para serlo, lo que implicaba un poco de manejo escénico. El gesto de Javier de visitarla casi podría decir ella que alivió la migraña que la acosaba ese mediodía por la derrota de su amado Diego Forlán.

Todo fue solucionado cuando Javier dijo que darían una vuelta en el auto, anuncio que disolvió la migraña de la faz de la tarde. “¡Vamos a comer un Sevillano!”, anunció el joven amante.

Hechos-sin-fechar (I)
La brisa marina flamea el cabello de Lucía que está de espaldas a la ciudad, en el malecón del Faro, sentada sobre un muro de ladrillos compactos que lleva la huella de muchas parejas de enamorados que pasaron antes por allí y no encontraron otra manera de inmortalizar su amor que grabando los ladrillos con sus nombres juntos. “Johann y Alejandra”; “Rafael y Vanessa”; “Guimel y Luciano”; “Claudia y Stephanie” se podía leer en los adoquines escritos a arañazos de llaves o con Liquid-Paper.

Lucía cruza sus piernas con mucho cuidado y las mece suavemente. Todavía no le quitan el yeso. A sus pies florece el manto verde del malecón miraflorino, una capa de plantas salpicadas con violetas. Agudiza su mirada en el precipicio y ve a dos niños arrojar piedras al mar enfermo de la ciudad. Por la lejanía, los autos parecen estar en una competencia de Fórmula Uno. Levanta la mirada y un parapente corta el cielo con su sombra que, como las caricias de su fotógrafo, la repasan mas no la tocan. Al fondo, una solitaria cruz encendiéndose bajo la tarde que viene cayendo le recuerda que quiere ir a La Herradura donde un hombre en traje marrón escenifica saltos al vacío con magistral arte marino y poco miedo a la muerte.

–¿Vamos al Salto del Fraile? –ella lo mira–.
–No voltees, Lucia. Mira al horizonte un momento más, por favor –pide el fotógrafo–.
–Demoras demasiado para una foto.
–Estoy tomando varias para que luego elijas.
–Tómala rápido, me aburro –el viento miraflorino le enrostra los finos hilos de su cabello azabache–.
–Salvaje y hermosa –pronuncia el fotógrafo en voz baja y gatilla por penúltima vez–.

La gente pasa y el fotógrafo demora más. Le pide que no toque sus cabellos, que lo que busca es el desorden. Luego se acerca y se arrodilla, a las cinco de la tarde la luz no es la misma. Ahora sí le pide que voltee y un último respiro del sol produce el contraluz suficiente para esconder en las sombras el rostro felino y misterioso de Lucía.

La sesión de fotos ha terminado, Lucía baja a la vereda, el fotógrafo la ayuda. La bota de yeso en su pierna izquierda sigue impoluta, sin garabatos. Nadie visita a Lucía en su lecho de yeso, el invierno es asesino y ella sólo tiene un pie para huir de él.

Imagen por Carolina del Canto

Martes, 27 de julio de 2010
La salida con Jorge Vilela y su novia no pudo plasmarse el fin de semana que pasó. Él había terminado con Pilar Carreño y ocupaba sus horas en reconquistarla. Javier le había contado a Lucía sobre Vilela, advirtiéndole que un día Vilela trataría de seducirla en una fiesta de la universidad. “Dile que fue un baboso con ella, pero le deseo suerte”, le dijo Lucía a Javier. El gordo Vilela terminaba con sus chicas por sus ataques de celos: desconfiaba hasta de las flores que su novia olía al caminar.

Javier la buscó en auto, pero no fueron a ninguna fiesta ya que Lucía estaba obligada a reposar en casa. Contrariando las indicaciones del doctor, fueron al malecón de Saenz Peña, una calle simpática de Barranco que alberga tres centros culturales en una sola cuadra. Era casi la medianoche y se estacionaron cerca al malecón sin salir del auto, ya les había pasado que los vagabundos se acercaban a pedirles dinero (a él, Lucía nunca pagaba nada, se daba su lugar, como toda una dama bien entrenada).

Javier cortaba sus frases dulces con impertinencias amargas que ejecutaba con un talento y espontaneidad naturales. Por ejemplo, Lucía se molestaba cuando Javier la celaba con cualquier hijo de vecino que le hablara en la universidad, pensaba siempre que ellos querían mucho más con ella y por eso le hablaban. Le molestaba que Lucía fuera tan ingenua para dejarse llevar por el discurso y la pompa de los gileritos monces de Derecho.

Lucía todavía soportaba los celos de ese extraño chico que poco a poco iba convirtiéndose en su chico, realidad que no quería aceptar. Le recordaba a Ringo, su primer novio. Más allá de sus facciones parecidas, la actitud calmada y prosaica con que decía las cosas, la manera en que se tomaba su tiempo para contar los detalles del último libro que estaba leyendo o alguna banalidad cósmica, la divertía sobremanera y le recordaba a ese tipo con nombre de baterista legendario. De cualquier forma, no los confundía.

Sus celos también le recordaban a Tiger, quien siempre fue un hombre tranquilo pero se creía el amo y dominador de lo más cercano que tenía. Desde su madre hasta sus libros, pasando por Lucía, de quien se cansó un día, y terminó por la vía rápida del mail. Cada chico que se le acercaba se ganaba las sospechas de Tiger. Pensaba que se acercaban a ella sólo para invitarla a salir y, por qué no, para acostarse con ella. Lucía le negó siempre a Tiger que ella tuviera la culpa, y ahora volvía a negarle lo mismo a Javier, quien apoyaba la teoría de Tiger. “¿Te das cuenta de lo que me estás diciendo?”, lamentaba Lucía.

Javier le decía que se había enamorado de la heroína de la trilogía de Stieg Larsson. Trataba de convencerla con un lenguaje embelesado que Lisbeth Salander y ella, Lucía Castello, eran la misma persona porque sentía en ambas el mismo viento helado y combativo contra las realidades que les había tocado presenciar, el machismo sueco de Lisbeth y la injusticia limeña de Lucía, adversidades que hermanaba la eternidad de cada una en un libro que nadie se animaba a escribir. De eso se lamentaba, de que no hubiera otro buen escritor como Larsson que introdujera esa historia en, calculaba, poco más de cien páginas, mediocre tamaño para ser el primer libro de un escritor joven. “¡Quiero escribir una novela que hable de ti, Lucía!”, le anunció entonces.

–No te creo.
–Ya lo verás.
–¿Yo que tengo de interesante? –preguntó Lucía–.
–Tú no te puedes desligar de tu pasado, Lucía. Me atrevería a decir que poco a poco él volverá a ti, no te va a dejar tan fácil, y tendrás que eliminarme de tus días si quieres continuar.
–Qué te ha picado, ¿en qué te basas para decirme eso?
–En nada, en tu mirada quizás, en la manera como me besas y no te dejas besar.
–No entiendo, un beso es un beso.
–Te equivocas, los tuyos no se conquistan fácilmente, no para mí al menos, es un lugar al que llego después de mucho labrar debajo de tu oreja.
–Lo siento, no confío en ti. Lo sabes.
–No confías en mí o quizás, como te digo, no confías en tu pasado.
–A veces llegas a desesperarme, no entiendo porqué termino haciendo estas cosas contigo.
–Por eso no es buena idea pedirte nada, los recuerdos que tenga contigo me los voy a ganar.
–¿Qué te hace pensar que te voy a recordar? –preguntó Lucía. Javier le apretó los brazos–.
–¡Auch, tarado!

Se besaron. Lucía lo detuvo, “de verdad me pierdes si escribes ese libro”, le dijo y Javier no contestó. Sabía que ya la había perdido. En medio de la calentura de la noche le dijo que le gustaban otras chicas y no solamente ella. Que le gustaría ser novios, pero ahora era imposible para él. Que existían muchas chicas interesantes para enredarse con una sola.

Si le decía esas cosas era para hacerse, felino que cae parado, el interesante en el asunto. “Perdiste la luna por contar las estrellas”, Vilela le enrostró una vez. Javier nunca estuvo totalmente al tanto que su estrategia enfurecía más a Lucía, que pronto se cansaría de jugar. Se fueron agitando, cada vez perdían más el control, la noción de la calle, la vista pública, las ventanas estaban empañadas ayudaban pero tampoco eran polarizadas.  Podían ser delatados ante Serenazgo por cualquier vecino, gracias a Dios, el barranquino promedio tolera esos arranques de arrechura y más bien los considera bohemios.

Él quiso incrustarle su erección en la cara, y ella lo pensó, lo dudó, saboreó en su mente. Lucía hacía cualquier cosa menos chuparla. Estuvo a punto de caer por sus ganas casi incontenibles de morder un pedazo de carne humana y latente. Javier no lo lograría tampoco esta vez, sólo la sentó a horcajadas, y la empezó a mover, seguía con sus prendas intactas. Era sexo con ropa y Lucía estaba mojada, se acercaba cada vez más por el camino de sus deseos. Ponía también de su parte, se movía, rozaba sus ganas contra el ímpetu de Javier. Pensó que era tarde para retroceder, ya había empezado a pronunciar las dos palabras, las letras ganaban sonido sin hacer ruido. Como un pequeño respiro, se logró escuchar el sello que probaba la mortalidad de Lucía: “te amo”, se escuchó decir, se vio caer, en un abismo, Lucía.


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Este blog estuvo en la "clase maestra" de Jorge Drexler, quería compartir un extracto de ella a modo de anuncio del regreso de los videos producidos por esta casa. El uruguayo habla rimando.




La segunda parte del post la publico en lo que queda de la semana. Gracias por leer. Suerte.
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martes, 8 de noviembre de 2011

Crónica de un amor no anunciado



Mi mente todo el tiempo recrea historias en mi cabeza. Las enreda, las dibuja, las maquilla y complica. Inventa situaciones que debieron ser y no fueron. De las que hice y no debí. De las que existieron y las que pensé que nunca sucederían. Esto me ha llevado a imaginar un mundo alterno que tiene como protagonistas a las personas que me rodean. Siempre creí en esa filosofía de vida, siempre. Hasta que llegó ella para cambiarlo todo.

Ella está dormida. Acurrucada muy cerca de mí. Su mejilla derecha reposa en una almohada blanca que se pierde en ella. Sus ojos están cerrados de forma risueña y tierna. Su cabello castaño oscuro coquetea con sus pequeños hombros. Sus delgados labios están ligeramente inmóviles por el sueño. Y yo me detengo a observar el tatuaje de estrellas que posee en el hombro izquierdo y ese travieso collar de pecas que adornan su pecho.

Escucho su respiración lenta y pausada. Trato de no moverme para contemplarla así, desnuda, eterna. Me muevo sutilmente tratando de no despertarla con el pequeño ruido que hacen las tablas al moverme. Es un instante perfecto.

Ella era una desconocida con nombre dos o tres meses atrás. Era simplemente una estudiante como yo que tenía algunos cursos pendientes y un par de historias por protagonizar.

Yo atravesaba una de esas etapas “alpinchistas” por las que todos pasamos. Me jodían mis amigos, me molestaba mi familia y me irritaban mis compañeros y mi horario de clases. Mi novia había terminado conmigo. Por si fuera poco una vieja amiga se había enamorado de mí y yo que seguía enamorado de una chica que sólo sabía jugar. Por donde se me mire estaba encerrado.

Cuando estaba con los brazos abajo, sin ánimos ni fuerzas ni ganas de conocer a alguien apareció ella.

No fue hasta la tercera clase de “Dirección de actores” que me percaté de su existencia, qué habrá pasado por mi cabeza para omitir tan deslumbrante belleza. Quizás estaba concentrado en terminar los primeros trabajos, presentar exposiciones y juntarme con algunos compañeros para crear grupos de estudio.

Al tercer día, mientras estaba sentado a un lado de todos, casi como ella, sacando mis dilemas mentales de mi cabeza con mis compañeros: el niño, la hueca, el despistado, la fácil, el conflictivo, el amigo del indiferente. De pronto, mi mirada se fijó en ella. Era absolutamente hermosa. Era demasiado linda e inteligente que sabía que estaba fuera de mi alcance como para la mayoría de mis compañeros del salón que también la deseaban en silencio.

Era cuestión de esperar una oportunidad. Tener algo inteligente con que iniciar una conversación. Quizás algo referente a las obras que tenía que leer y poner en escena, pensé mientras fumaba el cigarro que mi amigo me había invitado. De pronto me sorprendía a mí mismo practicando un guión imaginario de las cosas que le iba a decir y las nuevas preguntas que se abrirán paso entre sus respuestas.

En menos de dos clases pasamos de Otelo a Hamlet, de Hamlet a Romeo y Julieta, era difícil seguir el ritmo impuesto por el profesor. Así con algo más de confianza después de clases mientras ella fumaba un Marlboro, la abordé con una sonrisa estúpida. “¿Quieres ensayar conmigo?”, disparé, quizás fue demasiado tonto y desesperado, pero mi sorpresa fue extraña cuando ella me dijo de forma emocionada que sí.

Las horas pasaron tan rápido que se convirtieron en semanas y meses de conversaciones y risas mutuas. Señales que no me atrevía a interpretar como hubiera hecho con cualquier otra chica de la clase. Ella pasaba de ser una dulce campesina a una princesa desalmada. Siempre improvisada, siempre con una desencajada carcajada después de cada comentario. Yo la observaba entusiasmado, y eso me hacía un chico de pocas palabras.

Le conté mis desafortunados tropiezos amorosos y de no estar preparado para enrumbarse en una nueva historia de amor, por los próximos seis meses, y ella me contó algunas anécdotas graciosas, pintorescas y personales. Mientras más inalcanzable pensaba que era más cerca la llegué a tener.

El día de estreno de la obra, mientras todos repasaban sus diálogos repetidas veces, yo me encargaba de la iluminación. Debe ser porque mis dotes artísticos no convencieron nunca al profesor, compañeros ni a mí mismo, sin embargo, ella siempre tuvo una extraña fe que me daba confianza a seguir. Por lo pronto me esmeraba en iluminar la bella faz de su rostro.

La obra duró dos funciones en el Peruano-japonés , no pude acercarme a ella, no pude hablarle, mi función de utilero me lo impedía, cada vez que estaba cerca siempre sucedía algo para impedirlo.

Después de la apoteósica actuación de clausura tomé la iniciativa de invitarla a un bar. Sin pensar que todos los compañeros de la función irían con nosotros, durante aquella noche de copas pude ver una nueva faceta en ella. Era ella y el vino o mi cabeza puesta en vilo. Ya no era la chica distante de los primeros días, ahora reía y bailaba con todos y todos nos embriagábamos de esa personalidad arrolladora que le dieron las copas de vinos que ella tomó.

Luego de extenuantes bailes, coreografías improvisadas, nos quedamos solos. Conversamos casi toda la noche, de ser el chico que aborda pasé a ser el abordado. Cuando la madrugada se apoderaba del lugar, y ella no quería irse, supe que era momento de besarla, yo estaba nervioso, ella no.

La miré a los ojos. No dije ni una palabra, me acerqué con cautela y seguridad. Hasta que en mi afán de besarla derramé la mitad de un vino que había en la mesa, sobre sus leggins negras y converses del mismo color. Nunca el color negro volverá a verse alegre como encima de sus formas esculpidas por una mezcla del cielo y el infierno.

Ella rió por algunos segundos eternos mientras yo me disculpaba con cierto temor. Creí que todo estaba perdido, no tenía esperanzas. Me levanté de la silla, tomé mi casaca marrón y traté de irme, ella me detuvo con la mano derecha, se paró delante de mí y me besó, me besó como nunca lo había hecho antes, con una pasión que era propia de una novela. Por un instante me sentí el Romero que no pude interpretar y ella la eterna Julieta.

En medio del beso, me acordé de tantas personas que no podía creer lo que estaba pasando. Quería que me tomasen una foto para que todos mis amigos del barrio la vean. Que pasaron por ahí todos esos babosos del colegio más prestigioso de Breña. Quería que todas esas mujeres que me habían choteado se dieran una vuelta por aquel bar. Pero nada de eso pasó. Sólo eramos ella y yo besándonos lo que duró la canción entera de Morrisey.

Ella despertó un día del sueño y terminó todo. A veces pienso que nada de lo que sucedió fue real. O tal vez bajé la guardia aquella noche en la que me volví tan alcanzable cuando me besó, en vez de besarla primero, quizás se aburrió de mí.

 Pero cuando acepté que ya no podía tener nada con ella, corté todo de raíz. Era quizás tener el recuerdo de una mujer bella que un mal momento con una chica inolvidable, sopesé esas dos situaciones en la balanza. Por una extraña razón cuando sientes que tu historia ha terminado, siempre aparecerán ellas irrumpiendo en escena como un huracán que lleva sus nombres.

Siempre coronaba mis noches con una llamada suya y la siguientes no me contestaba el celular. Luego se ponía celosa y no me quería hablar. Un viejo amigo, al cual le cuento la mitad de cosas que no escribo, me dijo, “así son las actrices”. Entonces entendí que todas las mujeres lo eran. Creando siempre comedias, tragedias y dramas en el centro de nuestras vidas. Es gracioso cómo pasamos de ser víctimas a villanos en segundos o por frases no esclarecidas del todo.

Ahora, un par de meses después cuando mi amigo me preguntó si era cierto todo lo que le conté de ella alguna vez, yo lo miro, disfruto el momento y no respondo.

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Esta historia en una canción