lunes, 30 de julio de 2012

La chica que choca


Imagen por José Mariños

– ¡Tú, échale bloqueador a Viviana! ––me ordena Gabriela––.

Despacio y sin prisa, rozando la indiferencia, sin intentar caer bien, esparzo el bloqueador en la espalda de Viviana. Retiro sus cabellos largos y tomo mis precauciones. Si me mira, miro al mar. O miro a Gabriela, que sus curvas me marean. En ese momento, nadie quería hacerle daño a nadie. Veraneábamos como buenos amigos y/o futuros colegas.

No estamos solos, también está Pietro contando los granos de arena de Punta Negra. Él nos trajo en su auto deportivo: un Célica moderno, fina cortesía de su padre. cualquier chica quisiera ser levantada en su tiburón plateado de dos puertas y 140 caballos de fuerza. No me extrañaría que Viviana también haya pagado peaje; con la excusa de enseñarle a manejar para tramitar su brevete, Viviana y Pietro han paseado muchas veces en la Costa Verde, al caer el atardecer. Su gusto por la explosión de las olas se confirmó en la fiesta de año nuevo, cuando un malicioso amigo corrió el rumor de que ellos bajaron a la playa y convirtieron en sábanas la arena. Ella no quiere que nadie sepa que salen, le ha pedido a ‘Pietrini’ (como le dice de cariño) que guarde el secreto. Como él no piensa engancharse con nadie (o tal vez con todas), no le molesta la jugarreta.

Sin embargo, nadie podrá decir que Viviana es fría y calculadora. Simplemente, no sabe que puede serlo. Yo fui testigo de un asesinato, cuando Viviana mató a Viviana, bebió su propia sangre y tomó su cuerpo prestado para siempre.

Ella es pura e inmaculada, un pan de dios, se baña en perfumes de jazmín, las paredes de su cuarto son rosadas y cada semana asiste a las reuniones de “Jóvenes por el futuro” para purificar su alma transparente en una iglesia cristiana de Lince. Tiene que pagar cinco soles por misa recibida, pero no importa pagar para estar con dios. A cambio, la Palabra se hace más divertida y amena, con juegos y cantos, diferente a las demás misas en Lima donde sólo habla el sacerdote como un loro malogrado.

Es mejor dejar a Viviana y Pietro a solas. Gabriela y yo vamos a arriba a buscar los servicios, le dieron ganas de hacer pila. Vamos rápido damos saltos en la arena, cada pedazo de sombra es una isla cuando el sol achicharra. Gabriela es una morocha hermosa y sus bráquets no destaja nada de su belleza. Tiene un cuerpo envidiable, producto de la práctica de la danza contemporánea desde la secundaria. Es la más bonita de la promoción, le dije cuando estaba borracho en año nuevo y los borrachos decimos la verdad. Yo me alegro de subir junto a ella las escaleras, voltear y mirar hacia abajo a las pocas personas de la playa que parecen hormigas hervidas por la arena.

Gabriela me habla de sus amores. No lo sabe, pero cuando Viviana asesine a Viviana, Gabriela tendrá nuevo novio. El anterior, Christian Birjkoff , un neoyorkino que conoció en la Universidad de Miami, se ha portado mal. Ya no soporta sus manías, sus arranques de locura. Una vez, en el calor de una discusión, él sacó un revolver (que en Estados Unidos es legal portar armas) y le apuntó. Luego dijo que era una broma y, truculento, le mostró la cacerina vacía.

Gabriela me ha confesado la edad y el país donde perdió la virginidad. Fue con Christian, me dijo antes de llegar a un club equis donde no quisieron prestarle baño.

–Parece que no hay baño ––le digo––.
–No te preocupes ––dijo ella y se dirigió a los porteros del club––. Buenas, señores.
–Buenas tardes, niña ––responden––.
–Un favor, ¿me podrían prestar su baño?
–No tenemos, niña.
– ¿De verdad?
–Sí, Gaby, aquí no hay ––recalqué––.
–Tienes que ir más arriba. Una buena caminata te vas a meter ––dijeron––.

Di unos pasos para irnos. Le dije a Gabriela para emprender la retirada, tal vez Pietro nos podría prestar su auto para ir “más arriba”. Gabriela lagrimeó un poco, se hacía la pila y no podía contenerse.

– ¿Y cuando quieren hacer sus necesidades a dónde van? ––arrojó––.

A los señores no les quedó otra que prestarle su baño. Yo me quedé esperándola, sin saber los malabares que hacen las mujeres para orinar en baños extraños. Gabriela me contó que hacen esfuerzos sobrehumanos para no tocar la tapa del wáter y se paran de puntillas para no mojarse con el agua empozada, estiran ambos brazos hacia la pared para ayudarse. Por eso me cae bien Gabriela, no tiene miedo de hablar de las cosas incómodas. Al contrario del común de las mujeres, no se queja de los chicos que se transforman en bestias a la hora de la cena, cuando ven un plato, un tenedor y un cuchillo. Esos son los machos que le gustan, “los que comen como camioneros”, dice ella. Me siento identificado y anhelo en secreto una aventura con Gabriela antes de volver a Lima.

Al volver a la playa, observamos un tumulto y apuramos el paso: un cadáver está varado en la orilla. Es el ahogado más escamoso del mundo, pero según los cuchicheos de los policías que me esforcé en recabar, se trata del argentino desaparecido catorce días antes, en las celebraciones de año nuevo. Pietro participaba en las labores de rescate junto a unos pescadores que pasaban por ahí luego de que una bañista avistara el cuerpo flotando en el mar y pegara el grito de alarma.

*******

Las redacciones policiales pararon. Habían seguido de cerca el caso del ahogado de Punta Negra. Los primeros indicios apuntaban a la novia peruana con la que convivía más de tres años en Mendoza, Argentina. Con la aparición del cuerpo y realizada la autopsia de ley, que mi compañera Nancy consiguió para ‘El Chirrión’, se confirmaba el ahogamiento por haber entrado borracho al mar a celebrar con el infinito la llegada del 2011. Me disponía a escribir la nota cuando recibí la llamada de Viviana Dallas.

– ¿Qué haces? ––preguntó de entrada––.
–Hola, redacto la nota del argentino.
– ¿Cuál argentino?
–El que se ahogó ayer, ¿no te acuerdas?
–Ah sí, no sabía que era argentino. Bueno, tú eres el periodista.
– ¡Tú también!
–Yo sigo en sexto ciclo, papito.
–No hacen falta estudios para ser periodista.
–Bueno, si tú lo dices. ¿Qué me vas a regalar por mi cumpleaños?
– ¿Cuándo es?
–El martes de la otra semana, mongo.
–Chambeo ese día y tu casa queda muy lejos, pero trataré de ir.
–Tienes que venir con ‘Pietrini’ y Gabriela  y quiero pedirte un favor.
–Dime.
–Quiero que me enseñes a manejar para poder sacar mi licencia de conducir.

Cuando alguien me pide que le enseñe a manejar, aflora en mí el profesor que llevo dentro. No es por echarme flores pero he sido profesor de cuatro amigos en el barrio que tienen mi escuela para manejar, estacionar y evadir multas. Fue una época en que a todos nos dio por sacar brevete y ser los reyes de las curvas. Cada uno con el auto de su viejo, íbamos al Campo de Marte a hacer piques de noche y la cerrábamos con unas chelas heladas.

Nunca le había enseñado a una mujer. “Y ahora tú serás mi experimento”, le dije a Viviana cuando buscábamos su auto en el estacionamiento de Tottus. Ella me dio las llaves de una Van familiar que utilizaba para transportar mercadería del negocio de sus padres que ella heredará pronto. Yo pensaba “cómo carajos se supone que aprenderás a manejar en esta ballena”. Salimos del estacionamiento, subí por Moquegua y busqué un giro a la derecha. No podía, con tremendo auto era imposible voltear en las calles angostas y viejas. Llegamos hasta la Abancay y enrumbamos por Grau para tomar la Vía Expresa y llegar al malecón.

Ahora todo es más claro, las clases eran una excusa para flirtear. Primero dejé que ella hablara de sus sueños y actividades que ocupaban sus vacaciones. Era feliz en sus clases de danza y triste en la oficina de la empresa familiar. Para contentarla, su madre le decía que le compraría un auto. Algunos domingos aburridos, fueron al Jockey Plaza a ver autos en venta, elegían el más bonito y le prometía que apenas saliera la venta del material quirúrgico a los chinos comprarían el auto. Para pagar al contado, hijita, prometía la señora.

De pronto, en el semáforo de República y Grau, aproveché para soltar mi primer tip: el que duda pierde. Los choques en Lima no se produces por pisar el acelerador, si no por soltarlo, cuando un conductor deja de creer que puede avanzar, genera incertidumbre en los demás. Esas fábulas de las abuelas que siempre hay uno más loco que tú al volante son mentiras, no las creas, si no te detienes nunca chocarás. A lo mucho te chocarán a ti, pero ya no será tu culpa.

Poco a poco, el auto se rendí a mis quimbas. Lo controlaba mejor. Estacionábamos un rato en un Chifa para almorzar. Viviana Dallas me alimentó en gratitud a la clase que vendría. No pude evitar preguntarle su pasado. Como quien pone el cambio de Retroceso, ella volvió a los 14 años, cuando salía con un hombre diez años mayor. Yo escuchaba la historia y con cierto morbo pregunté si este hombre invisible había ejercido las exigencias naturales de todo muchacho de su edad. Ella dijo que no y yo no tenía por qué no creerle. Lo veía a escondidas luego de las clases del Icpna, donde lo conoció y fue conquistada por él. “Era un chibolero”, dijo. No quiso contar cómo terminaron, yo apuesto que el chibolero extendía sus tentáculos a otras menores de edad. Acabamos el almuerzo y partimos.

Al llegar al cruce de Salaverry con Javier Prado, interrumpí a Viviana y aproveché para un segundo tip. En lima nunca chocas, a ti te chocan, dije mirando a la rubia en ropa deportiva que corría por la ciclo-vía. Eso es básico, Viviana, la barajé. Prepárate para lidiar con conductores mañosos, sinvergüenzas y borrachos, en ese orden. Cuando más tranquila estés, no sé, al volver de la universidad o del trabajo, alguna de esas especies de conductores embestirá tu auto, te hará añicos la carrocería y se irá sin que puedas pedir explicaciones.

Basta de tips, era el momento de la verdad. Ya sentiste cómo manejé el auto, ahora te toca a ti, le dije. Pietro le había enseñado bien las técnicas básicas del avance, el retroceso y a manipular la caja de cambios con pericia regular. Sólo olvidó dos lecciones, tal vez por apresurado y por querer montársela, Pietro no aleccionó a Dallas en las cosas que un viejo instructor de Chorrillos me dijo a mí; las “paralelas” y la respiración.

Para cuadrar en “paralelas” hay que saber sacar la hipotenusa de un triángulo. Es una técnica chorrillana para guardar el auto en un cajoncito, útil cuando vas a la playa de noche y no hay dónde parquear porque los espacios están llenos de parejas en autos y debes recurrir a las paralelas.

La respiración también es útil para el mismo caso. Respira en tres tiempos: inhala, contén, exhala. Cuando hayas encontrado la armonía, toma la llave y enciende el motor, le dije. Practícalo en soledad hasta que coordines bien la motricidad de tus movimientos y puedas acelerar tú sola. Mi idea es que manejes como bailas, alegre de hacerlo porque sólo si estás alegre podrás resistir el tráfico limeño y llegar al final del infierno. Ahora, Viviana, conduce.

*******

Muy bien cobijados en el auto, dos amantes propendían sus caricias a terrenos corruptos. El tipo, con pinta de gerente que lucía la cabeza despoblada, y la dama, con pinta de ser su secretaria más traviesa de uñas largas. Él tenía una familia y ella buscaba su fortuna, eran claramente amantes y vivían en la tranquilidad del pecado. Entre mordiscones y arrumacos, confundían sus cuerpos con el aire acondicionado en un auto del año y bajo el sol del mediodía de San Isidro cuando se vieron sorprendidos por un golpe nimio y seco.

– ¡Carajo, Viviana, qué has hecho! ––exclamé––.

No sabía lo que había hecho, pero yo sí. Bautizó un Toyota Camry del año, su dueño debía estar furioso, era su primer choque. Lo vi desde mi ventana: fue pescado en un momento incómodo, estaba noqueado por la sorpresa, aturdido por tantas lamidas. Sospeché desde el principio que un empresario vestido como estaba a las doce del mediodía en un parque caleta no podía otra cosa que estar trampeando a expensas de todo el barrio de la Pera del amor. El cuadro era ridículo, si yo fuera empresario y tramposín, llevaría a mi secretaria a un hotel y no viviría nuevamente la fantasía adolescente de los parques. Confirmé la teoría al ver a la dama implicada. No es por ser prejuicioso pero hay estereotipos de amantes limeñas y apuesto que ella era una.

El empresario bajó del auto y se acerco a la ventana a de Viviana. Decidí esperar a que la carajeara para arremeter sin culpas con los cabos que até en mi mente de la teoría del empresario infiel. Pero sus primeras palabras delataron nobleza.

–Buenos días, señorita ––dijo––. Me llamo Tony Chávez y quisiera saber cómo vamos a resolver esto.

¿Era un mentiroso entrenado?, ¿no quería ser descubierto y quería resolverlo todo con la más estricta reserva del caso? Le pidió documentos a Viviana, sus 19 años eran evidentes. Yo le dije que no le diera nada y bajé del auto para conversar con el señor. Viviana también bajó para ver su obra de arte. El guarda-fango había sido raspado, pensé apelar a la vieja técnica taxista  (“¡ese rasguño ya estaba ahí!”), pero no lo hice. Legalmente teníamos las de perder. Vivivana no tenía brevete; la ley sólo permite un conductor sin brevete toda vez que el propietario del auto vaya de copiloto, y yo era el copiloto pero no el propietario (¿pero aspiraba a serlo, no?). Tenía que salvarla de algún modo.

El señor Tony quiso que le pagara la deuda allí mismo. La garantía le permitía repararlo en el taller de Toyota. Le dije a Viviana que saldría más caro que un semestre de la universidad. Ella no se puso nerviosa y le preguntó al señor por el número que haría su felicidad. Viviana estuvo a punto de abrir la billetera, confiaba en que los 600 soles que tenía de efectivo le alcanzaran para remediar el daño. En ese momento, sentimos el flash de la cámara de la secretaria traviesa. La dama decía “quietecitos, no se muevan” y tomaba las fotos como quien nos apunta con un arma.

Me sentí como un criminal. Le dije al señor que ir a Toyota era imposible. Utilicé la vieja treta de todo estudiante universitario para no pagar una deuda. “Somos estudiantes, señor Tony, comprenda”. (Funciona para coimas). Le mostramos el carnet pero nunca se lo dimos. Como último tip para Viviana, le dije que entregar su identidad a cualquiera era renunciar al anonimato. El señor menguó en su idea y nos dio una salida.

–Vamos al concesionario de Volkswagen, ahí les saldrá más barato ––dijo––. Comprendo su situación, mi hijo también está en la universidad, si le pasa lo mismo que a ustedes, me gustaría que lo tratasen igual.

El señor Chávez mostró una carta más. Poco a poco lo íbamos conociendo. Su amante sí era una ladilla. Felizmente se bajó en una de las calles de la avenida La Paz, camino al concesionario. Lo seguimos al taller de la Volkswagen que estaba cerca de allí.

–Tremenda vueltaza que damos para dejar a la amante ––le dije a Viviana––.
– ¡No hables así!, seguro no tiene esposa.
–Ese tío no juega derecho… ¿Y a quien llamas?
–A Aurelio, mi padrino.

El padrino de Dallas era el salvavidas de siempre, quien la recogía de las fiestas y las amanecidas que pasaba la ahijada, ahora pagaría la cuenta. Una vez en el concesionario de Volkswagen, me presentó a su padrino Aurelio (35), que me culpó con la mirada por ser un mal instructor. Él estaba a pocos meses de casarse, lo que le daba celos a Viviana porque él jugaba con ella cuando era niña (que a veces ella quería seguir siéndolo), lo que explica un poco su gusto por los hombres mayores.

El daño costó cuatro dígitos y en soles. Aurelio pagó sin desdibujar su sonrisa de dentista. Fue la clase de manejo más cara que nadie me pagó.

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Esta historia en una canción



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Aviso parroquial: Voten por el blog amigo "Operación Fishland" en la categoría de Arte y Cultura del concurso #20BlogsPeruanos. Hace poco convirtieron su blog en una revista con la no fácil tarea de demostrarle al mundo que Chimbote es una tierra hospitalaria. Vale decir que Juan Antonio, su director, es mi amigo y Pluma Invitada Ganadora del 2010. Denle click a este enlace

domingo, 22 de julio de 2012

El regreso de la diosa ambarina

Imagen por Nisha Marie Photography

Joplin susurra a mis oídos mientras estoy parado esperando que llegue. Para hacer tiempo, fumo otro cigarrillo en menos de diez minutos. Muevo el pie izquierdo, me rasco la cabeza, me muero una uña. Pero que lento pasa eltiempo cuando uno espera. Cuando uno espera por ella. Los nervios y mis tics más agudos se hacen presentes. Miro, guardo, y vuelvo a ver la hora. Mi mirada apunta a la esquina donde ella puede aparecer, si es que aparece.

Me ajusto los tenis antes de marcharme. Parece que no vendrá. Me siento un tonto, algo más que de costumbre; más aun por haber llegado temprano, por esperar y por dejar que me deje plantado. Miro por última vez hacia la esquina y no hay nadie. Empiezo mi marcha hacia el lado opuesto del camino del que ella vendría.

Me tomo la cara y respiro en mis manos. Mis piernas retumban sin parar contra el suelo. Mi nombre viaja a través del viento. Giro la mitad del cuerpo, impulsado por una voz de sirena. Es ella que aparece en una esquina. Es ella que mira a todos lados, como extraviada y apurada. Con pasos cortos pero rápidos a diferencia de los míos que son largos y más lentos.

Ella está con un polo sin mangas, sus jeans ajustados, muy ajustados y una extraña carterita con cientos de colores fosforescentes, unas tenis blancas con líneas de arcoíris y está cubierta de elaborado poncho rojo que le sirve de abrigo. Tiene el cabello corto pero aun así sus crespos armonizan con su rostro y la embelesan a tal punto de quedarme sin palabras.

Seis meses después y está a menos de siete pasos .es tan distinta a la chica que se fue, aunque en el fondo sé que sigue siendo la misma que mando a la porra a su padre, los estudios, la ciudad y a mí. Ella está delante de mí. Me detengo, no sé si abrazarla o darle un pequeño beso en la mejilla; sin embargo, antes de que pueda reaccionar me encuentro entre sus brazos, me abraza y la abrazo. Nos abrazamos con tanta fuerza y con tanta ternura que escuchamos levemente el latido de nuestros corazones. Es un instante eterno.

Ahora caminamos en silencio. Aunque millares de palabras revolotean en mi cabeza, no sé qué decir o por dónde empezar. Aun me cuesta un poco creer que ella está conmigo caminando por nuestras calles. Quizás soy tan solo un niño asustado delante de una mujer que me intimida, me atrae y quisiera amar contra la pared. Pero me contengo y le regalo pequeñas sonrisas. Hasta llegar a unos pequeños columpios de un parque.

–No puedo creer que aun lo conserves, me dice ella sorprendida.
–¿Qué cosa?
–La pulsera de tela que te hice en la mano izquierda. Vaya, lo había olvidado.
–es curioso, yo nunca me olvidé de ti.
–Basta, no es momento para que te pongas cursi. Risas.
–No, no me pongo cursi, simplemente es la verdad. De cuando en cuando entro a tu pagina de Facebook y miro las fotos que te tomabas en todo el país.
–Sí, ya me conoces, he estado por aquí y por allá. Moviéndome de un lado a otro. Pero no sabes lo que es Pucallpa, Iquitos y Brasil.
– ¿Brasil?
–Sí, llegué hasta allá. Lo mejor de esos días fue la caipirinha. Risas.
–Sí, de eso estoy seguro.
– ¿Y ya te olvidaste de Malena?
–Bueno, me costó mucho trabajo, además tiene novio. Aunque nos hemos cruzado un par de veces en el Partido Socialista.
– ¿Partido Socialista? Cuidado que te laven la cabeza, niño. No quiero que te pase algo por estar metido en política.
–Casi todos piensan eso, pero el Partido Socialista, no es más que el nombre de un antro del Centro de Lima. Es todo.
– ¿Qué más vas a hacer más tarde?
–Aun no sé. ¿Por?
–Quiero que me acompañes al Maria Reich. ¿Quieres ir?
–Bueno, está bien, pero antes déjame invitarte algo, ¿vamos por un café?
–Me gustaría la verdad, pero no tomé café. Qué te parece una ensalada de fruta.

Por un instante todo fue como en los viejos tiempos, caminando con ella, cuando éramos inseparables. Siempre hablando cosas sin sentido y riéndonos de los disparates del otro; no obstante, sabíamos que algo era distinto y diferente. No quería que las horas transcurrieran, no quería que caiga la noche en la ciudad, pues tendría que despedirme de ella.

Intente inmortalizar nuestros recuerdos en algunas fotografías mientras ella las evitaba. Sólo le robe una sola sonrisa en una fotografía. Pagué la cuenta y ella propuso caminar.

– ¿Cuánto tiempo más te quedas en la ciudad? Sabía que la respuesta no iba a ser la que yo quería escuchar.
–Dos días más, me voy el martes.
–Pero así, tan de prisa. Como si nada. Qué tiene de malo Lima, y la ciudad. Bueno yo sé que no es la mejor ciudad del mundo, pero es nuestra.
–Tranquilo, muchacho. A mí también me gustaría quedarme aquí pero no puedo, entiende.
–Es que, es que me preocupo por ti, ¿sabes? Me importas.
–Lo sé, lo sé, tú también. pero Lima no es para mí, el problema no es Lima, ni el Perú, el problema es el tiempo.
– ¿El tiempo?
–Sí, verás, no soy de este tiempo. Donde todo ocurre tan rápido y sin tapujos. Todo está al alcance de un click. Y el mundo se ha olvidado del mundo, de lo que somos y la conexión con la Tierra.
–Sí, tienes razón pero no puedes estar toda la vida así, viajando de aquí por allá sin tener un lugar fijo donde pasar la noche, o qué comer ni bañarte.
–Tranquilo, muchacho. Yo sé cuidarme sola. No tienes por qué preocuparte.
–Dentro de poco voy a graduarme, bueno íbamos a graduarnos juntos. Conseguiré un buen empleo y te pediré que te quedes aquí y te cases conmigo.
–Por eso te quiero, ¿sabes?, por la forma tan tierna que tienes de ver el mundo. Ojalá la mitad de hombres fueran como tú.

El día se hizo de noche y con ella se acercaba la despedida. Con el pasar de los minutos, ella se fue desahogando. Necesitaba un amigo con quien conversar, y con quien pasar la tarde. Jumpi, mi novio, terminó conmigo. Él dice que no siente lo mismo por mí, que una parte de él está conmigo y otra con el universo. Aunque lo que más  importa es lanzar su CD “Sonidos del Viento” que viajar, quiere establecerse en Lima de nuevo y vivir de la música. Pero Lima me enferma, me condensa, me abruma, me dijo ella, mientras yo la escuchaba en silencio. Los tambores, el humo y el incienso nos daban la bienvenida al parque donde se juntaban losmhippies de toda la ciudad. era como ella misma lo decía, un universo paralelo junto al otro.

–Hay una pequeña fogata prendida en el medio del parque, muy de cerca de él hay un pequeño anciano de cabello gris y cola de caballo que hace sonar un pututu al compás de los tambores. Dos delgadas chicas bailan poseídas por la música y el cannabis. Ella me presenta a los que están alrededor de la fogata. Saludo a Hez, Zoa, Randu, Endra y Jumpi, entre otros.

Todo es tan distinto a la última vez que se fue. ella sentada en la misma banca que yo, hablando de sus planes del futuro. De recorrer el Perú juntos y encontrarnos de vacaciones en alguna ciudad. Ya no es más la chica de mechas rastas ni pantalones holgados ni yankees como calzado. Es ella, pero no lo es. Está sentada a 20 centímetros que parecen ser kilómetros, su vista se pierde entre los humos del ambiente en dirección a Jumpi al otro extremo.

Jumpi está sentado casi al centro, como si fuera uno de los discípulos más cercanos al gran maestro que toca el pututu cada vez que las flamas bajan. Uno de los chicos que me han presentado desmoña una pequeña planta verde y la prende, fuma y se la pasa al del costado.

A mí no me gusta la marihuana, pero que sí la fumen a mi costado. La muchedumbre, inquieta por naturaleza, empieza a danzar al compás del fuego y los tambores. La flama crece y con ella los saltos, los movimientos y los gritos del chamán por invocar a la Pacha, en medio del frenesí de cuerpos contorneados entre las sombras. Ella se para y se pierden entre los otros cuerpos danzantes de la oscuridad.

La escena siguiente es repetida. Es ella besando a Jumpi. Es Jumpi abrazándola y susurrándole frases al oído. Y soy yo haciendo el papel de siempre. Me paro del pasto, me limpio el jean y me marcho, no miro atrás. Me alejo del fuego, del centro, y pido permiso para alejarme de la gente que baila sin tener control de su cuerpo.

Pero ella me toma del brazo, sabe que la he visto y no puedo hacer nada para tranquilizarme. Sólo me abraza con mucha fuerza y la abrazo, y lo entiendo todo, no soy parte de ese mundo, no soy ni seré. Los de antes no somos nosotros, aunque tratemos de intentarlo y emular el pasado, el tiempo lo cambia todo, hasta el sabor de los labios.

–Bueno, supongo que este es el adiós. Le digo.
–tú siempre tan dramático. Pequeñas risas.
–Por un instante, creí que todo podía ser distinto, ¿sabes?, que éramos nuevamente tú y yo después de clases, hablando de todo y perdiéndonos en esta ciudad de mierda.
–Y lo fue.
–Pero no, te vas como siempre.
–Tal vez algún día nos vayamos juntos. Una parte de ti siempre viaja conmigo.

Nos estábamos despidiendo de nuevo. Por más que queríamos comportarnos como si nada pasara, estaba pasando. Por más que no lo decíamos nada sabía que esta vez la despedida iba a ser más larga y quizás para siempre. Yo la abracé con fuerza. Ella quería hablar pero no tenía qué más decir. Yo esta vez no le pude prometer nada.

La vi regresar al medio del tumulto, de la fogata, los tambores yJumpi. Ella también vio alejarme sin decir una sola palabra: cuando me tropiezo con una piedra en el camino, recojo una flor que lleva su nombre.

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Esta historia en una canción.

jueves, 12 de julio de 2012

Sofía de los Cojones

Imagen por Patrizia Burra

No era la primera vez que traspapelaba los recuerdos de una chica real para imaginar a un personaje. Bebí mucho de una chica con nombre, DNI y Facebook, como Sofía de los Cojones, para crear mi personaje Lucía Costello, a quienes le debo la producción de una seriede 17 capítulos de largo aliento que demoré un año y medio en escribir, pronto será publicada en los bajos fondos del Centro de Lima y lleva por nombre tentativo “Lucía sin Lucía”.

La todavía desconocida Sofía de los Cojones, metida en mi cabeza, me hablaba, mandaba besos volados, no me dejaba escribir en paz. No exagero, y perdonen cuando digo que escribía sobre Lucía a la vez que pensaba en la noche que conocí a Sofía. Pocas veces termino haciendo ligeras confesiones a una desconocida como me pasó esa noche con Sofía de los Cojones.

Aquella vez, Jorge Teni me pidió que recogiéramos juntos a Sofía. Accedí, sabiendo que debía llevar el auto. Como Teni me había hablado mucho de la belleza de Sofía, no dudé en ir con él, y luego contra él, para llevarme a ella.

Esperamos a Sofía estacionados en la zona comercio-residencial de Magdalena, no me cabía cómo una chica con las características que mi amigo seguía describiendo aparecería en cualquier momento sorteando los obstáculos y el hacinamiento de esas calles.

Al llegar, Sofía agradeció que la recogiéramos con una voz delgada y firme. Yo le dije que le agradezca a Jorge Luis, quien había sido, con sus ruegos, el precursor de que ella llegue al Centro de Lima (lugar al que nos dirigíamos) como toda una princesa en un auto japonés del 96.

Me acuerdo que esperábamos a Gianluca, un amigo de Teni que también quiere ser escritor y que en un momento de la noche le diría, un poco huachafo, a Sofía: “¡Salta, Sofía, salta, que con tres escritores no volverás a salir más!”, y quiero interpretarlo como una profecía. Sonaba una canción famosa de Thalia que Gianluca se encargó de vindicar dando volteretas en la pista sin sacar las manos de la casaca.

Lo esperamos en la puerta del Etnias. Tenicela, con su chispa característica, contaba anécdotas de Sofía y de él en un supermercado buscando aperitivos vegetarianos. Teni la había convencido que los chizitos tienen “preservante de queso”, lo cual era mentira porque tal producto no existe, según él mismo, pero no se arrepiente de su mentira pues aduce que Sofía de los Cojones, quien lo trae muerto, tuvo un orgasmo con el chizito que Teni le invitó, pues no comía chizitos desde un buen tiempo atrás.

Gianluca hizo su aparición mientras nos reíamos. Le tocó el hombro a Teni, nos presentaron. En aquel tiempo, Jorge tenía la sospecha que Gianluca y Sofía se besaban a sus espaldas. Así que la llegada de Gianluca, si bien alegraba a Teni, también lo preocupaba. Ellos dos se fueron a comprar cervezas y yo me quedé con Sofía.

En la mesa con Sofía, recordé a Lucía, la de la novela que empezaba a escribir. Quería extraer todo lo que pudiera de Sofía para utilizarlo como material para describir a Lucía. Al fin y al cabo, me di cuenta con el paso de las horas, que las dos eran unas maestras en domar hombres y controlar situaciones al principio esquivas.

¿Cuánto de Sofía hubo en Lucía? No lo sé, si acaso mucho. Si una misión tenía, estoy seguro, no pude cumplirla esa noche, que fue la única noche que vi a Sofía de los Cojones, y en una noche, al menos yo, no puedo empaparme de la totalidad de una chica.

¿Acaso Lucía no me alcanzaba como personaje, para qué miraba a otras si quería escribir sobre una? Muy sencillo, esa noche, viendo a Sofía, conocería a Lucía sosteniendo la compañía de tres hombres sin besar a ninguno. Para algunas sonará fácil, otras románticas que creen en la amistad no se sorprenderán. No sé, de lo que sí estoy seguro es de que el Etnias fue la sede donde me regodeé al ver a dos tipos, además de mí, caer súbitamente en el intento de conquistar a una chica de la investidura de Sofía de los Cojones.


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–Sofía, he pecado.
– ¿Qué? –sorprendo a Sofía que está en el otro extremo de la mesa. Hablamos casi por señas debajo de la bulla de la discoteca–.

Antes de volver el Etnias esa misma noche, fui a recoger a mi hermana al terminal de buses de Cruz del Sur. Ella volvía de una fiesta tradicional de Huaraz. Me propuso comer unos nuggets en el Kentucky de Javier Prado con Las Flores. Hicimos el pedido y comimos sin culpas en el auto. Fue una de las pocas veces que me gustó conversar con mi hermana mayor. Sin embargo, Sofía era “vegana” (variante ideológica del vegetariano). Saber que yo había pecado al mordisquear sin culpas esos retazos de pollo frito en litros de aceite sucio tenía que hacer reaccionar a Sofía al verla de nuevo.

–Dos padrenuestros y un avemaría, Reiner –castigó De los Cojones–.

No sabe lo que hace, pensé. Para mí, Lucía estaba molesta y se le pasaría apenas me viera con los chocolates que le llevé. La música atronadora aventó a las parejas a bailar. Tenía que subir la voz para contarle a Sofía mi última desgracia: la novela que escribía. Mi defecto es no hacerle caso a una chica que me dice frases como “no siento nada por ti”; “me gustas, pero no te amo”; “mejor lo dejamos así”, luego de habernos abrigado juntos contra las noches heladas de agosto. No me las creo. Tengo que decir que yo la había cagado primero con Lucía. Algunas veces le dije que me gustaba otra chica, que no estuviera segura conmigo porque en cualquier momento me iría, pero le quedó grabado y no me lo perdonó. Ella, sin un pelo de tonta y con carácter explosivo, me dijo las mismas veces que no era mi puta privada. Yo nunca te sentí así, Lucía, le dije. Cambiaron la canción y Jorge Luis sacó a bailar a Sofía, así que me quedé con Gianluca y le continué contando los últimos días con Lucía.

–Espera que ya salgo –dijo Lucía–.
–Si te vas a demorar más, avísame. Sólo para saber cuánto te esperaré.
–No te desesperes, ya voy, tenemos que cerrar unos folios con mi jefe.

Ultra celoso, imaginaba a su jefe intentando seducirla. Me imaginaba mil cosas y ella no dudó en ponerme el parche apenas se las dije cuando me encontró en el quiosco de la esquina con los chocolates derretidos.

– ¿Y quién mierda te crees tú para ponerte celoso por mí?
–Me tienes esperando una hora en esta esquina como un pepelmas, qué quieres que piense.
– ¿Acaso yo te pedí que vinieras? Yo quiero irme a mi casa tranquila.
–Te vas a ir, te vas a ir ––repetí reblandecido––, pero conversemos antes un rato.
– ¿Sabes qué?, me voy de acá, no te soporto. Mis compañeros van a salir y no quiero que me vean contigo.

La acompañé, mejor dicho, le hice sombra. Lucía caminaba y yo le hablé de sentarnos en una de las bancas de la avenida Del Lenguaje (esas son calles de nombres literarios). La convencí. Tienes cinco minutos, me dijo. Gianluca miraba a los bailarines, tal vez tenía celos de ellos, quería manducarse a Sofía también, que iluminaba al buen Jorge Teni con sus filudos pasos. Como siempre que le digo a una chica para hablar, apenas logro su atención se me olvidan las cosas que quiero decirle y hablo cualquier cosa. Lucía notó que le hacía perder tiempo, que nada conmigo estaba bien, que era un pendejo que quería contaminar sus horarios con mis argumentos farsantes, que era un egoísta por no dejarla ir a su casa estando ella cansada. Se levantó, amenazó con avisarle a un guachimán si seguía insistiéndole a quedarse. Me permitió acompañarla a tomar el micro a un metro de distancia. Estiró sus dedos en señal de “Stop” cuando me acercaba mucho.

Es mi turno. Bailo salsa con Sofía, sus dedos se deslizan suavemente en mi mano izquierda y mi hombro derecho. Extrañamente, según Jorge Luis, aquel baile marcó un antes y un después en mis performances de fin de semana. Sofía y yo íbamos al compás de la música con mucho ritmo y garbó. Nos complementamos muy bien. Ha de ser porque es un poco alta y, no sé, algo en su rostro limpio, en su mirada misteriosa, en su perfume venenoso y en el universo que construimos con nuestros pasos trastorna mis sentidos al punto de convertirme en John Travolta de “Fiebre de sábado por la noche”.

–Quiero llegar rápido para ver el partido de Alianza.
–Lucía, espera, escúchame.
–Acompáñame a mi casa si quieres y en el trayecto hablamos ––dijo Lucía––.
–Mejor vamos a verlo al Chifa.

– ¿Y luego alguito más? ––aumentó Sofía––.

–No gracias ––dijo Lucía––.
– ¿Por qué siempre eres tan esquiva, Lucía?
–Te digo que me acompañes a mi casa y no quieres.
–Es que de San Borja a Chorrillos es un tripsazo. Dime la verdad, me odias y no quieres escucharme.
–No te odio. Simplemente no siento nada por ti, ya te dije. Odiarte sería perder el tiempo.

Te pusiste cargoso pues, dice Sofía y chupa su Lucky light. Gianluca y Jorge no vuelven con la jarra de cerveza que ella ha pagado. Me han visto muy cerca de Sofía y no se animan a interrumpir.

–Loco, nunca bailaste tan bien como con Sofía esta noche ––dijo Jorge Teni––.
–Nada, le pisé los pies dos veces ––aduje––.
–Ni se notó. Más bien, cuánto pones para la chancha.
–No puedo tomar, voy a manejar.
–Son un par de chelitas nomás, cáete con algo. Nadie ha dicho que eres el amigo elegido.

La verdad que sí estoy muy cerca. Sofía cruza las piernas y yo estiro el tórax para atrás y la miro de costado. Quedo en una posición privilegiada, debajo de su oreja hay un panorama que me devuelve a la infancia.

–Te voy a confesar algo ––le digo a Sofía––.
–No por favor, no me cuentes tus intimidades todavía ––rehúye ella, tierna e implacable––.
–No son intimidades.
–Espero que no me cuentes las cosas que me cuenta el pajero de tu amigo.
– ¿Jorge es un pajero?
–Sí, me confesó que se masturbaba por mí.
– ¡Eres loca, Lucía! ––me equivoqué––.
– ¿¡Qué!?
–Perdón, me haces recordar a una amiga.
– ¿A quién, a S?
– ¿Cómo sabes de ella?
–Teni me ha contado.
–Ese maldito. No, a ella no, ella ya fue. Me haces recordar a otra. No importa, el caso es que ver así, tu cuello, tan cerca, me hizo recordar cuando estaba enamorado de mi madre.

Sofía abrió los ojos. Yo continué. Le expliqué que cuando era niño y mi madre me hacía dormir, yo tenía una fascinación por su cuello. Estaba enamorado de su cuello blanco, delgado y gentil. Siempre pensé que si lo tocaba se llegaría a romper, por eso dormía sólo mirándolo. Era el cuello de un cisne delicado, mi madre se convertía en un bello cisne alado cuando me hacía dormir.

– ¿Vine de tan lejos sólo para hablar cinco minutos? ––le reclamé a Lucía––.

Ella no hizo caso y se acercó a un microbús. “¿Vas a subir?”, me preguntó. “No”, le dije y ella volvió como una mansa paloma a mi lado. Te lo juro, Sofía, me sorprendí de que ella me hiciera caso. Pero el efecto duró hasta el siguiente micro que ella tomó sin mirarme. “Tu pataleta no funcionó de nuevo”, dijo Sofía. Eran más de las nueve de la noche y me esperaba un viaje desde la avenida Canadá hasta Chorrillos y luego volver a mi casa. No gracias. Era imposible acompañarla, compréndeme Sofía. El semáforo demoró tanto en cambiar que su micro no se movía, ella estaba sentada y yo abajo, que por hacerme el digno no la miraba y decidí llamarla y convencerla de que baje. Al otro lado de la línea, Lucía me recibió con un balazo.

–Deja de hacer escándalos. Pierde el orgullo y súbete.

Corté y corrí hasta el microbús que no arrancaba. Subí. No debí subir. No debí gritarle allí adentro. Me senté en el asiento libre delante de ella. Volteaba para conversarle.

–Por qué me haces estas cosas, Lucía.
–Tú fuiste el que quiso venir ––dijo ella––.
–Quería que hablemos tranquilos y no me dejas.
–Por qué eres tan niño, por qué gritas, quién te has creído que eres ––espetó ella––.

– ¿Te dejaste tratar tan feo? ––preguntó Sofía––.
–Ni de vainas, allí mismo alcé la voz, esta vez de verdad. ¡Qué te pasa!, ¿quieres gritar?, le empecé a decir.
– ¿Y todos te escucharon? ––Sofía estaba encandilada con mi historia de los gritos en un microbús––.

– ¡Vamos a ver quién grita más fuerte!
–Idiota ––susurró Lucía, clavó su mirada, no pensó decir más––.
–Ahora te quedas callada, ¡grita pues, grita más fuerte, yo también sé gritar!

–Eres un asno ––me dijo Sofía––.

–Dios mío, esto no puede estar pasando ––dijo Lucía, todos nos miraban, fue un momento incómodo––.

–Parecía una escena de sexo duro ––le dije––.
–Sexo duro e inmaduro –completó Sofía––.

Bajé del micro. Desde aquel incidente no volví a ver a Lucía. No podíamos hacer el viaje a Chorrillos luego de tantos gritos preñados de odio, rencor, malicia y veneno. Lucía de los cojones ha desarrollado todas esas cosas en mí. He aprendido a odiar, Sofía linda. Desde ese día, supe que escribiría una novela que hablara de ella. Gracias a Lucía soy más frío, menos confiado y menos tonto. Aunque nunca se sabe en estas cosas del amor, nunca se sabe. ¿Y cómo te va a ti? Cuéntame, Sofía. Por si no ha quedado claro, me tienes en tus manos.

–Que primero lleguen mis cervezas ––dijo ella y puso la tristeza en su lugar––.

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Esta historia en una canción