martes, 8 de noviembre de 2011

Crónica de un amor no anunciado



Mi mente todo el tiempo recrea historias en mi cabeza. Las enreda, las dibuja, las maquilla y complica. Inventa situaciones que debieron ser y no fueron. De las que hice y no debí. De las que existieron y las que pensé que nunca sucederían. Esto me ha llevado a imaginar un mundo alterno que tiene como protagonistas a las personas que me rodean. Siempre creí en esa filosofía de vida, siempre. Hasta que llegó ella para cambiarlo todo.

Ella está dormida. Acurrucada muy cerca de mí. Su mejilla derecha reposa en una almohada blanca que se pierde en ella. Sus ojos están cerrados de forma risueña y tierna. Su cabello castaño oscuro coquetea con sus pequeños hombros. Sus delgados labios están ligeramente inmóviles por el sueño. Y yo me detengo a observar el tatuaje de estrellas que posee en el hombro izquierdo y ese travieso collar de pecas que adornan su pecho.

Escucho su respiración lenta y pausada. Trato de no moverme para contemplarla así, desnuda, eterna. Me muevo sutilmente tratando de no despertarla con el pequeño ruido que hacen las tablas al moverme. Es un instante perfecto.

Ella era una desconocida con nombre dos o tres meses atrás. Era simplemente una estudiante como yo que tenía algunos cursos pendientes y un par de historias por protagonizar.

Yo atravesaba una de esas etapas “alpinchistas” por las que todos pasamos. Me jodían mis amigos, me molestaba mi familia y me irritaban mis compañeros y mi horario de clases. Mi novia había terminado conmigo. Por si fuera poco una vieja amiga se había enamorado de mí y yo que seguía enamorado de una chica que sólo sabía jugar. Por donde se me mire estaba encerrado.

Cuando estaba con los brazos abajo, sin ánimos ni fuerzas ni ganas de conocer a alguien apareció ella.

No fue hasta la tercera clase de “Dirección de actores” que me percaté de su existencia, qué habrá pasado por mi cabeza para omitir tan deslumbrante belleza. Quizás estaba concentrado en terminar los primeros trabajos, presentar exposiciones y juntarme con algunos compañeros para crear grupos de estudio.

Al tercer día, mientras estaba sentado a un lado de todos, casi como ella, sacando mis dilemas mentales de mi cabeza con mis compañeros: el niño, la hueca, el despistado, la fácil, el conflictivo, el amigo del indiferente. De pronto, mi mirada se fijó en ella. Era absolutamente hermosa. Era demasiado linda e inteligente que sabía que estaba fuera de mi alcance como para la mayoría de mis compañeros del salón que también la deseaban en silencio.

Era cuestión de esperar una oportunidad. Tener algo inteligente con que iniciar una conversación. Quizás algo referente a las obras que tenía que leer y poner en escena, pensé mientras fumaba el cigarro que mi amigo me había invitado. De pronto me sorprendía a mí mismo practicando un guión imaginario de las cosas que le iba a decir y las nuevas preguntas que se abrirán paso entre sus respuestas.

En menos de dos clases pasamos de Otelo a Hamlet, de Hamlet a Romeo y Julieta, era difícil seguir el ritmo impuesto por el profesor. Así con algo más de confianza después de clases mientras ella fumaba un Marlboro, la abordé con una sonrisa estúpida. “¿Quieres ensayar conmigo?”, disparé, quizás fue demasiado tonto y desesperado, pero mi sorpresa fue extraña cuando ella me dijo de forma emocionada que sí.

Las horas pasaron tan rápido que se convirtieron en semanas y meses de conversaciones y risas mutuas. Señales que no me atrevía a interpretar como hubiera hecho con cualquier otra chica de la clase. Ella pasaba de ser una dulce campesina a una princesa desalmada. Siempre improvisada, siempre con una desencajada carcajada después de cada comentario. Yo la observaba entusiasmado, y eso me hacía un chico de pocas palabras.

Le conté mis desafortunados tropiezos amorosos y de no estar preparado para enrumbarse en una nueva historia de amor, por los próximos seis meses, y ella me contó algunas anécdotas graciosas, pintorescas y personales. Mientras más inalcanzable pensaba que era más cerca la llegué a tener.

El día de estreno de la obra, mientras todos repasaban sus diálogos repetidas veces, yo me encargaba de la iluminación. Debe ser porque mis dotes artísticos no convencieron nunca al profesor, compañeros ni a mí mismo, sin embargo, ella siempre tuvo una extraña fe que me daba confianza a seguir. Por lo pronto me esmeraba en iluminar la bella faz de su rostro.

La obra duró dos funciones en el Peruano-japonés , no pude acercarme a ella, no pude hablarle, mi función de utilero me lo impedía, cada vez que estaba cerca siempre sucedía algo para impedirlo.

Después de la apoteósica actuación de clausura tomé la iniciativa de invitarla a un bar. Sin pensar que todos los compañeros de la función irían con nosotros, durante aquella noche de copas pude ver una nueva faceta en ella. Era ella y el vino o mi cabeza puesta en vilo. Ya no era la chica distante de los primeros días, ahora reía y bailaba con todos y todos nos embriagábamos de esa personalidad arrolladora que le dieron las copas de vinos que ella tomó.

Luego de extenuantes bailes, coreografías improvisadas, nos quedamos solos. Conversamos casi toda la noche, de ser el chico que aborda pasé a ser el abordado. Cuando la madrugada se apoderaba del lugar, y ella no quería irse, supe que era momento de besarla, yo estaba nervioso, ella no.

La miré a los ojos. No dije ni una palabra, me acerqué con cautela y seguridad. Hasta que en mi afán de besarla derramé la mitad de un vino que había en la mesa, sobre sus leggins negras y converses del mismo color. Nunca el color negro volverá a verse alegre como encima de sus formas esculpidas por una mezcla del cielo y el infierno.

Ella rió por algunos segundos eternos mientras yo me disculpaba con cierto temor. Creí que todo estaba perdido, no tenía esperanzas. Me levanté de la silla, tomé mi casaca marrón y traté de irme, ella me detuvo con la mano derecha, se paró delante de mí y me besó, me besó como nunca lo había hecho antes, con una pasión que era propia de una novela. Por un instante me sentí el Romero que no pude interpretar y ella la eterna Julieta.

En medio del beso, me acordé de tantas personas que no podía creer lo que estaba pasando. Quería que me tomasen una foto para que todos mis amigos del barrio la vean. Que pasaron por ahí todos esos babosos del colegio más prestigioso de Breña. Quería que todas esas mujeres que me habían choteado se dieran una vuelta por aquel bar. Pero nada de eso pasó. Sólo eramos ella y yo besándonos lo que duró la canción entera de Morrisey.

Ella despertó un día del sueño y terminó todo. A veces pienso que nada de lo que sucedió fue real. O tal vez bajé la guardia aquella noche en la que me volví tan alcanzable cuando me besó, en vez de besarla primero, quizás se aburrió de mí.

 Pero cuando acepté que ya no podía tener nada con ella, corté todo de raíz. Era quizás tener el recuerdo de una mujer bella que un mal momento con una chica inolvidable, sopesé esas dos situaciones en la balanza. Por una extraña razón cuando sientes que tu historia ha terminado, siempre aparecerán ellas irrumpiendo en escena como un huracán que lleva sus nombres.

Siempre coronaba mis noches con una llamada suya y la siguientes no me contestaba el celular. Luego se ponía celosa y no me quería hablar. Un viejo amigo, al cual le cuento la mitad de cosas que no escribo, me dijo, “así son las actrices”. Entonces entendí que todas las mujeres lo eran. Creando siempre comedias, tragedias y dramas en el centro de nuestras vidas. Es gracioso cómo pasamos de ser víctimas a villanos en segundos o por frases no esclarecidas del todo.

Ahora, un par de meses después cuando mi amigo me preguntó si era cierto todo lo que le conté de ella alguna vez, yo lo miro, disfruto el momento y no respondo.

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Esta historia en una canción

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