lunes, 14 de julio de 2014

Finales


Para disfrutar del silencio de una muchacha tienes que ir a una biblioteca. Te juegas los minutos finales de tu carrera en ese último curso que fue tan esquivo, que supo complicar tus defensas e hizo que dejaras de creer en tu ofensiva. Preocupado por buscar información en unos recortes de periódicos pasados, llegas a la sala de lectura y tomas el primer asiento que tienes a la mano sin percatarte de la chica que está resguardada por la pantalla de su computadora y rodeada de separatas. Tiene los cabellos negros, el color de la belleza, piensas.


Imagen por Dany Pschl

“Se prohíbe hablar”, advierten los letreros azules colgados a cada paso, así que los ojos tienen que hacer la tarea, quimbosos y entrenados en rapidez, de transmitir la belleza a los aposentos del recuerdo, para ello tienen que ser conchudos. Invisibles. Esa es la palabra.

Los relojes apostados en todas las paredes te vigilan, pero no solo ellos. Hay que ser cuidadoso. Si alguno de los compañeros de la mesa de lecturas percibe tu admiración hacia ella te hace acreedor de una etiqueta en la frente que dice: mañoso. Si algún estudiante de, digamos, ingeniería, percibe tu fisgonería, puedes levantar la frente y ufanarte de ser más valiente que él por el solo hecho de mirar a la chica de cabellos negros, y de tener buen gusto. Es tu último día de entrega y no puedes leer pasajes de una buena novela de John Banville, pero sabes que al menos no tienes que leer el libro de sistemas mecatrónicos que revisa el chico que te ha pillado. Tienes que hacerlo todo rápido, buscar unos datos más para zanjar la hipótesis de tu trabajo de Seminario.

Se te ocurren muchas frases imaginarias a la chica para convencerla de ir a charlar un rato a otro lado, piensas en las palabras exactas. Es como una carta que escribes, y sabes que no llegarán a destino, en las páginas blancas que te sobran en esa infernal semana de exámenes finales que coincide con los partidos de la Copa del Mundo.

La una de la tarde es una hora virginal para asaltar bibliotecas. Has tenido la suerte de ir a leer al primer sótano y encontrar asiento ya que todos se encuentran en refrigerio. Como un soundtrack que te despide, las fotocopiadoras escupen toneladas de páginas que no serán leídas, pero cuyo olor a sagrada tinta fresca se confunde con el de las chicas estudiosas. Porque la que está a tu costado no es la única, pueden haber más, pero sería gula intentar ponerlas a tu alcance. Uno juega con las fichas que le han dado, sería un error pedir más si el partido más urgente, el primero que te planta la vida, no se ha perdido o ganado. En las lides lectoras no hay empates. O aprendes el poema o no lo sabes.

Los murmullos de dos tipos discutiendo la correcta respuesta de su biblia matemática y los golpes al teclado de otros alumnos que tienen su examen final a media tarde se funden con el suave pasar de las hojas del libro abierto de la chica de cabellos negros. De pronto, ella tose. Dos veces. Dos golpes de garganta, uno más seco que el siguiente.

Se cubre, se preocupa por no hacer bulla. Teclea rápido y poco, lee más. Sus manos son blancas e inocentes, de un olor que la tinta de las fotocopiadoras ha bloqueado en mi cerebro. La muchacha huele a libros, a horas de la mañana invertidas, a separatas de facultad de Sociales, a ojeras de madrugada y pocas horas de sueño, a licor de café pasado. Tiene chapas en las mejillas, el pelo recogido, su mirada no pierde el destino que es su siguiente examen final, ese es su partido urgente, nunca yo.

Lleva un gorro azul que coquetea con el morado y una camisa de franela al estilo Cobain, de cuadros rojo y negros, los colores de un equipo de fútbol italiano. Sus labios hablan en silencio, repite oraciones para recordarlas luego ante el papel definitivo. Hay en esas líneas resaltadas en verde y rosado un misterio que la sepulta. Hay en mis escritos la imposibilidad de asirla.

Sus gafas son negras y empequeñecen los detalles de color, pero agigantan sus ojos que de pardos al mirar la lectura, pintan a verdesinos cuando resuelve sus dudas mirando la luminaria fluorescente. Sus brazos son delgados, sus manos delicadas y sus uñas negras. No me está permitido ver más abajo, sus zapatillas NorthStar y su jean recién se permiten a mi vista tras haber tirado a propósito mi lapicero verde de tapa azul. Va a ser imposible hablarle antes que comience mi examen de las cinco de la tarde. Por siempre a las cinco.

Se prohíbe hablar, pero no escribir, piensas. Dejas los recatos y trasladas las frases que tenías pensadas, las resumes en un par de palabras, añades tu número de celular y escuetamente un saludo a su belleza: “soy un puto enamorado de tu estilo”. La dejas detrás de su laptop para que antes de su examen, se sorprenda y sin recordar tu rostro piense en ti, o en cualquier otro, quizá en el siguiente que se sentó a pasar la tarde a su costado.

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Esta historia en una canción