Imagen por a.l.fontes |
Martes,
22 de junio de 2010
No
bien unas tímidas briznas de sol traspasan las nubes, Javier marca los nueve
números que lo trasportan a los oídos de Lucía. Despertarla temprano es un goce
íntimo que no puede reprimir, empecinado en la creencia de querer meterse en
sus sueños a través de sus orejas. Cuando despierte, guarda la esperanza de que
ella se confunda y piense que fue él a quien soñó. Esta vez intentaría dejarle
un recado breve y caballeroso: “hola Lucía… lo de ayer estuvo increíble”, y
cortar, era el plan. Sin sonar
presumido, pero feliz y satisfecho de la cuchipanda del día anterior.
Aplastada
por sus sábanas, Lucía tantea con las manos en su velador hasta encontrar su
celular. Responde. Escucha. Se despiden. Lucía se queda pensando: “¿qué clase
de animal es este que apenas y me da tiempo para saludarlo?, ¿a qué se refiere
con increíble?, ¿cree que su
frasecita trucha me joderá?, no me asustan las llamadas de madrugada”.
La
frase no era buena ni mala, sólo la removió, lo suficiente para quedarse en su
mente hasta la noche, cuando se encontraran, y por fin hablaran, con mayor
razón se besaran, para comenzar el calvario de las parejas principiantes.
Javier quería rehuir a la responsabilidad, pero allí estaba, llamándola de
nuevo, para verse.
Hay
aventuras que quedan en el hotel, sepultadas después de un buen (o mal) polvo,
son romances furtivos que con cierta sabiduría no esperaron nada más de sí
mismos. Otras aventuras, las que se preservan en el tiempo con más locura que razón
por parte de uno de los implicados, quizás sean aquellas que, valientes, no se
dejaron arrastrar por el orgullo o el silencio. Javier odiaba a estos últimos y
Lucía a los primeros. “No soy una más de tus mujeres”, había aclarado Lucía.
El
día siguiente es un tiempo demasiado pronto, un lapso corto para que la piel de
Lucía recobre la dureza que perdió el día anterior al dejarse llevar por
Javier. Ella pensó que se le pasaría en pocos días y olvidaría rápido el episodio,
no contaba que Javier la llamaría esa mañana, todavía dentro del margen que la
piel recuerda. “No volverá a pasar”, se mentía ella mientras lo besaba en el
jardín, atrás de Derecho, oscuro siempre.
Después
del polvo con Lucía, Javier se sentía capaz de convencer a Dios de su
insignificancia. Por tanto, podría convencer a Lucía de la inconveniencia que
resultaba ser su novio. Pero él mismo alimentó la ilusión de seguir saliendo,
seguir siendo amigos y nada menos que eso. ¿Sería su culpa si todo salía mal? Sólo
él lo sabe. Sus palabras dulces apuntaban a engatusarla.
La
tarea era doble: desmarcarse de aquella Lucía cariñosa sin que ella lo mande a
la mierda. No quería estar con Lucía
y tampoco dejarla ir tan rápido a merced de otro, tenía que retenerla un poco
más para divertirse con ella y, orgullo herido mortalmente, regalarle una buena faena en la cama, la que no pudo completar el
día anterior. Como se dice popularmente, no quería poner la vela ni tan cerca
que queme al santo ni tan lejos que no lo alumbre.
Buscó
una segunda opinión, resolvió llamar a su amigo Jorge Vilela, tal vez él
tendría la solución de tan experto que era en mujeres, de tan trajinado que era
su infecto corazón.
Sábado,
10 de julio de 2010
“Ni
que tuvieras los pectorales de Forlán”, lo replegó Lucía. Él atinó a mirarla sorprendido.
“¡Ponte la camisa de una vez!”, terminó de desanimar a Javier que, además de
molesto porque Uruguay encajaba el tercer gol en contra, miró su pecho lampiño y
de repente se dijo: “En mala hora lo dejé venir”.
Alemania imponía su juego y se quedaba con el tercer puesto del mundial
sudafricano.
Lucía
estaba molesta por no estar con sus amigos abogados en un bar de la Plaza San
Martín viendo el partido, quizás siendo abordada por un charrúa derrotado o
algún germano feliz. Ella podría ser el podio de cualquiera de ellos, por lo
menos para calentarlos un rato. Sólo había un impedimento: una bota de yeso recubría
su pie, una lesión en el talón quizá exagerada por ella la obligaba a utilizar ese
calzado reforzado.
Aquella
tarde, cuando Javier apareció de improviso en su puerta, inoculó en la mente de
Lucía una semilla, una acción, una actitud que la enternecería hasta fin de mes
(el de ella era un cariño a plazos fijos). Ninguno de sus amigos legalistas, ni
siquiera Peter, el mejor, se había preocupado en visitarla por el estado en que
se encontraba. Tuvo que venir Javier y sin avisar, lo que valía más. Se alegró
al verlo aunque las facciones de su rostro no lo dijeran así.
–¿Puedo
firmar tu yeso? –animado, preguntó Javier–.
–Ni
se te ocurra tocarlo –canceló ella–.
Lucía
era una maestra de la impostación, capaz de fingir alegría en la pena y
tristeza en la algarabía. Era abogada o estudiaba para serlo, lo que implicaba
un poco de manejo escénico. El gesto de Javier de visitarla casi podría decir
ella que alivió la migraña que la acosaba ese mediodía por la derrota de su
amado Diego Forlán.
Todo
fue solucionado cuando Javier dijo que darían una vuelta en el auto, anuncio
que disolvió la migraña de la faz de la tarde. “¡Vamos a comer un Sevillano!”, anunció el joven amante.
Hechos-sin-fechar
(I)
La brisa marina flamea el cabello de Lucía que está de espaldas a
la ciudad, en el malecón del Faro, sentada sobre un muro de ladrillos compactos
que lleva la huella de muchas parejas de enamorados que pasaron antes por allí
y no encontraron otra manera de inmortalizar su amor que grabando los ladrillos
con sus nombres juntos. “Johann y Alejandra”; “Rafael y Vanessa”; “Guimel y
Luciano”; “Claudia y Stephanie” se podía leer en los adoquines escritos a
arañazos de llaves o con Liquid-Paper.
Lucía cruza sus piernas con mucho cuidado y las mece suavemente. Todavía
no le quitan el yeso. A sus pies florece el manto verde del malecón
miraflorino, una capa de plantas salpicadas con violetas. Agudiza su mirada en
el precipicio y ve a dos niños arrojar piedras al mar enfermo de la ciudad. Por
la lejanía, los autos parecen estar en una competencia de Fórmula Uno. Levanta
la mirada y un parapente corta el cielo con su sombra que, como las caricias de
su fotógrafo, la repasan mas no la tocan. Al fondo, una solitaria cruz encendiéndose
bajo la tarde que viene cayendo le recuerda que quiere ir a La Herradura donde
un hombre en traje marrón escenifica saltos al vacío con magistral arte marino
y poco miedo a la muerte.
–¿Vamos al Salto del Fraile? –ella lo mira–.
–No voltees, Lucia. Mira al horizonte un momento más, por
favor –pide el fotógrafo–.
–Demoras demasiado para una foto.
–Estoy tomando varias para que luego elijas.
–Tómala rápido, me aburro –el viento miraflorino le enrostra
los finos hilos de su cabello azabache–.
–Salvaje y hermosa –pronuncia el fotógrafo en voz baja y gatilla
por penúltima vez–.
La gente
pasa y el fotógrafo demora más. Le pide que no toque sus cabellos, que lo que busca
es el desorden. Luego se acerca y se arrodilla, a las cinco de la tarde la luz
no es la misma. Ahora sí le pide que voltee y un último respiro del sol produce
el contraluz suficiente para esconder en las sombras el rostro felino y
misterioso de Lucía.
La sesión
de fotos ha terminado, Lucía baja a la vereda, el fotógrafo la ayuda. La bota
de yeso en su pierna izquierda sigue impoluta, sin garabatos. Nadie visita a
Lucía en su lecho de yeso, el invierno es asesino y ella sólo tiene un pie para
huir de él.
Martes,
27 de julio de 2010
La salida con Jorge
Vilela y su novia no pudo plasmarse el fin de semana que pasó. Él había
terminado con Pilar Carreño y ocupaba sus horas en reconquistarla. Javier le había
contado a Lucía sobre Vilela, advirtiéndole que un día Vilela trataría de
seducirla en una fiesta de la universidad. “Dile que fue un baboso con ella,
pero le deseo suerte”, le dijo Lucía a Javier. El gordo Vilela terminaba con
sus chicas por sus ataques de celos: desconfiaba hasta de las flores que su
novia olía al caminar.
Javier la
buscó en auto, pero no fueron a ninguna fiesta ya que Lucía estaba obligada a
reposar en casa. Contrariando las indicaciones del doctor, fueron al malecón de
Saenz Peña, una calle simpática de Barranco que alberga tres centros culturales
en una sola cuadra. Era casi la medianoche y se estacionaron cerca al malecón
sin salir del auto, ya les había pasado que los vagabundos se acercaban a
pedirles dinero (a él, Lucía nunca pagaba nada, se daba su lugar, como toda una
dama bien entrenada).
Javier
cortaba sus frases dulces con impertinencias amargas que ejecutaba con un
talento y espontaneidad naturales. Por ejemplo, Lucía se molestaba cuando
Javier la celaba con cualquier hijo de vecino que le hablara en la universidad,
pensaba siempre que ellos querían mucho más con ella y por eso le hablaban. Le
molestaba que Lucía fuera tan ingenua para dejarse llevar por el discurso y la
pompa de los gileritos monces de Derecho.
Lucía
todavía soportaba los celos de ese extraño chico que poco a poco iba
convirtiéndose en su chico, realidad que no quería aceptar. Le recordaba a
Ringo, su primer novio. Más allá de sus facciones parecidas, la actitud calmada
y prosaica con que decía las cosas, la manera en que se tomaba su tiempo para
contar los detalles del último libro que estaba leyendo o alguna banalidad
cósmica, la divertía sobremanera y le recordaba a ese tipo con nombre de
baterista legendario. De cualquier forma, no los confundía.
Sus celos
también le recordaban a Tiger, quien siempre fue un hombre tranquilo pero se
creía el amo y dominador de lo más cercano que tenía. Desde su madre hasta sus
libros, pasando por Lucía, de quien se cansó un día, y terminó por la vía
rápida del mail. Cada chico que se le acercaba se ganaba las sospechas de
Tiger. Pensaba que se acercaban a ella sólo para invitarla a salir y, por qué
no, para acostarse con ella. Lucía le negó siempre a Tiger que ella tuviera la
culpa, y ahora volvía a negarle lo mismo a Javier, quien apoyaba la teoría de
Tiger. “¿Te das cuenta de lo que me estás diciendo?”, lamentaba Lucía.
Javier le
decía que se había enamorado de la heroína de la trilogía de Stieg Larsson.
Trataba de convencerla con un lenguaje embelesado que Lisbeth Salander y ella,
Lucía Castello, eran la misma persona porque sentía en ambas el mismo viento
helado y combativo contra las realidades que les había tocado presenciar, el
machismo sueco de Lisbeth y la injusticia limeña de Lucía, adversidades que
hermanaba la eternidad de cada una en un libro que nadie se animaba a escribir.
De eso se lamentaba, de que no hubiera otro buen escritor como Larsson que
introdujera esa historia en, calculaba, poco más de cien páginas, mediocre
tamaño para ser el primer libro de un escritor joven. “¡Quiero escribir una
novela que hable de ti, Lucía!”, le anunció entonces.
–No te creo.
–Ya lo verás.
–¿Yo que tengo de
interesante? –preguntó Lucía–.
–Tú no te puedes
desligar de tu pasado, Lucía. Me atrevería a decir que poco a poco él volverá a
ti, no te va a dejar tan fácil, y tendrás que eliminarme de tus días si quieres
continuar.
–Qué te ha picado,
¿en qué te basas para decirme eso?
–En nada, en tu
mirada quizás, en la manera como me besas y no te dejas besar.
–No entiendo, un beso
es un beso.
–Te equivocas, los
tuyos no se conquistan fácilmente, no para mí al menos, es un lugar al que
llego después de mucho labrar debajo de tu oreja.
–Lo siento, no confío
en ti. Lo sabes.
–No confías en mí o
quizás, como te digo, no confías en tu pasado.
–A veces llegas a desesperarme,
no entiendo porqué termino haciendo estas cosas contigo.
–Por eso no es buena
idea pedirte nada, los recuerdos que tenga contigo me los voy a ganar.
–¿Qué te hace pensar
que te voy a recordar? –preguntó Lucía. Javier le apretó los brazos–.
–¡Auch, tarado!
Se
besaron. Lucía lo detuvo, “de verdad me pierdes si escribes ese libro”, le dijo
y Javier no contestó. Sabía que ya la había perdido. En medio de la calentura
de la noche le dijo que le gustaban otras chicas y no solamente ella. Que le
gustaría ser novios, pero ahora era imposible para él. Que existían muchas
chicas interesantes para enredarse con una sola.
Si le
decía esas cosas era para hacerse, felino que cae parado, el interesante en el
asunto. “Perdiste la luna por contar las estrellas”, Vilela le enrostró una
vez. Javier nunca estuvo totalmente al tanto que su estrategia enfurecía más a
Lucía, que pronto se cansaría de jugar. Se fueron agitando, cada vez perdían
más el control, la noción de la calle, la vista pública, las ventanas estaban
empañadas ayudaban pero tampoco eran polarizadas. Podían ser delatados ante Serenazgo por
cualquier vecino, gracias a Dios, el barranquino promedio tolera esos arranques
de arrechura y más bien los considera bohemios.
Él quiso
incrustarle su erección en la cara, y ella lo pensó, lo dudó, saboreó en su
mente. Lucía hacía cualquier cosa menos chuparla. Estuvo a punto de caer por
sus ganas casi incontenibles de morder un pedazo de carne humana y latente. Javier
no lo lograría tampoco esta vez, sólo la sentó a horcajadas, y la empezó a
mover, seguía con sus prendas intactas. Era sexo con ropa y Lucía estaba
mojada, se acercaba cada vez más por el camino de sus deseos. Ponía también de
su parte, se movía, rozaba sus ganas contra el ímpetu de Javier. Pensó que era
tarde para retroceder, ya había empezado a pronunciar las dos palabras, las
letras ganaban sonido sin hacer ruido. Como un pequeño respiro, se logró
escuchar el sello que probaba la mortalidad de Lucía: “te amo”, se escuchó
decir, se vio caer, en un abismo, Lucía.
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Este blog estuvo en la "clase maestra" de Jorge Drexler, quería compartir un extracto de ella a modo de anuncio del regreso de los videos producidos por esta casa. El uruguayo habla rimando.
La segunda parte del post la publico en lo que queda de la semana. Gracias por leer. Suerte.
No te olvides de participar en las Plumas Invitadas. ¡Anímate, lector!
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