martes, 15 de noviembre de 2011

XII. El mundo sigue en un pie (1)

Imagen por a.l.fontes

Martes, 22 de junio de 2010
No bien unas tímidas briznas de sol traspasan las nubes, Javier marca los nueve números que lo trasportan a los oídos de Lucía. Despertarla temprano es un goce íntimo que no puede reprimir, empecinado en la creencia de querer meterse en sus sueños a través de sus orejas. Cuando despierte, guarda la esperanza de que ella se confunda y piense que fue él a quien soñó. Esta vez intentaría dejarle un recado breve y caballeroso: “hola Lucía… lo de ayer estuvo increíble”, y cortar, era el plan.  Sin sonar presumido, pero feliz y satisfecho de la cuchipanda del día anterior.

Aplastada por sus sábanas, Lucía tantea con las manos en su velador hasta encontrar su celular. Responde. Escucha. Se despiden. Lucía se queda pensando: “¿qué clase de animal es este que apenas y me da tiempo para saludarlo?, ¿a qué se refiere con increíble?, ¿cree que su frasecita trucha me joderá?, no me asustan las llamadas de madrugada”.

La frase no era buena ni mala, sólo la removió, lo suficiente para quedarse en su mente hasta la noche, cuando se encontraran, y por fin hablaran, con mayor razón se besaran, para comenzar el calvario de las parejas principiantes. Javier quería rehuir a la responsabilidad, pero allí estaba, llamándola de nuevo, para verse.

Hay aventuras que quedan en el hotel, sepultadas después de un buen (o mal) polvo, son romances furtivos que con cierta sabiduría no esperaron nada más de sí mismos. Otras aventuras, las que se preservan en el tiempo con más locura que razón por parte de uno de los implicados, quizás sean aquellas que, valientes, no se dejaron arrastrar por el orgullo o el silencio. Javier odiaba a estos últimos y Lucía a los primeros. “No soy una más de tus mujeres”, había aclarado Lucía.

El día siguiente es un tiempo demasiado pronto, un lapso corto para que la piel de Lucía recobre la dureza que perdió el día anterior al dejarse llevar por Javier. Ella pensó que se le pasaría en pocos días y olvidaría rápido el episodio, no contaba que Javier la llamaría esa mañana, todavía dentro del margen que la piel recuerda. “No volverá a pasar”, se mentía ella mientras lo besaba en el jardín, atrás de Derecho, oscuro siempre.

Después del polvo con Lucía, Javier se sentía capaz de convencer a Dios de su insignificancia. Por tanto, podría convencer a Lucía de la inconveniencia que resultaba ser su novio. Pero él mismo alimentó la ilusión de seguir saliendo, seguir siendo amigos y nada menos que eso. ¿Sería su culpa si todo salía mal? Sólo él lo sabe. Sus palabras dulces apuntaban a engatusarla.

La tarea era doble: desmarcarse de aquella Lucía cariñosa sin que ella lo mande a la mierda. No quería estar con Lucía y tampoco dejarla ir tan rápido a merced de otro, tenía que retenerla un poco más para divertirse con ella y, orgullo herido mortalmente, regalarle una buena faena en la cama, la que no pudo completar el día anterior. Como se dice popularmente, no quería poner la vela ni tan cerca que queme al santo ni tan lejos que no lo alumbre.

Buscó una segunda opinión, resolvió llamar a su amigo Jorge Vilela, tal vez él tendría la solución de tan experto que era en mujeres, de tan trajinado que era su infecto corazón.

Sábado, 10 de julio de 2010
“Ni que tuvieras los pectorales de Forlán”, lo replegó Lucía. Él atinó a mirarla sorprendido. “¡Ponte la camisa de una vez!”, terminó de desanimar a Javier que, además de molesto porque Uruguay encajaba el tercer gol en contra, miró su pecho lampiño y de repente se  dijo: “En mala hora lo dejé venir”. Alemania imponía su juego y se quedaba con el tercer puesto del mundial sudafricano.

Lucía estaba molesta por no estar con sus amigos abogados en un bar de la Plaza San Martín viendo el partido, quizás siendo abordada por un charrúa derrotado o algún germano feliz. Ella podría ser el podio de cualquiera de ellos, por lo menos para calentarlos un rato. Sólo había un impedimento: una bota de yeso recubría su pie, una lesión en el talón quizá exagerada por ella la obligaba a utilizar ese calzado reforzado.

Aquella tarde, cuando Javier apareció de improviso en su puerta, inoculó en la mente de Lucía una semilla, una acción, una actitud que la enternecería hasta fin de mes (el de ella era un cariño a plazos fijos). Ninguno de sus amigos legalistas, ni siquiera Peter, el mejor, se había preocupado en visitarla por el estado en que se encontraba. Tuvo que venir Javier y sin avisar, lo que valía más. Se alegró al verlo aunque las facciones de su rostro no lo dijeran así.

–¿Puedo firmar tu yeso? –animado, preguntó Javier–.
–Ni se te ocurra tocarlo –canceló ella–.

Lucía era una maestra de la impostación, capaz de fingir alegría en la pena y tristeza en la algarabía. Era abogada o estudiaba para serlo, lo que implicaba un poco de manejo escénico. El gesto de Javier de visitarla casi podría decir ella que alivió la migraña que la acosaba ese mediodía por la derrota de su amado Diego Forlán.

Todo fue solucionado cuando Javier dijo que darían una vuelta en el auto, anuncio que disolvió la migraña de la faz de la tarde. “¡Vamos a comer un Sevillano!”, anunció el joven amante.

Hechos-sin-fechar (I)
La brisa marina flamea el cabello de Lucía que está de espaldas a la ciudad, en el malecón del Faro, sentada sobre un muro de ladrillos compactos que lleva la huella de muchas parejas de enamorados que pasaron antes por allí y no encontraron otra manera de inmortalizar su amor que grabando los ladrillos con sus nombres juntos. “Johann y Alejandra”; “Rafael y Vanessa”; “Guimel y Luciano”; “Claudia y Stephanie” se podía leer en los adoquines escritos a arañazos de llaves o con Liquid-Paper.

Lucía cruza sus piernas con mucho cuidado y las mece suavemente. Todavía no le quitan el yeso. A sus pies florece el manto verde del malecón miraflorino, una capa de plantas salpicadas con violetas. Agudiza su mirada en el precipicio y ve a dos niños arrojar piedras al mar enfermo de la ciudad. Por la lejanía, los autos parecen estar en una competencia de Fórmula Uno. Levanta la mirada y un parapente corta el cielo con su sombra que, como las caricias de su fotógrafo, la repasan mas no la tocan. Al fondo, una solitaria cruz encendiéndose bajo la tarde que viene cayendo le recuerda que quiere ir a La Herradura donde un hombre en traje marrón escenifica saltos al vacío con magistral arte marino y poco miedo a la muerte.

–¿Vamos al Salto del Fraile? –ella lo mira–.
–No voltees, Lucia. Mira al horizonte un momento más, por favor –pide el fotógrafo–.
–Demoras demasiado para una foto.
–Estoy tomando varias para que luego elijas.
–Tómala rápido, me aburro –el viento miraflorino le enrostra los finos hilos de su cabello azabache–.
–Salvaje y hermosa –pronuncia el fotógrafo en voz baja y gatilla por penúltima vez–.

La gente pasa y el fotógrafo demora más. Le pide que no toque sus cabellos, que lo que busca es el desorden. Luego se acerca y se arrodilla, a las cinco de la tarde la luz no es la misma. Ahora sí le pide que voltee y un último respiro del sol produce el contraluz suficiente para esconder en las sombras el rostro felino y misterioso de Lucía.

La sesión de fotos ha terminado, Lucía baja a la vereda, el fotógrafo la ayuda. La bota de yeso en su pierna izquierda sigue impoluta, sin garabatos. Nadie visita a Lucía en su lecho de yeso, el invierno es asesino y ella sólo tiene un pie para huir de él.

Imagen por Carolina del Canto

Martes, 27 de julio de 2010
La salida con Jorge Vilela y su novia no pudo plasmarse el fin de semana que pasó. Él había terminado con Pilar Carreño y ocupaba sus horas en reconquistarla. Javier le había contado a Lucía sobre Vilela, advirtiéndole que un día Vilela trataría de seducirla en una fiesta de la universidad. “Dile que fue un baboso con ella, pero le deseo suerte”, le dijo Lucía a Javier. El gordo Vilela terminaba con sus chicas por sus ataques de celos: desconfiaba hasta de las flores que su novia olía al caminar.

Javier la buscó en auto, pero no fueron a ninguna fiesta ya que Lucía estaba obligada a reposar en casa. Contrariando las indicaciones del doctor, fueron al malecón de Saenz Peña, una calle simpática de Barranco que alberga tres centros culturales en una sola cuadra. Era casi la medianoche y se estacionaron cerca al malecón sin salir del auto, ya les había pasado que los vagabundos se acercaban a pedirles dinero (a él, Lucía nunca pagaba nada, se daba su lugar, como toda una dama bien entrenada).

Javier cortaba sus frases dulces con impertinencias amargas que ejecutaba con un talento y espontaneidad naturales. Por ejemplo, Lucía se molestaba cuando Javier la celaba con cualquier hijo de vecino que le hablara en la universidad, pensaba siempre que ellos querían mucho más con ella y por eso le hablaban. Le molestaba que Lucía fuera tan ingenua para dejarse llevar por el discurso y la pompa de los gileritos monces de Derecho.

Lucía todavía soportaba los celos de ese extraño chico que poco a poco iba convirtiéndose en su chico, realidad que no quería aceptar. Le recordaba a Ringo, su primer novio. Más allá de sus facciones parecidas, la actitud calmada y prosaica con que decía las cosas, la manera en que se tomaba su tiempo para contar los detalles del último libro que estaba leyendo o alguna banalidad cósmica, la divertía sobremanera y le recordaba a ese tipo con nombre de baterista legendario. De cualquier forma, no los confundía.

Sus celos también le recordaban a Tiger, quien siempre fue un hombre tranquilo pero se creía el amo y dominador de lo más cercano que tenía. Desde su madre hasta sus libros, pasando por Lucía, de quien se cansó un día, y terminó por la vía rápida del mail. Cada chico que se le acercaba se ganaba las sospechas de Tiger. Pensaba que se acercaban a ella sólo para invitarla a salir y, por qué no, para acostarse con ella. Lucía le negó siempre a Tiger que ella tuviera la culpa, y ahora volvía a negarle lo mismo a Javier, quien apoyaba la teoría de Tiger. “¿Te das cuenta de lo que me estás diciendo?”, lamentaba Lucía.

Javier le decía que se había enamorado de la heroína de la trilogía de Stieg Larsson. Trataba de convencerla con un lenguaje embelesado que Lisbeth Salander y ella, Lucía Castello, eran la misma persona porque sentía en ambas el mismo viento helado y combativo contra las realidades que les había tocado presenciar, el machismo sueco de Lisbeth y la injusticia limeña de Lucía, adversidades que hermanaba la eternidad de cada una en un libro que nadie se animaba a escribir. De eso se lamentaba, de que no hubiera otro buen escritor como Larsson que introdujera esa historia en, calculaba, poco más de cien páginas, mediocre tamaño para ser el primer libro de un escritor joven. “¡Quiero escribir una novela que hable de ti, Lucía!”, le anunció entonces.

–No te creo.
–Ya lo verás.
–¿Yo que tengo de interesante? –preguntó Lucía–.
–Tú no te puedes desligar de tu pasado, Lucía. Me atrevería a decir que poco a poco él volverá a ti, no te va a dejar tan fácil, y tendrás que eliminarme de tus días si quieres continuar.
–Qué te ha picado, ¿en qué te basas para decirme eso?
–En nada, en tu mirada quizás, en la manera como me besas y no te dejas besar.
–No entiendo, un beso es un beso.
–Te equivocas, los tuyos no se conquistan fácilmente, no para mí al menos, es un lugar al que llego después de mucho labrar debajo de tu oreja.
–Lo siento, no confío en ti. Lo sabes.
–No confías en mí o quizás, como te digo, no confías en tu pasado.
–A veces llegas a desesperarme, no entiendo porqué termino haciendo estas cosas contigo.
–Por eso no es buena idea pedirte nada, los recuerdos que tenga contigo me los voy a ganar.
–¿Qué te hace pensar que te voy a recordar? –preguntó Lucía. Javier le apretó los brazos–.
–¡Auch, tarado!

Se besaron. Lucía lo detuvo, “de verdad me pierdes si escribes ese libro”, le dijo y Javier no contestó. Sabía que ya la había perdido. En medio de la calentura de la noche le dijo que le gustaban otras chicas y no solamente ella. Que le gustaría ser novios, pero ahora era imposible para él. Que existían muchas chicas interesantes para enredarse con una sola.

Si le decía esas cosas era para hacerse, felino que cae parado, el interesante en el asunto. “Perdiste la luna por contar las estrellas”, Vilela le enrostró una vez. Javier nunca estuvo totalmente al tanto que su estrategia enfurecía más a Lucía, que pronto se cansaría de jugar. Se fueron agitando, cada vez perdían más el control, la noción de la calle, la vista pública, las ventanas estaban empañadas ayudaban pero tampoco eran polarizadas.  Podían ser delatados ante Serenazgo por cualquier vecino, gracias a Dios, el barranquino promedio tolera esos arranques de arrechura y más bien los considera bohemios.

Él quiso incrustarle su erección en la cara, y ella lo pensó, lo dudó, saboreó en su mente. Lucía hacía cualquier cosa menos chuparla. Estuvo a punto de caer por sus ganas casi incontenibles de morder un pedazo de carne humana y latente. Javier no lo lograría tampoco esta vez, sólo la sentó a horcajadas, y la empezó a mover, seguía con sus prendas intactas. Era sexo con ropa y Lucía estaba mojada, se acercaba cada vez más por el camino de sus deseos. Ponía también de su parte, se movía, rozaba sus ganas contra el ímpetu de Javier. Pensó que era tarde para retroceder, ya había empezado a pronunciar las dos palabras, las letras ganaban sonido sin hacer ruido. Como un pequeño respiro, se logró escuchar el sello que probaba la mortalidad de Lucía: “te amo”, se escuchó decir, se vio caer, en un abismo, Lucía.


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Este blog estuvo en la "clase maestra" de Jorge Drexler, quería compartir un extracto de ella a modo de anuncio del regreso de los videos producidos por esta casa. El uruguayo habla rimando.




La segunda parte del post la publico en lo que queda de la semana. Gracias por leer. Suerte.
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