viernes, 4 de marzo de 2011

Pluma Invitada: Mi revolución francesa


Escrito por Raúl Castillo
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No recuerdo todo lo que siento, pero sí siento todo lo que recuerdo. Siempre exhalo y recuerdo su dulce aroma sabor a fruta. Observo en el pasado y recuerdo el brillo de sus cabellos dorados, el oscuro tono de sus ojos negros y sobre todo, el sabor de su delicada piel de chocolate blanco. Tampoco olvido su melodioso y sensual acento francés que hacía palpitar mis labios a la hora de besarla y encantarme.



Fue hace ya más de un año que la distancia decidió robármela. El verano se alejaba y los vientos fríos del otoño asomaban fuerte. El aire era tan frío y penetrante que no dudé en subirme al primer bus que transitaba por mi residencia. Caminé hostigado entre las personas  en busca de asiento hasta toparme con uno. Estaba desgastado y roto como la mayoría de estos. Junto al mismo, sentí la fuerte carga de una chica, que a pesar de ser guapa, hice caso omiso a su presencia y abrí mi lectura. 

Minutos más tarde, apareció un cobrador agraviante. Vestía una camisa azul sucia y arrugada. Sus manos estaban llenas de mugre y sus uñas sólo podían ser comparadas al asco de la alcantarillas. Bajo la oscura iluminación del bus, el hombre sacó su sucia garra y le reclamó a la chica que estaba al costado de mí. Un pasaje y un carnet de medio eran el problema. En ese instante, no vacilé en defenderla y el cobrador desistió de sus protestas. Los dos sonreímos, mas yo no quise seguir conversando. El amor ya me había hecho distanciarme de otra chica hace poco y no quería entablar nuevas pláticas.

No obstante, Lara, así se llamaba, decidió hacerlo por mí. Vestía un fino polo blanco, una delgada chompa negra y pantalones del mismo color. Aunque mi mirada sólo se fijaba en los finos rasgos de su rostro y la suavidad y dulzura que parecían tener sus labios.

Durante el tráfico y la bulla de la congestión de la tarde gris limeña, Lara decidió conversar y sus labios forjaron el resto. Su boca realizaba conjuros y hechizos. Hechizos que me hipnotizaron al hablar de Lima, de Canadá, de lo maravilloso que era viajar, hasta la pobreza y la injusticia  que había y hay en el mundo. Fue entretanto que nos dimos cuenta de nuestra cercanía. No había sido coincidencia haber tomado el mismo bus, pues apenas 12 cuadras nos separaban uno del otro. Las mismas 12 cuadras por las cuales sabíamos que nos íbamos a ver de nuevo.

No dudé en llamarla e invitarla a una fiesta a los dos días. Decidí abrigarme poco: una casaca de cuero negra, un polo blanco y jeans azules bastaban para la temperatura de esa noche calma. Decidí caminar hacia su casa y en esta, quizás encontré la imagen más predominante de todo patriarcado. Toqué nervioso el timbre de su casa y apareció un gigante medieval con más de un 1.90 de estatura.

-          ¿Qué intentas? - fue lo primero que me dijo el gigante, sosteniendo un mazo de hierro.
-          ¿Se encontrará Lara? -  sólo atiné a responderle.

Al cabo de unos segundos, se retiró lentamente, como si el gigante custodiase una mazmorra donde habitase la princesa. Era un guardián, que bajo la camisa y pantalones formales, guardaba una armadura de hierro que protegía todo atentado que pudieren cometerle a Lara. A los pocos minutos sale Lara, me jala de la mano y me deja entrar a la mazmorra.

-          ¿Puedes esperarme unos segundos? – me dijo con su acento francés que me volvía loco e indefenso ante ella.
-          Sí - le respondí temerosamente, pues todavía no superaba la presencia del gigante.

Sentando en un sillón, decidí esperarla para luego salir, sin antes dejarle una notificación al gigante de la mazmorra. Saltamos y enrumbamos en el típico carruaje amarillo de Lima. Antes de llegar a la fiesta, sufrimos algunos problemas de ubicación que nos ayudó a platicar más entre nosotros. Y ya en la fiesta, mis amigos me molestaban, a pesar de que no estábamos juntos.

-          Bien con el negocio – muchos decían.

Yo sólo atinaba a sonreír y a hacer caso omiso a sus palabras. Quizás nunca supo cómo nos molestaban, pero se divirtió ante todo. Reímos y bailamos durante varias horas. La noche siguió pasando y ya eran las 3 de la mañana cuando decidimos retirarnos ante los gritos y llamadas del gigante. Caminamos varias cuadras durante la fría noche. Infinita noche que era alumbrada por la infinita bóveda de estrellas amarillas. Estrellas que vieron cómo me abrazó fuertemente durante varios minutos al dejarla en su casa.

-          Gracias por todo – fueron sus palabras.

Al cerrar su puerta me retiré y caminé a casa durante toda la noche. No pude olvidarme de ella. No dejaba de pensar. No dejaba de recordar mis brazos cuando tocaban su cintura. Lo bien que me sentí al momento de abrazarla.

Pasaron los días y volvimos a encontrarnos. Tuve junto a Lara, una maravillosa cena en el José Antonio. En la cena empezamos a hablar más de nosotros, de nuestros padres, hasta de la química que ya había. En el restaurante, pedimos dos pisco sours cada uno. De fondo, pedí  una chuleta acaramelada de fondo y ella un lomo saltado. Mientras cenábamos, conversamos y bebimos durante varias horas. Reímos y sentimos que nos conocíamos durante años.

Al salir del José Antonio bajo una fría lluvia que nos mojaba a los dos, saqué la casaca de mi cuerpo y la puse encima de sus hombros. No vacilé en abrazarla fuertemente, mientras nos dirigíamos a su casa. Los pisco sours ya hacían efecto y nuestra felicidad y alegría alumbraban las calles oscuras de la avenida Angamos.

Debajo de los muros del tren eléctrico, decidimos tomarnos la mano y caminar hasta su casa. En ella, nos quedamos alejados durante un buen tiempo. Ella me volvió a abrazar fuertemente y ahí decidí besarla. La besé con tanta fuerza como si fuese la última vez. Luego, ella me sonrió, me besó nuevamente y cerró las puertas del castillo. Ese día también fue el último día que vislumbre al gigante.

Poco tiempo después, partimos un fin de semana hacia Chosica. La noche de ese sábado era cálida. El mismo silencio hablaba. Las estrellas chispeaban como si fuese el polo sur y fue por esa y otras razones que no dudamos en hacer el amor por primera vez. Ese día volví a entender esas palabras. No vacilé en besarla apasionadamente y sacarle las ropas con la mayor suavidad posible. Una a una hasta quedar como Adán y Eva. Nuestros cuerpos y nuestras partes formaron un solo cuerpo. A la mañana siguiente, éramos las personas más felices. No dejé de abrazarla y ella igual. Presenciamos la mañana. La luz del día. El cantar de las aves y sobre todo, la unión de nuestras almas.

Pero toda relación entre personas extranjeras, tiene que acabar. Lara se fue a los pocos meses. Los deberes y obligaciones nos alejaron. Ella en Canadá. Yo en Perú. No olvidaré el día de despedida. El día en que fui a su casa y lloramos durante largas horas. Yo estaba sentado junto a ella. Lara junto a mí. Y sólo nos quedo por besarnos y abrazarnos por última vez.

A las pocas horas, la llevé al aeropuerto. Nos sentamos a esperar el arribo a las salas de embarque. No queríamos dejarnos. En un momento, sentía que cogía muy fuertemente mi mano y que quería llevarme conmigo. Yo quería, pero no podía y ella lo sabía. Era la impotencia consumada en la unión de dos manos (la izquierda y la derecha). Los letreros amarillos, los pasadizos de color crema y la fría puerta del Jorge Chávez me alejaban de ella. Nos abrazamos y esa fue la última vez que la volví a ver. Camino a casa era un desastre. Recostado en un costado del taxi no sabía si me quedaba dormido o si dormía para siempre. Hasta ahora lo pienso.

Quizás en el amor, la distancia es una llamada de atención. Una llamada que nos hace resaltar la ausencia de la persona que amamos. La persona que nos hace falta y que nos complementa. Esa misma por la cual daríamos todo por tenerla de nuevo junto a nosotros. A pesar de que la distancia también es nuestro peor enemigo. La distancia nos hace temer, eludir, malinterpretar, huir y hasta enfermar toda prematura relación de amor. Con la distancia, viene la lejanía. Con la lejanía, viene el miedo. Con el miedo, vienen los celos. Y con sólo los celos, vuelve la distancia y el amor lejano. 

Dicen que la distancia hace el olvido y que el roce hace el cariño, pero por muy lejos que te siento, jamás olvidaré aquellos besos que me diste y aquellas caricias que sentí. Porque momentos así de felices fueron muy bonitos de vivir.

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Imagen por Jaime Tri-X
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3 comentarios:

  1. Reiner, mis mas sinceras felicitaciones para tu Blog(Para ti y tus "socios"), me parecen estupendas las historias, prometo que leeré muchas mas, me encantan. Los apoyo =)

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  2. Man esta paja el relato y la forma como describes, espero q tambien sigas mi blog, sigue así.

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