Imagen por Miss_Salander |
Miércoles, 25 de noviembre de 2009
Esa tarde, Javier no se percató que se dirigía a la misma mesa donde Lucía estudiaba en el tercer piso de la biblioteca. Caminó distraído hasta el único asiento libre para revisar unos libros de pintura expresionista a los que se había pegado hace poco, se dio cuenta muy tarde que Lucía estaba a su costado. Como supuso que seguía molesta, prefirió no saludarla. Saludarla, pensaba, era cortés y demasiado valiente, el riesgo era recibir sus gritos o, peor, su desprecio. Recordó las tres únicas veces que se la cruzó después de la pelea del Messenger que tuvieron cinco meses atrás.
La primera, pensando que todo estaba bien entre ellos, se acercó a Lucía a saludarla. Fue a la salida del Comedor Central. Ella le lanzó una mirada contenida, llena de rencor y pena. Por poco, sintió Javier, le escupe. Intentó detenerla del brazo y ella se zafó rápidamente, “¡suéltame, idiota!”, dijo, desatando un pequeño escándalo entre los alumnos que pululaban por allí y se quedaron viéndolo. “Loca de mierda… y el huevón que se deja”, dijo uno de ellos.
La segunda vez, advertido de que la había cagado con la vil mentira de que Tiger ya conocía su pasado (secreto que ella nunca le revelaría, Tiger debía morir en la ignorancia) quiso enmendar su error. La esperó a la salida de su facultad, en un lugar conocido como “el Octógono”. Cuando la tuvo enfrente, al observar otra vez la mirada biliosa de Lucía, se quedó corto, sin palabras y la dejó pasar. Ella tenía algo que él no sabía si llamar talento, pero era innegable: transmitía furia a través de los ojos, sin violentar la fina expresión de su rostro.
La tercera vez, su ceguera impidió que la viera de lejos para poder evitarla, ya era demasiado tarde. Nuevamente en la biblioteca, en el pasillo del primer piso, ella pasó resuelta, sin vacilar, sujeta a la mochila gigante donde llevaba libros gordísimos. No lo miró. Para Javier fue mejor, había desarrollado las ganas de no cruzársela más, por temor a los gritos de los que podía caer víctima.
Todos esos encuentros ocurrieron un ciclo antes. En el presente ciclo, era la primera vez que se la cruzaba. Era raro, para él, estar al lado de una vieja amiga y no poder hablarle por una pelea que los separaba. No podía negar que Lucía le atraía, incluso había pensado una vez en besarla a la fuerza a ver qué pasaba. Sin embargo, las veces que hablaban de Tiger lo convencían de que no pasaría nada con él. Además, había estado ocupado en el pequeño romance que tuvo con Sylvia, al que le puso todas sus fuerzas y no prosperó, tanto que pensó olvidarla en su viaje a Estados Unidos.
Pero ahora no estaba Sylvia, ni Tiger. Sólo Lucía y la magia de los dedos que le tocaron el hombro. Eran los de ella. Lo estaba mirando, sus labios pronunciaron el “cómo estás” de saque. Javier no confiaba todavía, es una careta, pensó. Esperaba que en cualquier momento Lucía perdiera otra vez los papeles o se mostrara arisca y le volteara la cara de un cachetadón. Sin embargo, la conversación discurrió por algunos puntos nimios sobre ellos, qué estás leyendo, tienes clase luego, sigues practicando, hasta que el bibliotecario los rezongó con un pitido en señal de silencio, pues estaban en una biblioteca y otros alumnos ya se habían quejado. “En la Cato son muy señoritas, vámonos”, dijo Javier. Tomaron sus cosas y salieron.
Llegaron al paradero. Para ir a casa, siempre tomaban el mismo microbús de la línea 18, el blanco con raya azul. Javier bajaba primero, en el cruce de la Bolívar con Sucre, y Lucía se iba hasta Chorrillos, pero esa noche, tras un par de chantajes, y para celebrar el retorno de la amistad, la acompañó hasta el parque Kennedy. “Las noches sola, me lleva a la tristeza”, había dicho ella con mirada lánguida. Es difícil abandonar a una chica que lo ha perdido todo, justificaba Javier para sí mismo.
Esa noche se presentaba “Amadeus” en el Teatro del Británico de Bellavista. Entraron y vieron juntos la actuación con mediocres actores nacionales. La obra se excedía en el chiste fácil y barato. La trama era monstruosa, pero la interpretación dejaba mucho que desear. Esto no los molestó demasiado cuando salieron al paradero a las diez de la noche, Lucía insinuó que no quería llegar temprano a su casa y Javier le ofreció unos tragos multicolores para hacer hora. Cayeron en el bar Media Naranja, a dos cuadras de allí.
No había sido fácil lograr su perdón. Recién ahora, separados por dos vasos llenos de pisco con maracuyá sobre una mesa redonda, Javier se animó a confesarle la mentira. Ella no se lo esperaba, ya se había hecho la idea de cerrar el capítulo de la revelación del secreto.
–Nunca le conté nada, Lucía, fue una mentira –la dejó atónita con sus palabras, la boca abierta–.
–…
–Te dije eso para ganarte la discusión, me jodía que siempre salieras ganando –Javier exhaló un viento pesado-.
–¿Sabes lo que he tenido que pasar por tu bromita? –humeaba Lucía como una tetera–.
–Espera, Lucía, no te molestes.
–Todo este tiempo he huido de Tiger, avergonzada de que sepa todo, ¿y ahora me dices que todo fue producto de tu imaginación?
–No exactamente eso, sólo quise darte de tu propia medicina y se me fue la mano.
–Cálmate, Lucía, cálmate –se dijo ella a sí misma, cerrando los ojos, mentón altivo, elevándose–.
–Mírale el lado bueno, Tiger no sabe nada, y probablemente morirá sin conocer tus sweet sixteen.
–Ah, pero por supuesto –abrió los ojos–. Promete que no le dirás a nadie.
–Sabes que no hago esas cosas –resistió Javier–.
–Júralo o te olvidas de mí. Júralo, ¡o te olvidas de mí! –acorraló Lucía–.
No tenía salida, Lucía sabía cómo domarlo. El peso de su mirada centelleaba en la conciencia de Javier. Él se conocía muy bien, no era chismoso, podía vivir sin contarle un secreto a nadie, al fin y al cabo, todos tenemos secretos que no compartimos con nadie. Creencia con la que colisionaba el pedido de Lucía, no le gustaba prometer nada a nadie, renegaba de ese tipo de cerraduras sentimentales a las que las personas se entregaban negándose a sí mismas. Siempre lo atormentaba la tentación de escribirlo, y si se lo prohibían, también podría publicarlo. En estas épocas de tantas redes sociales, quizás, crearse un blog y escribir la novela por entregas no era mala idea. Lucía siempre le pareció, de sobra, un personaje de novela, una que él nunca se animaba a escribir. Escribir, para él, era un acto de fe, el último manotazo de un ahogado o un juego del azar en sus dedos, al que se dedicaba para canalizar el dolor inubicable de su alma casi extinta. Era la ciega manera de llegar al lugar indicado para guarecerse del deseo malformado que invadía su espíritu. No se podía prometer nada a sí mismo porque en ninguno de los mundos ficcionales que había visitado encontró promesas, ellas sólo habitaban en los libros de autoayuda o en las comedias románticas. Es tonto dejar que guíen mis pasos, pensaba, esa era la primera fibra de una promesa, confiar en las palabras de un humano que padecía su misma fragilidad y limitaciones. Si saliste herida una vez por confiar en las promesas de Tiger, insinuaba Javier entrelíneas, no deberías repetir la historia conmigo.
–No te fíes de mí, Lucía –dijo Javier finalmente–.
–A qué te refieres.
–Mejor pidamos otro trago –propuso, para salir del paso–.
–Si ya no tienes dinero –atizó Lucía–.
–Entonces qué quieres hacer.
–Mi trago, primero. Y te cuento qué quiero.
Javier llamó a la azafata. Le pidió un trago más. Le quedaban unos billetes, pero intuía que si gastaba iba a necesitar ese dinero para volver a casa si se perdía en algún lugar de Lima. Le importó un carajo la mirada burlona de la azafata, quien advirtió los huecos que tenía en los bolsillos. Pensar en los demás era no avanzar, en eso era un perfecto equilibrista de circo, que olvidaba a los demás y se centraba en un objetivo: los misterios de Lucía. Así que pagó, como una forma de apostarle a la noche que vencería a Lucía, esta vez con buenas artes, sin mentiras. Pagó por ver más.
–¿Volviste a hablar con la tal Sylvia? –se interesó Lucía antes del primer sorbo con cañita–.
–No. La estoy olvidando. Hace tres semanas que no reviso su perfil de Facebook, por ejemplo.
–Cuando dejes de contarlas, te creeré.
–No voy a hacer dramas de ella. Si me quiere, que me busque.
–No seas botado, tú dijiste que te buscó y tú no quisiste nada.
–No es que no quisiera nada, esa vez no podía.
–Deja de poner excusas. Llámala o se irá con otro.
–¡Ya!, no quiero hablar de ella.
–Como quieras. Quiero que me acompañes a mi casa.
–Lucía, no tengo dinero para el taxi de regreso. Estás muy rara hoy.
–Simplemente, no quiero estar sola.
–Las mujeres nunca quieren estar solas.
–¿Te jode?, no entiendes nada.
–Sólo digo que si no yo, cualquier otro podía estar aquí.
–Eso es verdad. Pero, fuera de huevadas, me gusta tu compañía.
–¿Por?
–Yo me entiendo sola.
Sorbía el trago, estuvo callada un buen rato. Él le propuso acompañarla a que tome su micro cuando terminara, ella asintió, pero en verdad él tenía pensado llevarla por los lugares más lóbregos de Miraflores. Dejó que él hablara, le contara sus cosas, se le veía irritada. Pensaba hondamente en otras cosas. Físicamente estaban juntos, pero su mente surcaba otro planeta o se estacionaba en otro tiempo. Esa mirada, sin modificar ningún músculo facial, conocía cada aspecto que venía de la noche. Probablemente, no debí contarle eso, se torturaba Javier para sus adentros, ahora ella tendrá excusas para buscar a Tiger.
–Ven, bésame –interrumpió por fin el rictus de su rostro–.
–¿Perdón?
–Sólo quiero un beso, estoy aburrida, eso es todo.
Aquel pedido lo llevó a la infancia, recordó la serie de anime japonés Neon Génesis Evangelion, en la cual, la bella Asuka besaba a Shinji porque no tenía nada más qué hacer. Él recordaba un aniversario más de la muerte de su madre y, de pronto, le pidió, germanizado español de por medio, un beso. El virginal Shinji no tenía en su concepción del mundo besar por diversión, menos por aburrimiento. Ella tuvo que taparle la nariz pues su respiración, cada vez más rápida a medida que se acercaban, le hacía cosquillas. Cuando Javier vio aquella escena, era más imberbe e inocente. Probablemente él, al contrario de Shinji que sí besó a Asuka, hubiera escondido la cara debajo de una almohada. Sin embargo, el Javier de ahora, llevado por la malicia de los años, no desaprovecharía la oportunidad que esperó siempre.
–Está bien, ven –dijo Javier–.
–Acércate, tú. El favor es para ti.
–Sí, perdón, tienes razón –dijo Javier, convencido de que casi la cagaba–.
–Apúrate antes que me desanime.
Su propia Asuka le pedía un beso, cómo negarse. Como los adolescentes del dibujo, se dieron un beso quieto que devino en un arrepentimiento instantáneo. Lucía, ¿o Asuka?, quiso enjuagarse la boca y no encontró más que el último resto de su trago para hacerlo. Nunca más se besaron en la serie, de esto, probablemente los fanáticos de Evangelion sepan más. La idea de haber reproducido con Lucía una de las escenas que marcaron su infancia, lo encabritaba. Era la noche perfecta con la chica impensada.
Sin más que hacer, Javier pagó la cuenta y guió a Lucía por un pasaje oscuro que desembocaba en las primeras cuadras de la calle Porta, una de esas calles míticas que guardaba para pasear algún día con Sylvia, la chica a la que quería de verdad, pero que esta, por malagradecida y distante, no compartiría jampas con él. A tan solo media cuadra, Lucía dijo que tenía frío. Cuando Javier la abrigó con su casaca, quiso besarla de nuevo. Lucía se rehusó unos segundos y terminó accediendo.
Loca pasión. Deseo reprimido mucho tiempo. No negarlo más. La necesidad de otro cuerpo. La deuda. La ilusión. La entrega. La revancha. Los roces, las peleas. La complicidad de la noche. Las ganas infernales de quererse. La búsqueda que había terminado.
De pronto, un moreno emergió de la oscuridad con unas fachas peligrosas, que los distrajeron por un rato. Una vez que lo pasaron, Javier quiso enfrentarlo. Recargadas las energías por los tragos y los besos de su nueva chica, sentía que podía él sólo contra el mundo, gritó un par de arengas al aire que, para su fortuna, el moreno malaspectoso no escuchó. En realidad, estaba fingiendo, jamás pelearía con el sujeto porque perdería. Simplemente atizó en Lucía el sentimiento de que se encontraba al lado de un hombre de verdad que la protegería de cualquier felón.
Doblaron a la derecha, a ver qué había, entraron por Buenos Aires, un pasaje de forma circular que cuadras más adelante los devolvió a Porta, casi en la bocacalle del malecón, donde el frondoso árbol de una residencia seguramente de una típica familia miraflorina y conservadora sirvió de refugio para que se volvieran a amar acaloradamente, esta vez en el suelo, despojándose lentamente de las incómodas vestiduras. El miedo a ser descubiertos fue justificado cuando escucharon los pasos de unas personas acercarse.
Se recogieron ellos mismos del suelo, habían olvidado sus nombres. Javier casi le dice “Liliana, corre”, a lo que ella habría respondido “Julio, mira lo que ocasionas”. Hervidos e incompletos, caminaron hasta la primera esquina que encontraron y se detuvieron. Ninguno habló hasta que recordó el nombre del otro. Ella se arreglaba los mechones sueltos y él se metía la camisa al pantalón. La tomó debajo de las orejas y la volvió a besar. El muro levantado por Lucía se había diluido al filo de la costa limeña, cuyo viento gélido de noviembre era ignorado por los renovados amantes.
“Llévame a mi casa”, dijo ella. Poco se demoró en entender Javier que era un chantaje. Estaban sentados en unas bancas del parque Salazar, arriba de Larcomar. De espaldas al mar, miraron tanto al lugar donde varios taxistas reunidos esperan a sus clientes, que a Lucía se le antojó tomar uno, y de ningún modo sin su compañía. Javier debía entregar unos trabajos al día siguiente, ya era muy tarde para que presente unos trabajos decorosos a su profesor de Redacción periodística. Nada podía competir ahora contra Lucía.
Les importó un pepino que el taxista los viera, ellos continuaban. No te detengas, escuchaba Javier en sus oídos mientras encendía más a Lucía acariciándole la entrepierna. Los cabellos de Lucía, descubrió Javier, se introducían constantemente en sus labios, nunca le había pasado con otra chica, cayó en la cuenta que Lucía era la primera chica de cabello largo que besaba y esbozó una sonrisa.
El auto los dejó en la entrada de la calle Nueva York, por lo que caminaron apresurados un par de cuadras hasta su casa, un portón negro que daba hacia un segundo piso, donde probablemente estuvieran sus hermanos viendo televisión. Déjame entrar, le rogaba Javier a Lucía. ¡No, está mi familia!, aclaró Lucía, se habían quedado en el pasadizo del primer piso, donde soltaron sus cosas al suelo y reiniciaron sus besos remolones.
¡Me gusta por atrás!, repetía Lucía, mientras encajaba sus posaderas al asta de Javier. ¡Házmelo por atrás, no pares!, pedía Lucía, fuera de sí. ¡Qué haces, levántate eso!, reprobó al ver a Javier con los pantalones caídos. Enrojecido, Javier dijo: ¡déjate de juegos, déjame pasar! ¡Shhht!, lo calló Lucía, recordándole que todavía estaban en la vía pública, en cualquier momento salía algún vecino y lo iba a descubrir con el colgajo afuera. Valía la pena correr el riesgo, contrarió Javier.
Esto no está bien, determinó Lucía en un rapto de lucidez. Subamos, prometo que no haré bulla, rogó Javier que sentía la imperiosa necesidad de terminar. No quiero que me la metas, sólo por encima, pidió Lucía. Javier aceptó, sabiendo de la inutilidad de esos juramentos pre-carnales.
Primero, ella subió sola, abrió su puerta y echó un ojo dentro de la casa. Javier pensó que finalmente accedería al reino que Lucía cuidaba celosamente, donde había vivido intensos momentos con Tiger y quizás con algún otro hombre perdido en su memoria, fue traído de golpe a la realidad por un grito silencioso. ¡Javier, vete, mis hermanos están despiertos!, arengó Lucía desde el segundo piso con cara de preocupada. Inmediatamente, entró a su casa y cerró la puerta.
Esa noche, no la volvería a ver más. Había quedado a medio camino en la escalera, su celular sin batería, su mochila y su correa tirados en el primer piso, sus pantalones abajo. Así, ridículo como se veía, bajó las escaleras a recoger su correa. De repente, una viejecita que venía alegre de algún casino chorrillano, abrió el portón negro con su llave y entró. Lucía se había olvidado de abrirle el portón, así que antes que cierre, debía interceptar a la viejita.
“Buenas noches, señora”, asustó a la mujer al vuelo. Pasó como un relámpago, a la señora casi le sobreviene un infarto de la impresión, pero salió tan rápido que segundos después dudó si aquel cruce había ocurrido. Javier caminó hasta la avenida Matellini, una de las principales de Chorrillos. El Metropolitano estaba cerrado, ningún micro pasaba un jueves de madrugada, el taxi era impensable para su bolsillo. Abandonado a su suerte, lanzado a la calle para sobrevivir, sólo pudo gritar “¡Lucía de mierda!” para que lo escucharan las últimas garzas que migraban al sur.
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Excusas: Pido disculpas a los lectores y a mi compañero Teni. La semana pasada por temas relacionados al beatle McCartney (fui al estadio, pero afuera; no lo vi, lo escuché, casi lo mismo) y a varios trabajos que tuve que presentar en la universidad, se me hizo imposible postear la continuación de la novelita. No sé si extrañaron mi pluma, al menos yo sí, rompí sin querer el régimen de posteadas, algo que es histórico y no volverá a suceder. A Teni, que ya tenía su post escrito, lo podrán leer sin falta el domingo a primera hora. Que tengan una buena semana, yo le seguiré robando horas a la madrugada para postear como es mi deber. Probablemente, pronto podremos responder por Twitter a sus comentarios. Que tengan buena semana. PERDÓN.
paja q scribas d lucia y s pero debes tenr otras choteadas o no? exigete nuevas historias tmb =)
ResponderEliminar¡Clarín corneta! Las nuevas historias están en remojo, pronto saldrán a la luz. Abrazos.
ResponderEliminarBueno que te puedo decir, Lucia dejo con ganas a Javier, clásica. Es que uno siempre, siempre va terminar perdiendo. Yo en lugar de Javier, me la tiraba y a la mierda lo demás. Bacan, pero otra vez, me dejaste con las ganas de seguir leyendo, al menos eso aprendiste de Lucia. Jajaja
ResponderEliminarHola Anónimo, antes de ganar, tienes que saber perder. La victoria ante una chica pasa por convencerla de que ella ha vencido. Más de esto en el próximo capítulo. Suerte, mi hermano.
ResponderEliminar(=
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