Imagen por Sunshine´s Photography |
Sábado,
30 de octubre de 2010
El deseo siempre traiciona. Lo incorrecto
tienta muchas veces. Pocas de ellas, triunfa la lógica y los impulsos son la
primera y última plegaria. Javier sintió que los muslos de Vanessa se colaban por
su entrepierna, su sonrisa desvestida a pocos centímetros era el demonio que lo
embrujaba nuevamente. Las nubes de humo cegaban su mirada. Javier olvidó por un
momento que estaba allí para rescatar a Lucía cuando Vanessa, visiblemente
ebria, le pidió un porro.
Javier tenía un defecto, o una virtud (según
de dónde se mire): se enamoraba de las mejores y más cercanas amigas de la
chica que le gustaba. Cuando vio a Vanessa en la universidad, no dudó del
poderoso monumento que era su cuerpo. Tal vez, pensó muchas veces, en un grupo
de amigas, cada una lleva un poco de todas y estar con una era estar un poco
con todas. Lucía y sus amigas compartían costumbres, eran de la misma tribu.
Vanessa era de “Las Intocables” para Lucía, una lista de mejores amigas con las
que sus chicos no debían enrolarse. Allí también estaban anotadas Las Meras.
Simplemente, zanjó Javier, Lucía se había
convertido en una tarea imposible por deméritos propios. De una buena amiga, pasó
a ser una idea que flotaba en su mente. Y en cada chica se conformaría con
encontrar un pedazo de Lucía, que la extrañaba e iba al Jafetti para cuidarla y
besarla un poco sin importarle las veces que ella le había dicho que no quería
verlo más.
No podía quejarse con nadie, dejaba pasar
atónito los acontecimientos hasta que se dio cuenta del doble filo de su pena.
Si Lucía no correspondía al cariño de Javier, se desdibujaba sola poco a poco.
El sentimiento era más grande que ella, la traspasaba. El orgullo de Lucía
germinaría el silencio a la que estaba condenada la memoria de ellos dos.
–No tengo porros ––le responde a Vanessa––.
–Lucía me dijo que sí.
–Ni siquiera fumo cigarros.
– ¿Fumas marihuana, pero no cigarros?
–Sólo fumo de la buena.
–Tonto, ven para juntarte al grupo.
– ¿Quiénes son esos tipos de camisa que están
tan melosos?
–Ellos tienen la hierba, pero no me agradan,
no quiero pedirles. Son de la chamba de Lucía.
Javier recordó que Lucía le contó acerca de ese
jefe, Andrés Iturbe, un abogado alto y galante, calzaba 44 según Lucía, de cuerpo
atlético y camisa rosada. Tenía un trago de color rojo en una mano y con la
otra atenazaba a Lucía, que hizo contacto visual con Javier en ese momento.
– ¿A dónde va? ––preguntó Javier, al ver
caminar a Lucía con pasos firmes––.
–Mi amiga sólo hace eso por una cosa: te
odia.
–He venido a pedirle perdón.
–Tranquilo, iré con ella ––Vanessa toma
dirección al baño––.
– ¡Espera!, ¿por qué me ayudas?
–Mejor no preguntes.
Vanessa encuentra a Lucía pensativa, sin
saber qué hacer en el baño. “¡Andrés se quiere ir conmigo y ese huevón de
Javier está acá!”, dijo Lucía. Vanessa la calmó, todavía era la voz de la razón
a pesar de llevar encima dos vasos de chilcano, no por gusto tenía dos años más
que Lucía, que no sabía cómo actuar y no resistía el trago. Vanessa le aconsejó
que no hiciera problema y se fuera con ella y Las Meras que, en ese momento, se
materializaron en forma de Fiorella y Raquel.
Fiorella exclamó orgullosa: “¡Qué le pasa a
todo el mundo que me quiere cachar ah!”.
Raquel le pide que se calle, vieron a Lucía y se acercaron. Está roja, “quiere
irse y no sabe con quién”, las pone al tanto Vanessa.
– ¡Chola, vamos! Yo también me llevo a tu
otro compañero, ¿es el segundo luego de tu jefe, no? ––curioseó Fiorella, que
quería ganar sí o sí––.
–Es un idiota––responde Lucía––.
– ¿El tal Andrés?
–No, Javier, un tipo de la universidad que me
ha venido a buscar.
– ¡O sea que por fin lo voy a conocer!
–No es gran cosa ––advierte Lucía––.
– ¿Qué, es misio?
Vanessa no aguantaba a Fiorella y sus
preguntas rocambolescas. Lucía ya estaba calmada y la dejó un rato para que
discuta con sus amigas.
–Estudia comunicaciones, saca tu línea
––continuó Lucía––.
–Pero qué quieres hacer tú: ¿el misio de
Javier o Andrés tu jefe? ––Raquel rompió su mutismo––.
–Me da igual.
–En uno tienes que confiar más ––dijo
Raquel––.
–En Javier ––eligió, el pasado pesó más que
la aventura––. Pero ni cagando me voy con él.
–Habla con él. Si te quiere te comprenderá.
–No le importo, es un huevón.
–Nunca nos contaste qué te hizo ––dijo
Raquel––.
Eran mejores amigas, si bien se veían poco,
pero cuando trataban los asuntos relacionados a chicos y sus cacerías de fin de
semana, se reservaban los derechos al contar. Nunca daban el nombre del chico,
sólo lo describían físicamente. Le ponían un sobrenombre entre ellas y no se
animaban a presentarlo al grupo. Tal vez tenían miedo de la desaprobación,
quizás sabían que el chico era feo a pesar que les gustaba o, quién sabe,
preferían vivir en el misterio hasta que llegue el indicado. Las más
desesperadas llegaban a inventar identidades de chicos que no existían o que
existían pero no las gileaban y ellas montaban una obra de teatro en su cabeza
para justificarse ante el grupo, cuando era más que evidente que el chico ni
pensaba en ellas. Estos eran los casos más tristes.
–Sí, dinos para ir a cagarlo ––añadió
Fiorella––.
–Se pasó de pendejo. No quería nada serio, sólo
divertirse conmigo. Y yo no estoy para ser puta de nadie ––recalcó Lucía––.
–Me lo señalas ahorita mismo, tú sabes que yo
lo perjudico, ¿sí o no, Raquel? Recuerdas que te defendí del bribón ese.
– ¡Cállate! ––dijo Raquel––. No es necesario
que me lo recuerdes ––se refería a la noche que un gandul le quitó su
“tesoro”––.
–No fue tan grave, sólo me lo tiré una vez
––habló Lucía––.
– ¿Sólo una? ––dijeron ambas––.
–Sí, lo juro.
–Entonces no es tan grave ––concluyó
Fiorella––.
Lucía asintió mentirosamente. Había llorado
por Javier una vez. No lo iba a admitir frente a ellas. Fue después de una
noche de besos en el malecón, cuando todo parecía posible y Javier confiable,
hasta que le dijo que quería estar con ella y con varias más. “¡Te he llorado una
hora y ya te olvidé, maldito!”, le dijo Lucía a Javier por Messenger. Él se
sintió culpable y le pidió perdón electrónicamente, no hizo más, lo que incomodó
más a Lucía. Él sentía por primera vez lo que era hacer llorar a una chica. No
lo había hecho antes y no quería hacerlo más. Javier se propuso buscar el
perdón de Lucía, sólo que no se daba cuenta y ya caía muy espeso. Lucía no
quiso recordar más y fue a la mesa por un trago.
Pocas parejas bailaban, no había mucha
conexión entre las mesas de esa discoteca. Javier y Vanessa hablaban de cómo conseguir
porros, en realidad él le seguía la corriente, le dijo que conseguiría en la
calle, mentira, sólo quería hablar con Lucía que se demoraba. Vanessa era
todavía una extraña para él, aunque “buena onda”. De pronto, Lucía le tocó el
hombro y con voz forzada le dijo “qué quieres”. Sostenía un chilcano en la
mano.
–Resolver esto, Lucía.
–No hay nada que resolver ––ignoró ella––.
–Te debo unas disculpas, siempre te las
deberé.
–No, no te las he pedido. Ahórratelas.
–Ven, vamos a bailar.
– ¡Suéltame!
Llegó Andrés. Horondo y alegrón, abrazó a
Lucía. Ambos ignoraron a Javier, que se quedó parado un rato escuchándolos. La
billetera había matado al galán de nuevo. “¡Lucía!”, la llamó de pronto. Ella
se acercó, él quiso herirla. “Siempre te gustó la billetera gruesa, pendeja”,
le dijo y ella abrió los ojos. “¡Y no sólo eso, el zapato mata billetera!”,
exclamó y abrazó y besó a Andrés.
Javier salió del Jafetti con destino
incierto. Hasta trató mal al de la seguridad que se dio cuenta que había
entrado gratis: “Qué me vas a cobrar, payaso, ya te metí la rata”, le dijo. La
cólera lo invadía. Otra vez Lucía se había burlado. Golpeó la maletera del auto,
lo abrió, prendió la radio, recostó el asiento y se echó a pensar.
Un golpeteo de la ventana de enfrente lo
sorprendió, era Lucía a punto de caerse. Salió, rodeó el auto y la atrapó antes
que se siga chorreando por el capot. Abrió el auto e hizo que se siente atrás.
Estuvo junto a ella en silencio por varios minutos. Ella no hablaba, tenía el
cuello torcido y la boca abierta. Le dieron ganas de besarla cuando la
acomodaba. Lo hizo. Ella cerró la boca, estaba despierta pero cansada. Los
postes arrojaban una pizca de luz amarilla sobre su rostro cubierto por los
hilos de sus cabellos, sus hombros estaban descubiertos, su perfume invadía
nuevamente el auto. Recorrió sus pechos con la nariz, sumergió la mano en sus
muslos y volvió a besarla.
Ella reaccionó y al verlo encaramado resopló
fuerte y lo apartó. “¡Me voy!, es suficiente”, dijo. “Qué tienes”, Javier la
intentó retener, la tomó del brazo. No lo dejaría calenturiento.
–
¿Cómo me encontraste? ––pregunta él––.
–Una
tarde de agosto del 2008 en una clase de Historia del Perú moderno. Te sentabas
al lado de la cortina negra e hicimos grupo ––ironizó ella––.
–Ja
já. Me refiero a cómo sabías que estaba aquí. Pensé estar bien escondido en
este pasaje.
–Es
fácil encontrarte porque eres de los cobardes que no saben esconderse.
–No
derrames lisura, Lucía. En cambio yo te encontré recién esta noche.
–
¿Cómo así?
–Verte
junto a esos tipos con tus coqueterías mal hechas me hizo recordar a la Lucía
de la que tú misma me hablaste una vez pero que no conocía realmente.
–Hombres.
Como si tú no coquetearas con tus perras.
–Yo
primero les advierto que no ganarán nada si están conmigo.
–Es
verdad. Yo por ejemplo no gané nada, tampoco perdí mucho. Yo lo planeé todo,
Javier. Yo te volví a hablar aquella vez en la biblioteca porque sabía lo que
quería y lo obtuve. Me divirtió la idea de estar contigo, y admito que me pude
enamorar pero tú te encargaste de mandar todo a la mierda con tus poses de
conquistador.
–
¿Lo planeaste? Pruébalo.
–Date
cuenta, nunca tuviste el control de nada, por si acaso pensaste eso alguna vez.
Y si estás aquí arrastrándote es porque yo quise que así fuera.
Ella lo planeó todo, pensó Javier. Las cosas
no cambiaban mucho pero le descuadraba saber, primero, que nunca la sedujo de
verdad. Y último, que la espontaneidad que creía respirar las veces que salía
con ella estaban signadas por las ganas que tenía Lucía de enrolarse con
alguien, con cualquiera. Ella sólo quería sexo, siempre quiso nada más que eso.
–Mi jefe me ha dicho para irnos al telo ––disparó ella––.
– ¡Putamadre, Lucía! ¿Por qué me dices esto
ahora?
–Tarado, por nada.
–No te voy a impedir que vayas. Sólo te digo
que pienses bien las cosas que haces.
–Yo sé lo que hago, no eres mi viejo para
prevenirme de nada.
–Ese pelotudo te quiere cachar nada más.
–
¡Puedo acostarme con todo el estudio de abogados si quisiera!
Javier
quedó alelado. Esas confesiones nunca le vienen bien. A él no le gusta
enamorarse de una puta y Lucía hablaba como tal. Ella abrió la puerta del auto.
Se irá y tirará con su jefe, pensó Javier. Lucía pone una mano en el piso, va a
arrastrarse hasta el Jafetti. Javier no dice nada. La sujeta de la cintura y la
trae de nuevo al auto, ella se deja llevar, está borracha. Él la sienta en sus
piernas, a horcajadas en el silencio, con ropa y cegados por la oscuridad, se
dicen adiós con los besos, se piden perdón para siempre.
Javier
se quitó el polo, abrió la cremallera de su pantalón, Lucía se acercó peligrosamente
al sexo de Javier, lo miró, lo tocó, lo iba a chupar y en un arrebato de
lucidez, viró el rostro y se alejó lo más que pudo.
*****
___________________________Esta historia en una canción
El final se hizo más largo de lo que pronostiqué. Esta novela muere el próximo capítulo. ¿Alguna sugerencia para el final?
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