martes, 22 de mayo de 2012

XVI. La noche de las Cantuarias

Imagen por Sunshine´s Photography

Sábado, 30 de octubre de 2010
El deseo siempre traiciona. Lo incorrecto tienta muchas veces. Pocas de ellas, triunfa la lógica y los impulsos son la primera y última plegaria. Javier sintió que los muslos de Vanessa se colaban por su entrepierna, su sonrisa desvestida a pocos centímetros era el demonio que lo embrujaba nuevamente. Las nubes de humo cegaban su mirada. Javier olvidó por un momento que estaba allí para rescatar a Lucía cuando Vanessa, visiblemente ebria, le pidió un porro.

Javier tenía un defecto, o una virtud (según de dónde se mire): se enamoraba de las mejores y más cercanas amigas de la chica que le gustaba. Cuando vio a Vanessa en la universidad, no dudó del poderoso monumento que era su cuerpo. Tal vez, pensó muchas veces, en un grupo de amigas, cada una lleva un poco de todas y estar con una era estar un poco con todas. Lucía y sus amigas compartían costumbres, eran de la misma tribu. Vanessa era de “Las Intocables” para Lucía, una lista de mejores amigas con las que sus chicos no debían enrolarse. Allí también estaban anotadas Las Meras.

Simplemente, zanjó Javier, Lucía se había convertido en una tarea imposible por deméritos propios. De una buena amiga, pasó a ser una idea que flotaba en su mente. Y en cada chica se conformaría con encontrar un pedazo de Lucía, que la extrañaba e iba al Jafetti para cuidarla y besarla un poco sin importarle las veces que ella le había dicho que no quería verlo más.

No podía quejarse con nadie, dejaba pasar atónito los acontecimientos hasta que se dio cuenta del doble filo de su pena. Si Lucía no correspondía al cariño de Javier, se desdibujaba sola poco a poco. El sentimiento era más grande que ella, la traspasaba. El orgullo de Lucía germinaría el silencio a la que estaba condenada la memoria de ellos dos.

–No tengo porros ––le responde a Vanessa––.
–Lucía me dijo que sí.
–Ni siquiera fumo cigarros.
– ¿Fumas marihuana, pero no cigarros?
–Sólo fumo de la buena.
–Tonto, ven para juntarte al grupo.
– ¿Quiénes son esos tipos de camisa que están tan melosos?
–Ellos tienen la hierba, pero no me agradan, no quiero pedirles. Son de la chamba de Lucía.

Javier recordó que Lucía le contó acerca de ese jefe, Andrés Iturbe, un abogado alto y galante, calzaba 44 según Lucía, de cuerpo atlético y camisa rosada. Tenía un trago de color rojo en una mano y con la otra atenazaba a Lucía, que hizo contacto visual con Javier en ese momento.

– ¿A dónde va? ––preguntó Javier, al ver caminar a Lucía con pasos firmes––.
–Mi amiga sólo hace eso por una cosa: te odia.
–He venido a pedirle perdón.
–Tranquilo, iré con ella ––Vanessa toma dirección al baño––.
– ¡Espera!, ¿por qué me ayudas?
–Mejor no preguntes.

Vanessa encuentra a Lucía pensativa, sin saber qué hacer en el baño. “¡Andrés se quiere ir conmigo y ese huevón de Javier está acá!”, dijo Lucía. Vanessa la calmó, todavía era la voz de la razón a pesar de llevar encima dos vasos de chilcano, no por gusto tenía dos años más que Lucía, que no sabía cómo actuar y no resistía el trago. Vanessa le aconsejó que no hiciera problema y se fuera con ella y Las Meras que, en ese momento, se materializaron en forma de Fiorella y Raquel.

Fiorella exclamó orgullosa: “¡Qué le pasa a todo el mundo que me quiere cachar ah!”.  Raquel le pide que se calle, vieron a Lucía y se acercaron. Está roja, “quiere irse y no sabe con quién”, las pone al tanto Vanessa.

– ¡Chola, vamos! Yo también me llevo a tu otro compañero, ¿es el segundo luego de tu jefe, no? ––curioseó Fiorella, que quería ganar sí o sí––.
–Es un idiota––responde Lucía––.
– ¿El tal Andrés?
–No, Javier, un tipo de la universidad que me ha venido a buscar.
– ¡O sea que por fin lo voy a conocer!
–No es gran cosa ––advierte Lucía––.
– ¿Qué, es misio?

Vanessa no aguantaba a Fiorella y sus preguntas rocambolescas. Lucía ya estaba calmada y la dejó un rato para que discuta con sus amigas.

–Estudia comunicaciones, saca tu línea ––continuó Lucía––.
–Pero qué quieres hacer tú: ¿el misio de Javier o Andrés tu jefe? ––Raquel rompió su mutismo––.
–Me da igual.
–En uno tienes que confiar más ––dijo Raquel––.
–En Javier ––eligió, el pasado pesó más que la aventura––. Pero ni cagando me voy con él.
–Habla con él. Si te quiere te comprenderá.
–No le importo, es un huevón.
–Nunca nos contaste qué te hizo ––dijo Raquel––.

Eran mejores amigas, si bien se veían poco, pero cuando trataban los asuntos relacionados a chicos y sus cacerías de fin de semana, se reservaban los derechos al contar. Nunca daban el nombre del chico, sólo lo describían físicamente. Le ponían un sobrenombre entre ellas y no se animaban a presentarlo al grupo. Tal vez tenían miedo de la desaprobación, quizás sabían que el chico era feo a pesar que les gustaba o, quién sabe, preferían vivir en el misterio hasta que llegue el indicado. Las más desesperadas llegaban a inventar identidades de chicos que no existían o que existían pero no las gileaban y ellas montaban una obra de teatro en su cabeza para justificarse ante el grupo, cuando era más que evidente que el chico ni pensaba en ellas. Estos eran los casos más tristes.

–Sí, dinos para ir a cagarlo ––añadió Fiorella––.
–Se pasó de pendejo. No quería nada serio, sólo divertirse conmigo. Y yo no estoy para ser puta de nadie ––recalcó Lucía––.
–Me lo señalas ahorita mismo, tú sabes que yo lo perjudico, ¿sí o no, Raquel? Recuerdas que te defendí del bribón ese.
– ¡Cállate! ––dijo Raquel––. No es necesario que me lo recuerdes ––se refería a la noche que un gandul le quitó su “tesoro”––.
–No fue tan grave, sólo me lo tiré una vez ––habló Lucía––.
– ¿Sólo una? ––dijeron ambas––.
–Sí, lo juro.
–Entonces no es tan grave ––concluyó Fiorella––.

Lucía asintió mentirosamente. Había llorado por Javier una vez. No lo iba a admitir frente a ellas. Fue después de una noche de besos en el malecón, cuando todo parecía posible y Javier confiable, hasta que le dijo que quería estar con ella y con varias más. “¡Te he llorado una hora y ya te olvidé, maldito!”, le dijo Lucía a Javier por Messenger. Él se sintió culpable y le pidió perdón electrónicamente, no hizo más, lo que incomodó más a Lucía. Él sentía por primera vez lo que era hacer llorar a una chica. No lo había hecho antes y no quería hacerlo más. Javier se propuso buscar el perdón de Lucía, sólo que no se daba cuenta y ya caía muy espeso. Lucía no quiso recordar más y fue a la mesa por un trago.

Pocas parejas bailaban, no había mucha conexión entre las mesas de esa discoteca. Javier y Vanessa hablaban de cómo conseguir porros, en realidad él le seguía la corriente, le dijo que conseguiría en la calle, mentira, sólo quería hablar con Lucía que se demoraba. Vanessa era todavía una extraña para él, aunque “buena onda”. De pronto, Lucía le tocó el hombro y con voz forzada le dijo “qué quieres”. Sostenía un chilcano en la mano.

–Resolver esto, Lucía.
–No hay nada que resolver ––ignoró ella––.
–Te debo unas disculpas, siempre te las deberé.
–No, no te las he pedido. Ahórratelas.
–Ven, vamos a bailar.
– ¡Suéltame!

Llegó Andrés. Horondo y alegrón, abrazó a Lucía. Ambos ignoraron a Javier, que se quedó parado un rato escuchándolos. La billetera había matado al galán de nuevo. “¡Lucía!”, la llamó de pronto. Ella se acercó, él quiso herirla. “Siempre te gustó la billetera gruesa, pendeja”, le dijo y ella abrió los ojos. “¡Y no sólo eso, el zapato mata billetera!”, exclamó y abrazó y besó a Andrés.

Javier salió del Jafetti con destino incierto. Hasta trató mal al de la seguridad que se dio cuenta que había entrado gratis: “Qué me vas a cobrar, payaso, ya te metí la rata”, le dijo. La cólera lo invadía. Otra vez Lucía se había burlado. Golpeó la maletera del auto, lo abrió, prendió la radio, recostó el asiento y se echó a pensar.

Un golpeteo de la ventana de enfrente lo sorprendió, era Lucía a punto de caerse. Salió, rodeó el auto y la atrapó antes que se siga chorreando por el capot. Abrió el auto e hizo que se siente atrás. Estuvo junto a ella en silencio por varios minutos. Ella no hablaba, tenía el cuello torcido y la boca abierta. Le dieron ganas de besarla cuando la acomodaba. Lo hizo. Ella cerró la boca, estaba despierta pero cansada. Los postes arrojaban una pizca de luz amarilla sobre su rostro cubierto por los hilos de sus cabellos, sus hombros estaban descubiertos, su perfume invadía nuevamente el auto. Recorrió sus pechos con la nariz, sumergió la mano en sus muslos y volvió a besarla.

Ella reaccionó y al verlo encaramado resopló fuerte y lo apartó. “¡Me voy!, es suficiente”, dijo. “Qué tienes”, Javier la intentó retener, la tomó del brazo. No lo dejaría calenturiento.

– ¿Cómo me encontraste? ––pregunta él––.
–Una tarde de agosto del 2008 en una clase de Historia del Perú moderno. Te sentabas al lado de la cortina negra e hicimos grupo ––ironizó ella––.
–Ja já. Me refiero a cómo sabías que estaba aquí. Pensé estar bien escondido en este pasaje.
–Es fácil encontrarte porque eres de los cobardes que no saben esconderse.
–No derrames lisura, Lucía. En cambio yo te encontré recién esta noche.
– ¿Cómo así?
–Verte junto a esos tipos con tus coqueterías mal hechas me hizo recordar a la Lucía de la que tú misma me hablaste una vez pero que no conocía realmente.
–Hombres. Como si tú no coquetearas con tus perras.
–Yo primero les advierto que no ganarán nada si están conmigo.
–Es verdad. Yo por ejemplo no gané nada, tampoco perdí mucho. Yo lo planeé todo, Javier. Yo te volví a hablar aquella vez en la biblioteca porque sabía lo que quería y lo obtuve. Me divirtió la idea de estar contigo, y admito que me pude enamorar pero tú te encargaste de mandar todo a la mierda con tus poses de conquistador.
– ¿Lo planeaste? Pruébalo.
–Date cuenta, nunca tuviste el control de nada, por si acaso pensaste eso alguna vez. Y si estás aquí arrastrándote es porque yo quise que así fuera.

Ella lo planeó todo, pensó Javier. Las cosas no cambiaban mucho pero le descuadraba saber, primero, que nunca la sedujo de verdad. Y último, que la espontaneidad que creía respirar las veces que salía con ella estaban signadas por las ganas que tenía Lucía de enrolarse con alguien, con cualquiera. Ella sólo quería sexo, siempre quiso nada más que eso.

–Mi jefe me ha dicho para irnos al telo ––disparó ella––.
– ¡Putamadre, Lucía! ¿Por qué me dices esto ahora?
–Tarado, por nada.
–No te voy a impedir que vayas. Sólo te digo que pienses bien las cosas que haces.
–Yo sé lo que hago, no eres mi viejo para prevenirme de nada.
–Ese pelotudo te quiere cachar nada más.
– ¡Puedo acostarme con todo el estudio de abogados si quisiera!

Javier quedó alelado. Esas confesiones nunca le vienen bien. A él no le gusta enamorarse de una puta y Lucía hablaba como tal. Ella abrió la puerta del auto. Se irá y tirará con su jefe, pensó Javier. Lucía pone una mano en el piso, va a arrastrarse hasta el Jafetti. Javier no dice nada. La sujeta de la cintura y la trae de nuevo al auto, ella se deja llevar, está borracha. Él la sienta en sus piernas, a horcajadas en el silencio, con ropa y cegados por la oscuridad, se dicen adiós con los besos, se piden perdón para siempre.

Javier se quitó el polo, abrió la cremallera de su pantalón, Lucía se acercó peligrosamente al sexo de Javier, lo miró, lo tocó, lo iba a chupar y en un arrebato de lucidez, viró el rostro y se alejó lo más que pudo.

“Voy a volver”, le dijo. “¡No te creo, a dónde vas!”, responde Javier. “Toma, voy a volver por eso”, abre la puerta y se va. Había dejado un pedazo de papel metálico. Javier no tuvo que abrirlo para saber lo que envolvía. “¿Cómo lo conseguiste?”, le preguntó. “Mi jefe me la dio, lo voy a dejar, me voy contigo”, prometió cuando Javier la agarraba de nuevo y la soltó. “Está bien, te espero aquí”, dijo él. “Espérame en tus sueños”, dijo ella y dio un portazo.

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Esta historia en una canción




El final se hizo más largo de lo que pronostiqué. Esta novela muere el próximo capítulo. ¿Alguna sugerencia para el final?

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