Alejaos de mí, buenas maldades,
dulces bocas picantes…
César Vallejo. DESHORA.
Escucho mi nombre y una
copa se quiebra. Rosa brilla bajo el vestido blanquísimo, finísimo, que la convierte en una novia feliz.
Me llama a través de los parlantes. No
se ha olvidado de mí. Es momento de que Mauricio, su ahora esposo, lance la
liga al tumulto de monigotes solteros y buenos-para-nada a los que me acerco
paso a paso.
Mientras camino a mi ubicación
de solitario codiciado, me percato de la risilla cómplice de Rosa, mi mejor
amiga de Trilce, un colegio preuniversitario que se publicita con el logo insostenible de "Vive la universidad desde el colegio". Son los
mismos ojos de niña, la que regalaba sonrisas rojísimas en los recreos de tercero
de secundaria, cuando la conocí.
Rosa no me vio en la Iglesia,
llegué tarde y tuve que sentarme atrás, junto a Catalina y su novio. Catalina es
pintora, de sonrisa fácil, está un poco llenita. Ojo, no gorda, sino llenita. Una
vez me quiso besar, pero no me dejé. Ignoraba el cariño febril que las mujeres de
formas ubérrimas reservan para los flacos ojerosos como yo. “No llores”, me
dijo Catalina luego que Rosa diera el “Sí, acepto” por el que algunos de la
promoción nos nublamos de lágrimas por ver a nuestra compañera partir…
Como ordenan los manuales, cerraba mi saco a la velocidad de dos pasos por botón. Toño, Búho,
Chupete y Papa-Lindo, los chancones del Quinto A, me esperan junto a otros tipos
que parecían pingüinos. Ellos, ahora aspirantes a doctores, se pasaron la noche
conversando de Medicina y recordando pasajes de la vida colegial en los que yo
no estaba incluido. Me aburrían mucho o yo lo aburría a ellos.
Me mantuve absorto. Los
bailes iban y sucedían. Un señor colocaba cervezas en mi mesa y estas me llamaban
como las sirenas a Ulises. Todavía me quedaba corto con las primas y amigas de
Rosa. Como en los bailes de primaria, ella me emparejaba con chicas olvidables
a las dos canciones. Conversaba un rato con Jesús “Papa-lindo” Gómez, interno
del Hospital Dos de Mayo, de humor filudo y mirada seca. A él le conté mis
experiencias en el periodismo policial. Su cara se contaminó de malicia cuando
le conté que conocía los más baratos burdeles del Centro de Lima. Al principio,
me repelió, pero mis profundos conocimientos de la noche lo animaron a contarme
su vida putañera.
Luego, llegaron cuatro amigos
más de Papa-lindo. También estudiaban Medicina. Es sospechoso estar rodeado de tantos
doctores en una mesa. Me sentía un enfermo terminal auto-medicándose pomo tras pomo de cerveza. Papa-lindo me presentó a Vanessa Dávila, cuya mirada había
traspasado los valles del centro del Perú que me faltan conocer; cuyos labios conocían
los mitos y leyendas jamás contados; cuya sonrisa había sido moldeada
en los carnavales más alegres de su tierra: Huancayo. Va a graduarse apenas termine el
internado en el Hospital Loayza, donde conoció a Jesús, el putañero.
Me posicioné estratégicamente
a un costado del tumulto de pingüinos. El que va al centro, como Chupete, sabe
que ganará la liga. O al menos peleará por ella que es todavía más ridículo que
ganarla. Codear al del costado, extender los brazos, abrir grande los ojos y la boca, saltar
quizás: ganar la liga implicaba actos de vandalismo matrimonial que no quería
cometer.
El único premio de
ganar la liga, a mi entender, era el baile posterior con la ganadora del buqué.
Es en la inocencia de esos momentos donde un chico tímido y solitario como yo encuentra
la ocasión perfecta para flirtear a discreción. Lástima que no gané.
Bailé con Vanessa y las
copas de más hicieron que despliegue mi danza de robot poco aceitado. Ya no me
escondía como en la foto de los pingüinos, sino que zapateaba con Vanessa a lo
largo de la pista y creo que todos nos miraban o le miraban las piernas voluminosas
que encendían el final de mi noche. Le propuse irnos, ¿a dónde?, me dijo. Mi
celular vibró y salí contestar: la dejé sola. Me refugié de la bulla en una
losa deportiva de afuera. Era Gabriel, quien me había prestado la corbata para
la boda. Le dije que volvería en una hora para tomar con él y los amigos del Parque Osores.
Chupete se llevó la
liga, gracias a que lo empujamos. Hay cosas que no cambian. Como que le pisó
los pies a la ganadora del bouqué cuando bailaban. No recibió una cachetada por
respeto a los novios. Sin embargo, Chupete sorprendió con su desaparición, ¿fue
a buscar a su “Chupetina”? Mis compañeros de promoción también se fueron
temprano. Yo les dije que me quedaba, quería convencer a Vanessa de irse conmigo
al Centro.
Todo mantenía su brillo,
las rosas de lejanas olían a teoría, los invitados exudaban alegría, muchas flores
con vestidos de mil colores regaban las mesas, habían tres pisos de torta
intocable, la novia dorada y yo deslucido ante tanto brillo. Había cruzado la mitad
del camino de esa celosa noche de noviembre. Las serpientes que pululaban en el
cerro me susurraban que todo había terminado en el club Revólver del Rímac, que
me esperaba una musa rebelde en algún bar disidente de la Plaza San Martín. Que tenía que ir solo.
Vanessa me dijo que se
iba con sus amigos doctores. Todos trabajaban al día siguiente y no querían
amanecerse. A ella, por ejemplo, le tocaba la sala de partos y no quería traer nuevamente
al mundo a criaturas inocentes estando ella de boleto. No me cuentes más y vámonos,
le dije. Pedí un taxi. Los doctores se subieron. Yo pagué por adelantado hasta la
Plaza y subí último. Me pegué a la ventana. Coloqué mi saco sobre sus piernas.
Caleta, removí mis manos hasta que se encontraron con la suya. Alcé la cara y recibí
su temblorosa mirada de niña-mujer.
************
Es noche cerrada en el
Centro de Lima. Una vez más, solo, en la Plaza. Al borde del jirón más largo de
la ciudad. Los transeúntes y su cauce vigente. Unas niñas paseanderas en faldas
cortas se llevan mi última mirada dulce. Bajo el portal, detrás de los
mercachifles, un indigente observa todo en fondo blanco, como si de un gran
cinema se tratara, pero le importa tan poco que vuelve al amarillo de su trago.
Su promesa es mi
esperanza. Ella dijo que vendría al Centro. Podría buscarla uno a uno en los bares
de Piérola y Carabaya, pero prefiero la hipotenusa. El amor no está en Yield,
Zela, De Grot, Etnias ni el Directorio. La he visto muchas veces en Vichama sin
pasarle la voz. Esta vez, borracho como yo solo, en terno como ninguno, me
propongo encontrar en cualquier antro de esta Plaza bonita la sonrisa turbadora
de Sofía de los Cojones.
Decía que la Plaza San
Martín es un gran cinema por los
cuatro costados. Un avejentado y señorial hombre con sombrero y bastón
municipal que permite a los ideólogos jugar a la política en su patio y pulular
en los sótanos de su casa. No les va a prestar la sala, mucho menos el
dormitorio, que serían respectivamente la estatua y las exedras marmoleadas que
suman ocho en total. Apenas permite a los amantes usar las bancas o a los putos
cerrar transacciones sexuales sobre las cadenas que rodean al Libertador.
En esta casa, Quilca
sería la zona de servicios (culturales) y el teatro Colón la puerta falsa.
Aquella calle todavía es la vergüenza de la ciudad y aquel teatro es una residencia
melancólica para el ebrio que no tiene sitio o lugar en ese mundillo de
soledades entretenidas. Creada a sí misma, no se necesitan borrachos que le den
vida a la Plaza, pues esta los adelanta y los imagina primero, juega con ellos,
los utiliza para pulir su mito con detalles.
Cualquier escalinata de la Plaza es una buena butaca para gozar el espectáculo de vida
que una mano mística y juguetona enciende cuando el día muere. Los borrachos,
espectros de jóvenes abotagados de penas o alegrías, peregrinan conmigo hacia
Vichama. Tocamos juntos las puertas del infierno. Ya son las tres de la mañana.
A esta hora se forma nuevamente la cola para entrar. “Fila india”, mugen desde adentro y nadie hace caso.
Vichama es el
desaguadero del Centro. Vienen todos a morir. Cuando son las seis de la mañana,
basta cruzar su puerta y es la medianoche de nuevo. No hace falta llegar a los
baños para sentir la fina piel de orines que cubre sus pisos. Cada resbalón podría
ser una oportunidad. Podría caer en los brazos de Sofía de los Cojones. Mi mala
suerte me lleva a los de un tipo forzudo que cuida dos niñas. Me conmina a mantener
mi distancia. Es lo que menos he venido a hacer esta noche. Tras la boda de mi
amiga Rosa, donde todo refulgía, ahora quiero unas cuantas dosis de realidad.
Sofía tiene las
pastillas que yo necesito. Ellas son un atajo para mi memoria. No estoy
deprimido pero me encantan los antidepresivos. Aunque solo los he probado una
vez. Es un avance, antes me enamoraba sin conocer a la chica deseada, y ahora
por lo menos debo probarla una vez, como sucede con las pastillas que Sofía me invitó
la noche en que Octubre se enamoró de Noviembre.
Esas pastillas son mis
nuevas rosas consentidas. Puedo perder la lucidez sin preocuparme, la vida parece
terminar para que yo vuelva a sanarme. ¡No! Una chica está besándome.
Atravesándome la boca. Su boca boca, su boca tremebunda, parafraseando a
Vallejo. Me falta oxígeno, tal vez la música lo suple. “Dime cuantas veces
quieres que te lo repita”, se oye desde los parlantes de sus pechos.
Gracias a mi
exhibicionismo, o tal vez para que la aun invisible Sofía me vea, subo a la plataforma
con esta chica anónima de labios púrpura que ha decidido besarme ignorando los virus a los que se
expone. No le pregunto su nombre, no me pregunta el mío. Su mirada tiene una larga
cabellera. Arrastra mi cabeza por la pared. Ahoga mi cuello entre sus dientes. Me entibia, me soba. Ya estoy empalmado. Le propongo una fuga pero ella coloca un dedo
índice muy cortésmente en mi boca.
–Voy a desaparecer de
tu vida.
Me dice. Y lo intenta. El
mar de gente se abre de repente, ella salta de la plataforma, corre rapidísimo
entre la muchedumbre y dobla por la pared. Avanzo, la busco, ambas murallas hirviendo
de gente caen sobre mí. Me siento un egipcio en el Mar Rojo, aturdido por las olas que en mi saco saben a cerveza derramada. No puedo perder tiempo en reclamos o
la voy a perder. Impiden mi paso, me codean y golpean a placer. Doblo por la
pared y llego a los baños, cuyo hedor insobornable en nada me recuerda a la
Tierra Prometida.
Se fue y es hora de
irme. La mañana despunta sobre un árbol escondido. Los borrachos, desasidos
bajo un cielo de colores espermas, vuelven a las callejas. Son larvas que se arrastran a casa. La noche ganó unas horas al día, pero ya entregó el resto. Adentro,
los últimos cuerpos se atenúan en silencio. Vichama es una máquina del tiempo
para quien quiera subvertir la violencia de las horas: el pasado fue adelante,
el futuro quedará atrás. Abrumado, el presente cuela mis deseos de encontrar a
aquella musa que quiebre su copa y grite mi nombre UNA VEZ MÁS.
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Esta historia en una canción.