Imagen por Lst1984 |
Un hombre pisó San
Miguel dispuesto a llevársela. La neblina lo aturdía, él sabía que a cada paso
se adentraba más en un barrio que había nacido resaqueado por la bruma de la
música del mar. Este hombre, un neo-romántico de ciudad hay que decirlo, desconfiaba
de la neblina, creía que esta cortina blanca atraía aciagas premoniciones que
lo podían alejar de Lucía. Lo hacía pensar en la indecisión de la que ella fue presa
muchas veces y que los hizo pelear por puras nimiedades. Por lo pronto, era
imposible perderse con la dirección indicada en un mensaje de texto de ella donde
también le pedía que la rescate. Allá voy una vez más, se decía a sí mismo este
hombre y embestía el viento.
Conocía las calles, pero
no tenía ningún plan en mente. El hombre improvisaría sobre la marcha. Si se trataba de Lucía, siempre escondía algo tan
secreto bajo la manga que prefería no saberlo ni él mismo hasta llegado el
momento. Sorprender a Lucía era sorprenderse a sí mismo. Vamos a bailar, por
ejemplo, le lanzó ante el apuro de proponerle algo el fin de semana anterior,
cuando dejó a sus amigos por ir a buscarla. Lo siento, muchachos, es la ley
natural, hay diversiones que una mujer sabe proveer y ustedes no, se repetía
para aminorar la culpa de abandonar a sus amigos por ella.
Sin embargo, ¿podré
llevármela?, ¿vine a buscarla a la deriva?, se preguntaba incesantemente
mientras observaba las luces de neón de las discotecas, karaokes y bulines
improvisados que oscilaban entre fucsia, rojo carmín y verde pepino de esa
oceánica arteria del lado oeste de la ciudad por donde su vida académica lo
obligaba a transcurrir innumerables veces. De día era una pintoresca avenida y
de noche adquiría el tinte propio de la decadencia. Le daba la impresión de que
esa zona de San Miguel estaba capturada por Instagram, esa aplicación
de los celulares que filtra los colores y distorsiona cualquier realidad, de
modo menos digno que la neblina, claro está.
Caminaba y su mente
coleccionaba el paisaje de parques sin nombres, hoteles al paso y callejas umbrías
del distrito. Cayó en la cuenta de que eran sus pensamientos quienes recorrían
las calles y doblaban las esquinas antes que él, no sus pasos. Él podía no
estar allí, pero había elegido estar. Dejar que las cosas fluyan, ¡al carajo!,
esa filosofía de cotillón no le servía ahora, llevarse a Lucía siempre fue un
reto, nunca el comienzo de un cuento de hadas.
Los edificios imponían
su presencia, pero no vencían la neblina. En uno de ellos, no sabía cuál, se
encontraba Lucía, atrapada en la reunión de abogados, intercambiando regalos
con los amigos de su promoción. Tal vez ya no querría dejarlos. Tal vez sí. Los
atajos de calles que buscaba para llegar al departamento donde ella estaba eran
totalmente distintos a los que tenía que recorrer para conmover su corazón. Y
es que a Lucía, como a cualquier chica normal, le gustaba ir despacio.
Este hombre, con mucha
cautela, vigilando que no pasara un patrullero municipal, descargó en un árbol
el líquido cadáver de su orina, así ponía fin a las dos latas de cerveza que
había comprado en la avenida Sucre para no llegar con las manos vacías (sólo algo
manchadas) ante ella. Con ese nivel de detalle sería más fácil convencerla de
irse juntos, pensaba él, con la lata que guardaba para ella. Aunque sabía de
sobra que ella prefería un trago más refinado, un Capitán del hotel Maury acaso,
una Margarita del bar Zela tal vez, o por último, y no menos rico, la Catedral
del Bolívar. Esos eran, en orden de prioridad, sus tragos preferidos, pero el
hombre confiaba que la lata de cerveza la convencería de plano.
Mientras meaba, divisó allá,
cruzando el parque, a una señorita de paso errático, que iba y volvía,
revoleando su cartera. Sabía quién era: una puta sanmiguelina. Los taxistas
sobreparaban para conversar con ella en transacciones fallidas de comercio
sexual. Se le vino a la mente consultarle si su tarifa contemplaba un trío. Luego le preguntaría a Lucía, quien le espetaría con su segundo gesto de incredulidad de la noche mezclado con mucha rabia que cómo se le ocurría pedirle esas cosas, lo mandaría al
diablo, quizá daría marcha atrás, aunque se devanara en explicarle que lo hacía
llevado por su espíritu festivo. Lucía no lo sabía, pero este hombre sacrificaba cualquier cosa en nombre de una buena broma.
Terminada su
evacuación, sacudió el colgajo, subió el cierre, marcó su celular y la llamó.
Ya llegué, estoy abajo, le dijo. Le extrañó que al otro lado conteste una chica
sobria, Lucía sonaba en sus cabales. En anteriores reuniones de las que la
había recogido –porque Lucía tiene suerte para encontrar manos que le ofrecen
cerveza y diversión– la hallaba pasada de copas. Esta vez no.
Ella bajó del quinto
piso. La reconoció por el golpeteo de sus tacos en la escalera. Se vieron y él
le extendió la mano, en vista de que una reja los separaba. Había bajado para preguntarle
cuáles eran sus planes. Él, como ha sido dicho, no los tenía. Debía disimular.
Vamos a buscar una habitación, quiero pasar la noche contigo, le arrojó y ella,
inesperada y resuelta, mojada por la neblina, desmontó su primer gesto de incredulidad
sólo con abrir los ojos. Si no podía cachetearlo por ser tan tosco al pedir las
cosas era única y estrictamente porque una reja los separaba.
Estaban cerca y lejos a
la vez. La reja de seguridad impedía que los besos y escarceos la persuadieran de
manera más fácil. En realidad, había dicho Lucía, el dueño del departamento (otro
abogado) no quería dejarla ir. Este abogado mañoso se chorreaba con ella, rozaba sus brazos
innecesariamente, propuso jueguitos para emborracharla y quiso besarla cuando bajaba la escalera. Él frunció el seño, más que por los
celos, poseído por la flojera de hacer el papel de chico celoso una vez más. Divididos
por la reja era más difícil tener celos. A él, lo domina la idea de que no siente
nada por ella más allá de un cariño muy grande por ser la chica en la ciudad
con la que más se entiende. El hombre entendía la real dimensión de las cosas con una
reja entrecruzada entre él y su chica. Ella no le pertenece, él tampoco a ella.
Por qué estaba allí entonces, qué buscaba al buscarla a ella.
–Dame un beso entre las
rejas –pidió él, como quien pide una propina–.
Él debió prometerle
todas las atenciones posibles. Desde dejarla en su casa por la mañana hasta
llevarle a la cama un desayuno a su altura. Lucía sabía que merecía el plato
más caro en el menú de cualquier restaurante limeño. No por gusto trabajaba en
el segundo piso de un banco del Centro de la ciudad, en la sección de Asuntos
legales. Pero este hombre, con su inestable sueldo de freelance, cubría mucho menos de lo que ella merecía.
Lucía sólo quería escuchar
el plan que tenía en mente. Te invito una porción de anticuchos en el Centro, ofreció
él por fin. Ella esbozó una apetente sonrisa, nuevamente él tenía la excusa
precisa. Así que ella le dijo deja todo en mis manos. Ahora Lucía era
invencible y podría conseguir las llaves en breve para abrir esa reja y fugarse
juntos. Usa tus encantos, le pidió él. El hombre sólo quería salir de allí, no
soportaba la bruma. Apúrate que tengo frío, se excusó. Para este hombre friolento
que dormía con medias en verano, era comprensible que un poco de humedad lo
hiciera tiritar. Sin embargo, sus razones tenían más peso que la neblina misma.
Sus motivos eran, si se quiere, estéticos antes que físicos. No podía soportar
la belleza de una calle atrapada por la niebla, esa era la verdad. Todo lo que
toca la neblina se vuelve objeto de su deseo, y él temía que estuviera pasando lo
mismo con Lucía.
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Esta historia en una
canción.