jueves, 17 de enero de 2013

Lucía detrás de la niebla [ 1 de 2 ]

Imagen por Lst1984


Un hombre pisó San Miguel dispuesto a llevársela. La neblina lo aturdía, él sabía que a cada paso se adentraba más en un barrio que había nacido resaqueado por la bruma de la música del mar. Este hombre, un neo-romántico de ciudad hay que decirlo, desconfiaba de la neblina, creía que esta cortina blanca atraía aciagas premoniciones que lo podían alejar de Lucía. Lo hacía pensar en la indecisión de la que ella fue presa muchas veces y que los hizo pelear por puras nimiedades. Por lo pronto, era imposible perderse con la dirección indicada en un mensaje de texto de ella donde también le pedía que la rescate. Allá voy una vez más, se decía a sí mismo este hombre y embestía el viento.

Conocía las calles, pero no tenía ningún plan en mente. El hombre improvisaría sobre la marcha. Si se trataba de Lucía, siempre escondía algo tan secreto bajo la manga que prefería no saberlo ni él mismo hasta llegado el momento. Sorprender a Lucía era sorprenderse a sí mismo. Vamos a bailar, por ejemplo, le lanzó ante el apuro de proponerle algo el fin de semana anterior, cuando dejó a sus amigos por ir a buscarla. Lo siento, muchachos, es la ley natural, hay diversiones que una mujer sabe proveer y ustedes no, se repetía para aminorar la culpa de abandonar a sus amigos por ella.

Sin embargo, ¿podré llevármela?, ¿vine a buscarla a la deriva?, se preguntaba incesantemente mientras observaba las luces de neón de las discotecas, karaokes y bulines improvisados que oscilaban entre fucsia, rojo carmín y verde pepino de esa oceánica arteria del lado oeste de la ciudad por donde su vida académica lo obligaba a transcurrir innumerables veces. De día era una pintoresca avenida y de noche adquiría el tinte propio de la decadencia. Le daba la impresión de que esa zona de San Miguel estaba capturada por Instagram, esa aplicación de los celulares que filtra los colores y distorsiona cualquier realidad, de modo menos digno que la neblina, claro está.

Caminaba y su mente coleccionaba el paisaje de parques sin nombres, hoteles al paso y callejas umbrías del distrito. Cayó en la cuenta de que eran sus pensamientos quienes recorrían las calles y doblaban las esquinas antes que él, no sus pasos. Él podía no estar allí, pero había elegido estar. Dejar que las cosas fluyan, ¡al carajo!, esa filosofía de cotillón no le servía ahora, llevarse a Lucía siempre fue un reto, nunca el comienzo de un cuento de hadas.

Los edificios imponían su presencia, pero no vencían la neblina. En uno de ellos, no sabía cuál, se encontraba Lucía, atrapada en la reunión de abogados, intercambiando regalos con los amigos de su promoción. Tal vez ya no querría dejarlos. Tal vez sí. Los atajos de calles que buscaba para llegar al departamento donde ella estaba eran totalmente distintos a los que tenía que recorrer para conmover su corazón. Y es que a Lucía, como a cualquier chica normal, le gustaba ir despacio.

Este hombre, con mucha cautela, vigilando que no pasara un patrullero municipal, descargó en un árbol el líquido cadáver de su orina, así ponía fin a las dos latas de cerveza que había comprado en la avenida Sucre para no llegar con las manos vacías (sólo algo manchadas) ante ella. Con ese nivel de detalle sería más fácil convencerla de irse juntos, pensaba él, con la lata que guardaba para ella. Aunque sabía de sobra que ella prefería un trago más refinado, un Capitán del hotel Maury acaso, una Margarita del bar Zela tal vez, o por último, y no menos rico, la Catedral del Bolívar. Esos eran, en orden de prioridad, sus tragos preferidos, pero el hombre confiaba que la lata de cerveza la convencería de plano.

Mientras meaba, divisó allá, cruzando el parque, a una señorita de paso errático, que iba y volvía, revoleando su cartera. Sabía quién era: una puta sanmiguelina. Los taxistas sobreparaban para conversar con ella en transacciones fallidas de comercio sexual. Se le vino a la mente consultarle si su tarifa contemplaba un trío. Luego le preguntaría a Lucía, quien le espetaría con su segundo gesto de incredulidad de la noche mezclado con mucha rabia que cómo se le ocurría pedirle esas cosas, lo mandaría al diablo, quizá daría marcha atrás, aunque se devanara en explicarle que lo hacía llevado por su espíritu festivo. Lucía no lo sabía, pero este hombre  sacrificaba cualquier cosa en nombre de una buena broma.

Terminada su evacuación, sacudió el colgajo, subió el cierre, marcó su celular y la llamó. Ya llegué, estoy abajo, le dijo. Le extrañó que al otro lado conteste una chica sobria, Lucía sonaba en sus cabales. En anteriores reuniones de las que la había recogido –porque Lucía tiene suerte para encontrar manos que le ofrecen cerveza y diversión– la hallaba pasada de copas. Esta vez no.

Ella bajó del quinto piso. La reconoció por el golpeteo de sus tacos en la escalera. Se vieron y él le extendió la mano, en vista de que una reja los separaba. Había bajado para preguntarle cuáles eran sus planes. Él, como ha sido dicho, no los tenía. Debía disimular. Vamos a buscar una habitación, quiero pasar la noche contigo, le arrojó y ella, inesperada y resuelta, mojada por la neblina, desmontó su primer gesto de incredulidad sólo con abrir los ojos. Si no podía cachetearlo por ser tan tosco al pedir las cosas era única y estrictamente porque una reja los separaba.

Estaban cerca y lejos a la vez. La reja de seguridad impedía que los besos y escarceos la persuadieran de manera más fácil. En realidad, había dicho Lucía, el dueño del departamento (otro abogado) no quería dejarla ir. Este abogado mañoso se chorreaba con ella, rozaba sus brazos innecesariamente, propuso jueguitos para emborracharla y quiso besarla cuando bajaba la escalera. Él frunció el seño, más que por los celos, poseído por la flojera de hacer el papel de chico celoso una vez más. Divididos por la reja era más difícil tener celos. A él, lo domina la idea de que no siente nada por ella más allá de un cariño muy grande por ser la chica en la ciudad con la que más se entiende. El hombre entendía la real dimensión de las cosas con una reja entrecruzada entre él y su chica. Ella no le pertenece, él tampoco a ella. Por qué estaba allí entonces, qué buscaba al buscarla a ella.

–Dame un beso entre las rejas –pidió él, como quien pide una propina–.

Él debió prometerle todas las atenciones posibles. Desde dejarla en su casa por la mañana hasta llevarle a la cama un desayuno a su altura. Lucía sabía que merecía el plato más caro en el menú de cualquier restaurante limeño. No por gusto trabajaba en el segundo piso de un banco del Centro de la ciudad, en la sección de Asuntos legales. Pero este hombre, con su inestable sueldo de freelance, cubría mucho menos de lo que ella merecía.

Lucía sólo quería escuchar el plan que tenía en mente. Te invito una porción de anticuchos en el Centro, ofreció él por fin. Ella esbozó una apetente sonrisa, nuevamente él tenía la excusa precisa. Así que ella le dijo deja todo en mis manos. Ahora Lucía era invencible y podría conseguir las llaves en breve para abrir esa reja y fugarse juntos. Usa tus encantos, le pidió él. El hombre sólo quería salir de allí, no soportaba la bruma. Apúrate que tengo frío, se excusó. Para este hombre friolento que dormía con medias en verano, era comprensible que un poco de humedad lo hiciera tiritar. Sin embargo, sus razones tenían más peso que la neblina misma. Sus motivos eran, si se quiere, estéticos antes que físicos. No podía soportar la belleza de una calle atrapada por la niebla, esa era la verdad. Todo lo que toca la neblina se vuelve objeto de su deseo, y él temía que estuviera pasando lo mismo con Lucía.


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Esta historia en una canción.

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