domingo, 28 de noviembre de 2010

III. Princesa herida


Tanto camino, tanto buscarte en otra piel. A tu destino, querías mantenerte fiel, princesa herida, el teatro de la vida cambia tu papel. (“Raquel”, Jorge Drexler)



Hechos-sin-fechar

Cada arista del último plan que urdían las Meras debía ser perfecta, nada podía fallar, la venganza había macerado por años en los pozos del silencio. Debían obligar a la víctima a cometer los errores necesarios, inducirlo a hacer todo lo que ellas quisieran porque él lo deseara, que los espermatozoides pensaran por él, ¿qué cosa, qué le damos, cómo lo volvemos loco?, un premio, una mujer, una de nosotras, ¿un sacrificio?, no, mejor que eso, una máquina de calentar hombres: ¡tú, perra!

Raquel contó el tiempo desde la última vez que vio a Marcelo, su indeleble ex: más de tres años, suficiente para que no la señale como la autora intelectual de lo que le pasaría. Los años tranquilos se acabaron, Marcelo, no te van a quedar ganas para salir a la calle, miserable. Debiste terminar conmigo simplemente, no necesitabas alargar tanto la ilusión para finalmente guillotinarme con la arrogancia de tus estúpidas palabras. La herida, felizmente, no ha cerrado, todo lo que hizo fue alimentarme.

Aquella noche, Marcelo aprovechó que sus viejos no estaban y organizó una reunión. Raquel invitó a Lucía, pero ella enfermó y no pudo ir. Raquel tuvo que ir sola, las otras Meras tenían fiesta en La Herradura. Lucía, de haber estado allí, la hubiera protegido. Raquel fue casi obligada a beber litros de alcohol que no cupieron en su cabeza de pollo y terminó abierta de piernas en la cama de Marcelo. Él montó encima y pudo entrar por unos momentos hasta que el alcohol desvaneció su erección y la convirtió en un colgajo menor. Esto lo enfureció tanto que echó la culpa violentamente a Raquel por su impotencia prematura. “¡Gime, grita, tú eres mi putita!, ¡si no para qué has venido!”, graznaba el malo Marcelo.

Si Raquel enmudeció después de fijarse en la sangre regada en las sábanas, después de oír esas palabras canallescas, preñadas de odio y maltrato que Marcelo profirió, se sintió reducida a una vagina, apestosa y espinosa, ambulante y despreciable. La frase infeliz, ¡si no para qué has venido!, no era producto de una locura propia del sexo, clarificaba las intenciones del desgraciado Marcelo que, años después, por fin, tenía las horas contadas.

La reunión de las Meras tuvo lugar en un hotel del centro miraflorino dedicado a turistas: el Flying Dog Hostel, negocio familiar de Fiorella. Luego de desaprobar el examen de la Católica, y mientras encontraba qué hacer o estudiar, Fiorella se ganaba los frejoles improvisando el papel de contadora en la empresa de sus padres. Le fascinaba decir que vivía en un hotel, siempre aclaraba que no era un “hostal” de mala muerte para parejas ocasionales, en el Flying la atención era exclusiva para turistas visionarios y mochileros incomprendidos. Tenía un cuarto para ella sola donde, a pedido de Raquel, organizó el cónclave donde se sortearía a la elegida.

La torcedura más corta del palito de chupete de Carina dictaminó que Lucía vengaría a Raquel. Como ninguna quería, en principio, hacer el trabajo sucio, tuvieron que eliminarse. Lucía y Fiorella, tras perder en la instancia del yan-ken-pó, las dos decidieron que la piedra, el papel y la tijera eran insuficientes para administrar la suerte, así que le arrebataron de la boca el chupetín a Carina, escupieron el chicle y doblaron el palo que, al inclinarse, convirtió a Fiorella en vencedora.

El plan era simple y el primer paso era readmitir a Marcelo al Messenger, Lucía siguió las indicaciones de cabo a rabo, él se conectó y lo saludó con cariño, le insinuó un par de cosas para que él hiciera lo demás. Ni tonto ni perezoso, Marcelo le pidió verse uno de esos fines de semana. “Ya, normal, quiero celebrar que se acabaron mis primeros exámenes parciales”, alentó Lucía a Marcelo El gileo electrónico era evidente y fructífero, pero a Raquel le dolió mucho que él no la mencionara en una sola línea, y más todavía pues quien hablaba era ella misma desde el Messenger de Lucía. Ella mantuvo enfermizamente su recuerdo, a diferencia de él que la había olvidado, probablemente sumergiéndose en muchas chicas a lo largo de esos años.

Aquella noche de venganzas, Lucía se ciñó un jean que realzaba su delgado cuerpo, todo para contentar a Marcelo. Él vivía en el cuarto piso (el último) de su casa, siempre llevaba chicas allí. Lucía no era la excepción, sabía a lo que iba cuando tocó el timbre de la casa. Abrió Marcelo, la condujo por unas escaleras negras metálicas, el único acceso al cuarto donde dormía solitario todas las noches sin pensar en nadie.

“Cómo estás, Lucía. Adelante, estás en tu cuarto”, dijo Marcelo picaronamente. Lucía percibió el rico perfume que despedía ese tipejo. De espaldas a él, peinó la habitación de un vistazo: paredes verdes, colillas de cigarro, posters de Nirvana, revistas de Etiqueta, cama tendida, cerró los ojos y pensó culposamente: “diablos, un hombre que huele bien, tiene ganada la mitad de la batalla”.

Viernes 20 de abril (2007)

Poco después de cortar la llamada, la bella Lucía amarró su pelo y cogió las llaves, su novio la esperaba en el primer piso. Regalo en mano, no tocaba el timbre para no molestar a la familia, llamaba antes de llegar al portón. Era el cumpleaños de la niña Lucía, no avisó a las amigas, ninguna fiesta la esperaba después, reservó esa tarde y su noche para el chico al que amaba ciegamente. “Llegaste, gordo”, susurró con voz suave la niña de rostro angelical. Tiger respondió con la circularidad de una desafeitada sonrisa.

“Mamá, llegó Tiger, ¡me trajo rosas!”, anunció Lucía. Su madre, la señora Estela, bajó de la azotea para saludarlo, contenta de ver a su hija en buenas manos. Un chico estudioso, sonrisa de peluche, con metas altas, aspiraciones antropológicas y aficiones que no traspasaban las fronteras de su casa, salvo su enamorada y los campeonatos de Ajedrez en las mesas del parque Kennedy. Tiger cuidaba su salud como oro, todavía no acababa el verano y puso al corriente la chalina que tejió con mucha dedicación la abuela de Lucía, quien se animaba algunas veces a llamarlo “nieto”. Tiger tenía las credenciales, el perfil del yerno perfecto, tenía la aprobación de la madre, incluso lo dejaba usar la cocina para prepararle la cena a Lucía, “a ver si así se anima a comer más esta chica”, alegaba Doña Estela.

A Lucía le fascinaba que Tiger se llevara bien con su familia. Incluso logró contactar con Jeremías, él le hizo descubrir el placer oculto de jugar a las Damas antes que al Ajedrez. Se enfrascaban por horas en batallas silenciosas: blancas contra negras. Sólo en esos lapsos de tiempo, Lucía lograba conversar con su hermano enemigo. “¿Quieren gaseosa?”, preguntaba ella. “Ya pues”, contestaba seco Jeremías y abría la cancha. Tiger sólo asentía, no quitaba los ojos del tablero, temía perder la ilación, el zigzag de la jugada. Se daba cuenta que el Ajedrez exigía construir estrategias constantemente, mientras que las Damas le planteaban la lucha palmo a palmo, con las mismas armas, en paridad de fuerzas, por coronar una ficha en territorio enemigo.

Llegada la noche, Doña Estela le pidió secretamente a Tiger que se quede con Lucía, que la cuide mientras ella iba con Jeremías al supermercado a comprar una pequeña torta de chocolate. Estela confiaba que no pasaría nada pues se quedarían cuidando a la abuela Fina. Sin embargo, Lucía quería salir de casa e hizo un pequeño berrinche. “¡Pero por qué no quieres ir!”, dijo. “Sabes que no me gusta el aire acondicionado, me mata, Peluchita”, dijo Tiger, obviamente no podía contarle del acuerdo que tenía con su mamá. Por poco, Lucía deja a Tiger con su abuela, al fin y al cabo se llevaban tan bien que no había problema, pero fue convencida, ella estaba acostumbrada a torcer su voluntad por él, extrañamente Tiger siempre hablaba como si tuviera la razón y supiera las consecuencias de cada cosa que Lucía hacía o se atrevía a ser.

La abuela Fina, cegatona desde el primer gobierno de Belaunde, sentaba en el mueble, en medio de la oscuridad, no se percataría de las caricias que Lucía y Tiger intercambiaban en el mueble grande. Fina cabeceaba escuchando la carcajada forajida de Magaly, una estrella de TV, y roncaba un poco. Tiger se acaloró, se quitó la polera, dejó ver un poco de sus pelos ventrales, Lucía dijo “qué haces, gordo, mi abuela”. Pero él introdujo su mano derecha en los muslos de Lucía, eso la relajó y terminó por convencerla de refugiarse en el cuarto.

Tiger aumentó dos puntos el volumen de la televisión y rodeó el sillón donde descansaba el alma de Fina. Se retiró descalzo, de puntitas. Cuando Lucía intentó cruzar, Fina abrió los ojos, su cara terrorífica, por las arrugas, parecía decirle que estaba atenta a todo. Asustó a Lucía, “abue, voy al baño”, fue lo que dijo y pasó veloz como un relámpago. Para despistar a Fina, hizo sonar las bisagras de la puerta del baño, ella quedó afuera, siguió caminando y abrazó la oscuridad.

Hechos-sin-fechar

Conocía perfectamente el territorio que pisaba. Apenas un error bastaría para dejarla en jaque. Años atrás, Marcelo, en una fiesta que se salió de control, obligó a su amiga a tener relaciones. Él estuvo borracho cuando le tapó la boca a Raquel semidesnuda, la forzó y humilló con palabras ásperas. Acabó, sin remordimientos, con la virginidad que ella laboriosamente cuidó para él y que no pensó perder así, de un braguetazo. Abrió las cortinas, la Lima mundana entregaba su mejor fachada. Nada bueno podía pasar, la migraña volvió a punzar encima de los ojos.

Raquel había dibujado el cuarto de Marcelo en la mente de Lucía. Las instrucciones eran claras: emborracharlo, calentarlo y dormirlo a cualquier precio, esperaban que no al más alto, le repugnaba el solo hecho de tirárselo hasta cansarlo, ahora menos que nunca que un chico de la Católica, un barboncito, la cortejaba graciosamente. Lucía nunca apoyó a Raquel en sus gustos, le parecían estrambóticos, desubicados. Marcelo tenía los dientes chuecos y paraba sus pelos con jabón pepita. Su voz lechosa y su risa de pajarito la tocaban de nervios, no la dejaba pensar con libertad el siguiente paso. Ya estaba adentro, nadie la vio subir, el guachimán de la cuadra se distrajo cuando vio cuatro chicas pasar, la segunda fase estaba cumplida.

Marcelo bajó a su casa un momento, Lucía aprovechó la chance y llamó a las Meras. Les dijo que estaba bien, que él había ido a traer tragos. Encontró marihuana en sus gavetas y unos condones que lanzó al vacío por si se calentaba, lo que era natural con ella adentro, en todo caso ella exigiría que se los ponga. “Todo saldrá bien, amiga”, alentó Raquel. El maullido de un gato alertó a Lucía, que cortó inmediatamente. Al lado de Marcelo, entró Sandrito, el gato negro de ojos verdes que se acomodó lejos de ellos. “¡A ver quién cae primero, Lu!”, retó él.

El gato miraba desde la ventana los intentos de Marcelo por caerle a Lucía. El ron iba a la mitad, cada vez que era servido y combinado sin mesura con Coca Cola, venía acompañado de un piropo mal hecho para Lucía. “Ereshun monumento, Lushía, tú debiste sher mi embrague, ¿shabes?”, farfullaba Marcelo. Lucía guardaba el trago en su boca y lo escupía apenas Marcelo tenía un acceso de eructos, se tomó en serio el reto.

Todo podía escapársele de las manos, las horas pasaban, el alcohol estaba haciendo su trabajo. Se le habían subido los colores a Marcelo. Hablaron un rato. Él le preguntó porqué lo había buscado, “¿se estaba dando cuenta?”, pensó Lucía, que desvió el tema, inventó que la amistad había terminado hace meses por una tontería. “Sí, pues, el deporte favorito de Raquel es pelearse”, creyó Marcelo, nostálgico. “Es de pésimo gusto hablar de otra cuando estás con una chica, ¿sabes?”, dijo Lucía erróneamente. “¡Tienes razón, ven para acá nomás!”, arremetió él y la besó. Lucía no sabía cómo defenderse. Él dirigió sus deseos a su culo poderoso, ella se dejó manosear un rato, cogió su celular y marcó un número: dos timbradas y cortó. Menos de un minuto después, la puerta fue golpeada dos veces.

“Quién es”, renegó Marcelo. Fue a abrir y no había nadie, ¿lo había imaginado todo?, Lucía se arregló la ropa. Marcelo, confundido, se rascó la cabeza. “¿Quieres fumar?”, propuso. Prendieron el porro, nuevamente Lucía hacía la finta. “¡Golpea, golpea!”, se alteró Marcelo, trago en mano. “No puedo, es difícil”, respondió ella. Enojado, la echó en la cama, ella se resistió, pataleó pero él lo hacía de nuevo, levantó su polo y besó sus senos descubiertos. “¡Despacio, huevón!”, exclamó Lucía, “¿conseguiste las sogas?”. Él señaló el ropero, lo abrió rápidamente y lanzó las cuerdas a la cama. Lucía lo miró con picardía, “aquí mando yo, échate, extiende los brazos y déjate amarrar, rápido”.


[...CONTINUARÁ...]
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Fotografía por Lissy Elle

(El final de este capítulo será posteado el jueves en la noche (disculpen el cambio). ¡Hasta entonces!)
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domingo, 21 de noviembre de 2010

Mujeres que hay en ti




¿Cuántas mujeres hay en ti? Me pregunto mientras te escribo sosteniendo en la mano derecha un cigarrillo rubio, llenando de cenizas el teclado obsoleto del ordenador, mi izquierda le da play al reproductor que toca por cuarta vez esa canción que me recuerda tanto a ti, a mí, a nosotros.


Estoy enamorado de todas las que puedes llegar a ser, de las que nunca serás, de las que nunca intentaste y de la que eres. Naturalmente, me cruzo con todas ellas, debido a tu múltiple desorden de personalidad es que están enredadas entre sí, como los pasadores de tus zapatillas Converse. Además, de conocer todos tus temores, miedos, anhelos, aciertos, desaciertos, misterios, confesiones, lágrimas, risas, odios y de tu amor, de ese amor que es extraño y a veces no lo entiendo, o viceversa. De esa chica medio hippie-revolucionaria, de la promiscua y dulce, de la chica calculadora y misteriosa. En suma, amo a todas, porque todas tienen algo de ti.


La Misteriosa: Que está más allá de la lógica, lo común, de lo convexo. A esa la conocí hace más de un año, y sin saberlo también se enamoraría de mí con el devenir del tiempo. En aquel entonces no sabía nada de ella, ni siquiera su entrañable nombre, solo recordaba el brillo de sus ojos al mirar, al llorar, al reír; la misma que me presento mi mejor amigo, una tarde de julio, mientras salía a fumar un cigarrillo, noche en la que recorrería mis pasos como un muerto, sin saber si la volvería a ver. Hasta un mes después, en una fiesta a la que fui involuntariamente, no sabía que ella estaría ahí, todavía ella se acordaba de mí. Yo no recordaba su nombre, sin embargo, me era muy peculiar, nunca sabré a ciencia cierta quien encontró a quien, pero sí que fue en el momento exacto. Ella cursaba los primeros ciclos de la Universidad, entusiasmada con sus clases de Jurisprudencia romana, latín y Derechos reales I; le fascinada la vida bohemia del Centro, la belleza del muelle de La Punta y de los bares de Barranco, perdimos horas caminando sin sentido por los parques de pueblerinos. Quien escuchaba mis monólogos y unipersonales sin reclamos ni enojos, empezó a salir conmigo sin querer. Los jueves, se volvieron nuestros días, sin embargo, jamás sabré si ella sabia de mis claras intenciones de ser algo más que su amigo, por aquel entonces ligera como siempre, besó otro chico, con lo cual creí que sería el fin y no volvería a verla, pero ella me dijo, “mientras haya, cigarrillos y café siempre habrá tiempo para nosotros”- la frase me dio esperanza y me disgustó, pues, a mi no me gustaría tener una novia que salga con otros muchachos que la aborden. No obstante, no importaba verla mucho, para saber que algo había surgido entre nosotros, quizás sin saberlo.


La revolucionaria: Fue una de las que me dejó impresionado y la que recuerdo con mayor nostalgia, con sus locas ideas políticas tan radicales, que doctrinaba su vida, luchaba contra el capitalismo yankee, aunque en el futuro amaría ese lejano país, ella hablaba de revolución del pueblo para el pueblo, andaba sucia, despeinada, usaba jeans de colores despintados, sandalias negras todo el año, y creía que no bañarse era una forma de protesta contra el Gobierno, quería rescatarme de la vida frívola que según ella ostentaba, lucía bolsos indígenas y luchaba contra cualquier tipo de discriminación. Había leído completos los siete ensayos de interpretación de la realidad peruana de Mariátegui. Creía por aquel entonces que todos éramos iguales y que el Perú profundo era el verdadero Perú; sin embargo, ¿Qué sabes de eso? Si disfrutabas de duchas con agua caliente, pierdes muchas horas viendo cable (y no el básico, el completo) muchas veces discutimos, peleamos, nos odiamos, por tratar de hacerte entender que el comunismo terminó a fines de los 80´s, con la caída del muro de Berlín, y la desintegración de algunos estados independientes de Rusia. Fue la misma que me contó gran parte de su pasado, que me decepcionó un poco. No obstante, fue esta a la que bese por primera vez.


La superior: Las veces que no te pude ver creí que era porque te faltaban ganas, que no me soportabas, que mis malas palabras te alejaban, que te habías dado cuenta de lo mal que te hacía, de lo nocivo que era mi presencia, en general, para la humanidad. Y sin embargo, cuando acabaste el ciclo, me sorprendió saber que tenías calificaciones resplandecientes. Habías hundido a todos esos abogados con el ego inflado de los que me contabas, que se aplauden entre ellos, pero ahora tendrían que aplaudir su segundo lugar porque tú eras la primera, el décimo superior te quedaba chico y hasta el profesor que más amabas,el tal Priori, te había felicitado luego de tu alocución en ese evento de nombre pelotero: "Abogados al banquillo". ¿En qué momento habías estudiado si casi siempre estuviste conmigo? Seguramente le robaste horas a la noche, te tapabas con tu frazada y prendías una linterna para leer línea por línea tu tan querido Código Penal sin que tu madre se diera cuenta pues apagaba las luces de tu casa a las doce de la noche. No te lo he dicho claramente pero me enorgullece que seas la número Uno de tu clase. Y me avergüenza haberte reclamado que pases más tiempo conmigo, pedirte más salidas los fines de semana, pero ahora prometo defender tus buenas calificaciones no encerrándome contigo a devorarnos los 17 artículos de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, sino de la única manera que puedo: viéndonos menos y sólo cuando tú lo desees.


La ligera: Fue la que rompió mi corazón dos veces, y que hice llorar unas tres. Lo único que le importaba era comprar cervezas, fumar luckys, y ser invitada por los chicos a donde la llevasen. Andabas ebria la mayor parte del tiempo, me decías verdades a medias o poco creíbles. A la que insulte sin piedad, usando todos los adjetivos posibles para denigrar a una mujer, cuando creí que tuvo unos tres pequeños deslices en un concierto, un bar y un hotel, aunque no vale la pena hablar de aquellos daños causados. Nos recuperamos y comenzó todo otra vez. No le importaba lo que piensen de ella, no te apetecía nada, hablaba de vez en cuando de morir, odiaba a sus padres y a la vida, disfrutabas de malas compañías y terminabas acompañada de algún estupefaciente que te hacía vivir a mil. Sin embargo, la seguí, persistí, la alcancé y me dejó entrar en ella, como pidiendo ayuda, siempre creí que yo era quien te rescataba pero fue ella quien me rescató a mí y me dio otra visión del mundo que antes no conocía: ser tolerante y tener confianza sin tener confianza, aunque de vez en cuando la idea de ser un victimario más en su lista me asustaba.


La trotamundos: Fue la que viajaba constantemente, llevándose un poco de mí a donde iba, esté de donde esté, tratando escribirme siempre que podía, llamando de vez en cuando, para escuchar mi voz y saber si estoy bien, fue la que más falta me hizo, la que antes de partir me entregaba todo su amor, y yo le regala todo mi cariño, la que no le gustaba las despedidas, y la que más veces se fue. Ella es y será una de las que amé yo, pues fue entonces cuando entendí que estaba perdidamente enamorado, los días, las semanas, los meses que no estuvo a mi lado, la extrañe como nunca, y llore un par de veces para que regresara pronto, nunca un calendario fue tan despreciable, y que con el tiempo sé que volverá a partir, siempre al regresar me llenaba de besos, abrazos, recuerdos, anécdotas y de vez en cuando se acurrucaba en mí.



La hermana mayor: Quizás muy pocos conozcan esta faceta en ti, que tu hermana ha cambiado tu vida, la de tus padres y la mía, de cierta manera. Yo que he podido ver de cerca esta relación tan tierna, amistosa y conmovedora con la pequeña e ingenua que es tu hermana, quizás es por eso que la sobreproteges tanto. Y no quieres que cometa o experimente tan rápido lo que tú hiciste a su edad. Ella es tu mejor amiga y ella te ve exactamente igual, eres una especie de súper heroína “la mujer maravilla” o así te ve ella. No obstante, ella no te conoce del todo, te molesta la idea que tenga novio, lo entiendo, pero se predica con el ejemplo, antes de hacer algo piensa en ella y quizás serás la hermana mayor que ella y yo esperamos que seas.
La Freak: Es la que odia las etiquetas pero etiqueta a los que no son como tú y tus amigos, detestas el latín, las comedias cursis, las películas de terror y casi cualquier género, las balabas te enferman, gustas por libros de autores desconocidos y la literatura bizarra, admiras a los homosexuales, por definir abierta su opción sexual y quizás porque una vez dudaste y experimentaste en ti misma. Odias las fiestas y prefieres las reuniones. Por eso, te molesta las chicas que pierden tanto tiempo en maquillaje, vestido, peinado.  Sabes que para verte linda, simplemente necesitas un buen duchazo, un par de polvos, sombras por aquí y por allá, para ver la belleza natural que posees.

Aún guardas con poco de ellas, las risas, los abrazos, los besos, las peleas y reconciliaciones, siempre traté aprender algo de todas, no sé si hubo un compañero para cada una de ellas, pero sí que las quise a todas.


¿A qué otra mujer conoceré ahora?

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Fotografía por LKGPhoto
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Esta historia en una canción


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domingo, 14 de noviembre de 2010

II. El chico del corazón a rayas

Lucía no consideraba haberse enamorado antes. Siempre que le preguntaban por Ringo, ella lo recordaba como un chiste, una broma sin sentido o los restos de un mal recuerdo. Todo en él era incongruencia, chiripiolca, avanzaba un paso y retrocedía dos. Tal vez en la etapa de amigos se compenetraron bastante, tenían las mismas aficiones, pero como enamorado Ringo era un bipolar en extremo, un eterno efímero. Este detalle la irritaba.


Se conocieron en segundo de secundaria en un colegio chorrillano. A él le gustaron sus rasgos finos, piel blanca como la leche, labios delgados, mirada aguijoneante, cabello azabache. Sufría de asma por vivir cerca al mar desde los seis años, cuando sus padres se separaron por primera vez. Su madre decidió llevarse a sus dos hijos a casa de la abuela, quien sellaría la memoria de Lucía con espectaculares tardes de lonchecitos donde el amor tomaba forma de tacitas de porcelana hechas a la medida de los labios de sus nietos y sanguchitos de galleta Soda untada con mantequilla o mermelada de naranja. Su abuela sabía entregar cariño por nada más que compañía.


De esas tardes de lonchecito, Lucía también recuerda la buena relación que tenía con su hermano menor, Jeremías. Relación que con el correr de los años se resquebrajó inexplicablemente. Lucía y Jeremías no se hablan. Él fue arrastrado por la corriente emo y ella, si bien quería estar cerca a él, no tenía paciencia y se curaba de sus berrinches al no escucharlo.

Una madrugada solitaria, mientras Jeremías dormía, Lucía entró a la computadora y revisó su historial de conversaciones de Messenger. Encontró la prueba irrecusable que confirmaba sus sospechas: él la odiaba a muerte, no explicaba el motivo pero ahora le constaba la confesión furiosa de su hermanito a una amiga, escondida en una carpeta fechada en abril de 2005: “Lucía maldita, hermana de mierda, nada me deja hacer, ¡que se la cache un burro ciego!”.

Le tomó tiempo asimilar que Jeremías era una causa perdida, Lucía no movería un solo dedo por él. Suficientes dilemas tenía gracias a Ringo, su primer novio de juguete. No era un Ken, pero le servía para explorar los intrincados recovecos del amor adolescente. Ringo era cursi, gracioso e incomprensible. Renegaba por llamarse así, le parecía nombre de baterista y si alguna vez había soñado con una banda, él elegiría tocar el bajo.

Cada mañana que Ringo llegaba al colegio, lo hacía taponado con audífonos y el discman reproduciendo una de las últimas del español Sanz. Una vez se animó a recitarle a Lucía “yo te buscaba en los azules / me enfrentaba a tempestades / ahora no sé si tú exististe / o fuiste sólo un sueño que yo tuve”, estrofa sacada de una de las canciones caletas de Sanz que elegía adrede para soltarle cosas bonitas a Lucía cada tanto. Ella, ingenua, pues no ahondaba aun en la discografía del madrileño, disfrutaba de los raptos poéticos de Ringo.

Ringo era entonces, un timador de los sentimientos, a veces romántico y muchas otras indiferente. Poco a poco, Lucía lo iría conociendo, pasaba de un polo a otro, o era muy atento o perdía la memoria y no la llamaba. La tarde que le pidió a Lucía iniciar un romance, ella aun no advertía las contrariedades que luego harían decaer la relación. Ella feliz pues necesitaba un aliado en la lucha contra Jeremías, que se la tenía jurada. Si bien Ringo tenía su gracia, Lucía descubriría luego su ceguera.



Sábado, 8 de abril (2006)

Esa mañana soleada, Lucía se levantó con migraña, la padecía desde la última época con Ringo. Él hacía cosas patéticas por pedirle volver, ella no sabía cómo evadirlo y sufría los primeros hincones en el cráneo. No prestó atención a ese mal hasta que se volvió recurrente, muchas situaciones de stress desataban las punzadas. Era fácil no pensar en Ringo (en la universidad había una oferta considerable de hombres) hasta que las migrañas lo traían de vuelta. No soportaba el sol, por eso caminaba cubriendo su rostro con un folder hasta que llegó al salón 105 de Letras, territorio cuya sombra aliviaba su dolor.

Se había inscrito en un test vocacional. Al llegar, se enteró que demoraría cuatro horas, ella no entendía por qué tanto tiempo. Tal vez perdía el tiempo, ¿resultaría como siempre?: “antro” o “socio”. Sea cual fuere el caso, su madre la obligaría a terminar Derecho. Lucía, que veía cómo se esforzaba su madre trabajando todas las noches en el hospital Carrión, no podía contrariarla.

Así que tomó posesión de la penúltima carpeta de ese salón larguísimo. Cabían más de cien alumnos apretados en carpetas para tres con sillas que rechinaban eternamente. Luego de resolver los problemas de aritmética y razonamiento verbal, les pidieron a todos escribir una historia sobre cualquier personaje inventado. Contó la historia de un hada que decidía convertirse en bruja: “nada más divertido que preparar pócimas y volar en escobas”, escribió Lucía sobre su personaje, a quien luego tenía que dibujar. Hizo lo que pudo, con trazos firmes, casi sin levantar el lápiz y con un rápido detalle de sombras. Su ilustración rozaba las escuelas japonesas del dibujo. “Pasen sus trabajos de adelante para atrás, chicos”, dijo la psicóloga. Ella entregó sus papeles al compañero de la carpeta contigua, quien recibió su obra y sólo atinó a soltar una carcajada de decibeles que Lucía consideró insultantes.

Ofuscada, le dijo “cuál es el chiste, panzón”. Él se excusó, “perdón, amiga, la verdad, tu dibujo me gustó, yo apenas pude dibujar a un viejo” y le mostró su obra. “¿Por qué dibujas ancianos?”, preguntó Lucía. “Ser abuelo es difícil y a mi personaje le duele su edad”, dijo. Luego se presentó con un nombre alemán que Lucía no usaría mucho, en adelante lo conocería como Tiger. Los ataques de migraña aumentarían los próximos meses.



Viernes, 9 de marzo (2007)

Era noche cerrada. Las nubes vestían nuevamente a Lima como esa dama pudorosa de bobos y faldones que no puede dejar de ser. Lucía no quería llegar tarde, le pedía al taxista que acelere, estaba emocionada, excitada, esperaba recordar esa noche para siempre. Un artista con nombre de emperador eligió Lima para abrir su gira mundial, volvía rolludo, más arrugado, menos inspirado que antes. Sin embargo, las fans en general y Lucía en particular no encontraban en él detalle de imperfección alguno.

Lucía guardaba el anhelo platónico de ser poseída por el artista madrileño. Tiger la acompañaba porque era su deber de enamorado hacerlo, había pagado las entradas más costosas y estaba dispuesto a corear las canciones más cursis por ver a su chica feliz. Había estudiado el setlist anunciado para esa noche, estaba preparado, siempre lo estaba, cada rima de las estrofas había sido asimilada con mucho esfuerzo en tiempo récord. Al final del concierto, le propondría a Lucía ir a un hotel por primera vez.

¿La hacía muy larga Lucía?, se preguntaba Tiger. ¡No!, ella es una dama, una nena de casa, bien educada y con fuertes valores morales, se respondía Tiger. Le remordía la conciencia ser vencido por su animalidad y dudar de la honestidad de Lucía. Ella no le había dado motivos para hacerlo los últimos seis meses que llevaban juntos; siempre fue correcta, graciosa e inteligente, el perfecto perfil de las chicas que Tiger buscaba por recomendación de su madre.

Tiger calculaba todo bien, la perfección era su manía, su vida era un ajedrez, un enroque corto, siempre protegía a su rey. Jugaba con los alfiles en punta y los peones plantados, nunca regalaba el centro. Cuidaba su higiene con dedicación, podía pasarse horas frente al espejo delineando la nitidez y profundidad de su barba, sabía que a Lucía no le gustaban los lampiños pues, cuando estaban solos en su casa, atacaba sus pelambres con besos felinos que endurecían cada vez más sus intenciones de llevarla a la cama. Lucía resistía esas tentaciones, según Fiorella era mejor que Tiger la piense como una santa.

“Te conviene aguantar un tiempo más, perra”, recomendaba Fiorella. “Qué quieres, ¿convertirme en la santa patrona de Chorrillos?”, decía Lucía que sabía que la primera vez con Tiger se acercaba. “Si vas a perder tu virginidad, debes estar cien por ciento segura, eso no se regala así nomás”, recordaba Fiorella. Este argumento tiraba al suelo las libres aspiraciones de Lucía. De cualquier manera, la meta de esa noche mágica era estar lo más cerca posible del artista renoombrado y amado mientras Tiger haría el papel de fiel guardaespaldas.

Tomaron la primera fila, en la zona Platinum, que no es más que una churrigueresca forma de nombrar a la platea o quizá a los calzoncillos presumiblemente plateados que en esas butacas descansaban. El artista demoraría en aparecer, lo esperaba un ejército de instrumentos de viento y percusión y un juego de luces que el artista había dispuesto como condición para venir a Lima. Sus pedidos se atendían al pie de la letra, en esto era un pequeño Mozart, claro que este murió joven, como todo genio, la música disecó su vida pero el tiempo no apagó su llama talentosa. El talento del artista español envejecería más rápido que él. El artista presenciaría su declive en unos años más.

Lucía conversaba con su buen enamorado sobre cómo conoció al artista. La primera canción que escuchó de él fue esa que hablaba de acercarse a una mujer luego de robarle el alma al aire. Obviaba decir que fue Ringo quien le puso los audífonos para que la escuche. Lucía no caía en el mal gusto de hablar de su pasado, eran dilaciones innecesarias, una voltereta inadecuada, un encierro de puertas abiertas, como cantaría el artista español.

Tiger fue a buscar un baño urgente. Sin darse cuenta, llevada por la curiosidad y el aburrimiento que le producía la soledad, Lucía trabó conversación con el señor mayor de al lado que tenía pinta de ser presidente de algún directorio importante del país. Tiger hacía una larga cola en los servicios. “¿Te gusta mucho?”, preguntó el presidente. “Clarín corneta, señor, toda mi vida lo he amado”, respondió Lucía, “¿vino con su esposa, señor?”. El presidente sonrió, “allí viene, mírala, está feliz, en un rato más se lo presentaré”, dijo con aplomo. Lucía no tuvo tiempo de sorprenderse con la llegada de la esposa. “Negra, te presento a…”, inició el presidente, “Lucía, me llamo Lucía”, concluyó ella. La esposa saludó amablemente a Lucía, “señora, su esposo es un caballero”, precisó Lucía. “¿Y qué haces tan solita, hija?”, preguntó. “No, mi amigo me acompaña, ahorita viene”, aclaró Lucía sin precisar mucho más. Era más cómodo para ella que no supieran mucho de su vida, no por mentirosa, sino que se ahorraba preguntas que no tenían que ser respondidas necesariamente.

“Hay que llevarla, Juan”, dijo la doña. “¿Quieres conocerlo?”, le preguntó a boca de jarro. Lucía abrió bien los ojos ante tal posibilidad. “Soy Juan Manzanero, gerente de Movistar, haremos una reunión con él antes del concierto y mi mujer quiere invitarte”, sentenció el presidente. Lucía perdió el habla por un momento y aceptó con un incansable movimiento de cabeza. Apenas recuperó el habla, chilló con todas sus fuerzas y casi le besa las manos al tal Manzanero y su esposa.

Tiger volvió con muchas ganas de amarla, se había lavado las manos para eso. Pero Lucía lo sorprendió con la noticia. “Voy a cumplir mi sueño”, dijo. Tiger no creía en los milagros, seguramente algo le pediría a cambio ese viejo mañuco. Le pidió que tenga cuidado, que él la esperaría, que cualquier cosa grite y un largo etcétera de advertencias de las que Lucía fue salvada cuando una acomodadora llamó al presidente y su esposa. Lucía se hizo pasar por sobrina del matrimonio Manzanero y entró.

Llegó a una sala pequeña ambientada con gigantografías del artista. Una pila de niñas fanáticas esperaba también a su ídolo, probablemente eran las ganadoras de esos concursos de radio que se estilan hacer cuando viene un artista. Además, otros ejecutivos de áreas diversas de la empresa telefónica estaban presentes. Lucía se sentía afortunada, su capacidad de sociabilizar con desconocidos le regalaba esa inmejorable oportunidad. “Es mi recompensa por ser una buena niña”, pensaba Lucía.

Cuando sintieron los pasos, los murmullos se apagaron de sopetón y una voz familiar hizo temblar los vidrios, agitó las bebidas de los asistentes y los latidos de las fanáticas se trasladaron a sus cuerdas vocales. Todas chillaban, brincaban y sólo una se deslindó de la masa para arrojarse de bruces en sus brazos. Luchó contra los agentes de seguridad para no separarse, Alejandro Sanz ordenó que la dejen con un movimiento torero de manos, “¡qué recibimiento, cómo estás!, ¿quién me está abrazando?”. Tiene los ojillos de un niño y la fragancia de un hombre, comprobó Lucía antes de decirle su nombre.

Pasado el incidente, Alejandro saludó a cada fan y tomó la palabra por unos segundos. “Me viene bien empezar esta gira en Lima. Esta es una ciudad donde se come bien, demasiado cariñosa, como ustedes chicas. Vamos a disfrutar del concierto, ¿vale?, no voy a olvidar nunca Lima, yo viajo en un tren y aquí me bajo siempre”, palabras con las que Alejandro aseguró fanaticada para su siguiente vuelta.

Cada una exigió retratarse con el cantautor, que lucía una chaqueta de gamuza mostaza y unos jeans desgajados. El tiempo apremiaba, faltaba poco para iniciar el concierto y, salvo la esposa de Manzanero, apenas pudo tomarse unas fotos con todas juntas. Sujetado al vértice de la puerta, era hora de irse, lanzó un último beso a sus correligionarias que suspiraron por última vez. El sueño de Lucía había acabado, todas pasarían a la platea y vitorearían a Sanz, esperaban que se acuerde y las vuelva a mirar.

Previsiblemente emocionada, Lucía volvió con Tiger. El resto de la noche lo vio desmejorado, falto de vida, plano, nada churro, feo, sin éxito y limeño. Los besos de Lucía eran desganados, cumplidores; Tiger sintió que apretaba contra su cuerpo una muñeca de trapo que besaba sin encontrar respuesta. Lucía cerraba los ojos, pensaba en Alejandro se activaba nuevamente. Aquella noche, Tiger debía resignarse al segundo plano, a ser el paraguas contra esa lluvia maldita que de un momento a otro rompió el cielo para refrescar su pequeño enojo.

“¿Cuántas más en este país pueden decir que tuvieron a Sanz como yo lo tuve?”, se felicitaba Lucía ella misma mientras el taxi doblaba por la Tomás Marsano rumbo a su casa. Tiger apuntó en su celular la placa del auto que tomó Lucía, no podía acompañarla pues vivía en La Punta, antípoda de Chorrillos. Como las llamadas salvaban las distancias, Tiger le reventó el celular cada cinco minutos para verificar que seguía bien.


-Ya, gordo, entiende, no me va a pasar nada contestaba Lucía–.
-Lucía, no es ningún problema –decía Tiger–, disfruto cuidarte y lo sabes.
-Pero hace cinco minutos te dije que todo estaba bien.
-Lo que no pasa en mil años puede pasar en un minuto, amor –excusaba Tiger–.
-Ah, olvidé agradecerte por el concierto, estuvo maravilloso, ¡gracias!
-¿Quién?, ¿el concierto, Alejandro o yo?
-Todo pues, gordis. Claro que conocer a Ale fue impensable, ¡pero fue gracias a ti!
-Jamás imaginé que lo conocerías, ¿me vas a decir lo que le dijiste a ese tal Manzanero?
-Ya no lo recuerdo.
-Lo que importa es que te gustó.
-¡Lo que importa es que te duermas ya! – lo riñó Lucía-, yo llegaré bien, además quiero pestañear un poco.
-¡Ni se te ocurra!, es peligroso –advirtió Tiger–. No dormiré si no lo haces tú primero en tu cama.
-Ay, amor –cedió Lucía, se recostó en el asiento y vio la lluvia por la ventana–, quién me va a querer más que tú.
-No me cortes, ¿sí Peluchita? –rogó Tiger y carraspeó un poco-, conversemos hasta tu casa, no vayas a cerrar los ojos.

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Fotografía por Jhon Hedgecoe
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La canción infaltable en cada concierto de Sanz.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Todavía no quiero ser papá




Hoy, más que nunca, me asusta la sola idea de ser padre. Debe ser porque aún no me siento preparado para administrar la vida de alguien más, que no sea la mía, de eso estoy completamente convencido, pues, siento que sería un obstáculo para terminar mi carrera, la decepción momentánea de mi madre, hermano, amigos, y darle qué hablar a la gente; sin embargo, caso contrario asumiría con hidalguía cualquier adelanto.

Pero honestamente, no me veo cambiando pañales mal olientes por las mañanas, ni preparando improvisadas mamaderas, y tener que soportar noches de insomnio por  los lloriqueos berrinchudos de un niño que posiblemente se llame como yo, pero lo que más extrañaría seria andar de farra con los amigos los fines de semana, tener que ver Plaza Sésamo, Backyardigans, Hi5, a ver mis series favoritas, la Superliga española, o una que otra película; por ahora la idea de ser padre no  me seduce en lo más mínimo.

 Pero cuando los enamorados entrar un ritmo altamente calentón,  y pasan a estar “hornies” la mayor parte del tiempo, dan rienda suelta a sus deseos amatorios más próximos, más temprano que tarde surgirá entre ellos la duda y la paranoia de haber propiciado un embarazo no deseado.

La mañana siguiente de estar con mi novia por primera vez, recibí la llamada de Piero, un viejo amigo de la secundaria. Él  es uno de esos amigos que uno se hace y nunca se pregunta cómo, ya que no tenemos muchas cosas en común; además, de ser hinchas del mismo equipo, tomar la misma marca de cerveza y organizar campeonatos de “winning eleven” los viernes por la noche. Me llamó y me dijo que necesitaba hablar con un amigo, se escuchaba entrecortado quebrantado casi al borde de querer llorar.

Camino a su casa recibí una llamada de mi novia “estas seguro que no te viniste adentro verdad”. Juré mil veces que no, no obstante, bebido a su insistencia dudé. Desde ese instante telefónico la angustia se impregno en mí. Es en ese momento que no hay nada en el mundo que no te haga sentir el stress, al saber que cabe una mínima posibilidad de haberla embarazado, grandísimo animal. La sola idea de ser papá contra tu voluntad e improvisar un futuro que no tenías planeado, tener que casarte bajo amenaza de una madre como la de ella, te ronda por la cabeza y te asusta. Prometí llamarla ya bien entrada la noche o vernos el día siguiente, yo también iba por un consejo, que mejor Piero el eterno rompecorazones, para dármelo.

Toque la puerta de Piero, esté no me recibió con su habitual canción de la “trinchera norte”, todo lo contrario lo note decaído y algo decepcionado, más o igual que cuando la “U” fue eliminado por Sao Paulo vía  penales en la última Libertadores. Me dio una fuerte palmada en la espalda, cambio repentinamente su cara, me invito a pasar y jugar unos cuantos partidos en el Play Station que se acaba de comprar, gracias a los honorarios de su trabajo en el banco y tal vez el último capricho que se daba sin saberlo. Luego de haber perdido los dos primeros encuentros en los que caí por goleada, me sugirió ir por un six pack de nuestra cerveza preferida, como decirle que no, su cara volvió a ser la misma camino al súper mercado. Le alcancé un billete de Quiñones, mientras él pagaba con su tarjeta de debitó.

No tocamos el tema la cuadra y media que está su casa del súper mercado, aprovechamos ese tiempo en hablar de futbol, de mis errores en la defensa y la jugada magistral que me hizo con Messi para terminar de darme una paliza con el Barza.

Al llegar a su cuarto no se puede contener.  “La cagué, huevón, la cagué”, me dijo. Mientras me miraba algo desahogado. “En qué sentido la cagaste”,  le replicaba yo, una y otra vez.

-Te acuerdas de Blanca. Me dijo ya más calmado.
-Sí, la que es tu novia oficial entre tus novias.
-No estoy para bromas huevón. Está embarazada. Dijo mientras le daba un largo sorbo a su cerveza. Yo, al escuchar la noticia me atore con la mía.
- ¿Embaraza? ¿Estás seguro? Mira que una vez, pensamos lo mismo y todo fue una falsa alarma, lo mismo te paso con la Luz María.
-No, esta vez es verdad. Además, Hace ya un buen tiempo que Blanca, quiere irse a vivir conmigo, yo he estado posponiendo las cosas una y otra vez, no sé. Hubo un silencio incomodo.
-Bueno, qué piensas hacer.
-No sé, putamadre. Hace una semana me trajo la prueba de embarazo. Me asusté; y a pesar que, le confesé haberla engañado decenas de veces, insultarla de la peor manera, dice que lo quiere tener, porque me ama. Que nuestro hijo nos unirá de nuevo.
-Bueno. ¿Tú nunca te cuidaste?
-No eso es para huevones nada más. A mí me gustaba terminar adentro como todo un hombre.
-¿Y cuanto tiempo tiene?
-Cuatro Semanas.

Le di una fuerte palmada en el hombro, mientras seguíamos conversando, y escuchando alguna canción de Fito Páez, Supersónicos, Mar de Copas, Libido; entre tantos. Subimos el volumen hasta hacer vibrar las ventanas de su habitación. Piero algo picado, hablo con una de sus novias por celular quedando verse en los días próximos, lo mire confundido, celebrando su criollada aunque en el fondo no lo entendía. Después hicimos un brindis por días como esos, por  el pasado, por el presente y por el futuro inhóspito que nos esperaba. Ya bien entrada la noche, me despedí de Piero, pero esté decidió acompañarme. “Caminar me hace bien. Aparte quiero fumarme un cigarrillo en el camino”.

Caminamos sin prisa, mientras me contaba sus hazañas de la semana pasada, me daba gracia escucharlo seguro, confiado ¿Acaso era el mismo rompecorazones de la secundaria?

-Sé lo que estás pensado. Piensas que si es niña, ella pagara todas mis pendejadas verdad. Me dijo
-Bueno, si existe un Karma para las cosas que has hecho, tiene que ser así.
-Qué hablas, monce. Ni que yo hubiera roto tantos corazones.

Omití mis comentarios. Seguimos avanzado hasta estar muy cerca del parque Osores, donde encontramos a Reiner, se notaba algo presuroso. Nos pidió que lo acompañemos a la avenida Bolívar, tenía que tomar un bus, con destino desconocido, no nos dijo a donde, tampoco preguntamos, décimos ir a acompañarlo.

De regreso, caminamos lento, aún hablaba Piero, se mudaría pronto de la casa donde ha vivido toda la vida, yo lo escuchaba con cierta nostalgia. Ambos no nos habíamos percatado que un taxi tico, color amarillo, nos venía siguiendo hace media cuadra, de pronto, salió de taxi un tipo malaspectoso  (que sospecho que es amigo de Magic B), nos mentó la madre, se acerco de forma violenta hacia nosotros, mientras yo buscaba con la mirada a alguien que nos ayudara, pues no era un solo uno habían tres más en aquel carro, pensé por un instante hacerle frente, pero me detuve, cuando vi que  saco un revolver de su bolsillo, me golpeo el pecho con el arma, Piero se había quedado atónito, sin habla. No pusimos resistencia, se llevaron nuestros móviles, y cincuenta y seis soles y fracción entre ambos (la fracción era mía). La impotencia se apoderó de nosotros, maldecimos a Reiner, a las circunstancias, no podíamos creer que en aquella parte de Pueblo Libre habíamos sido asaltados. Lo peor de todo es que no recordaba el número mi novia para llamarla como le había prometido.

Piero y yo nos despedimos asustados, caminé inseguro, impotente y con algo de miedo, más aún al pensar en ella. Llegué a mi casa, prendí la computadora, entré al Messenger para saber si la encontraba, todo fue en vano nunca se conecto. En mi cama no pude dormir, la cabeza me daba vueltas y el temor de ser padre se apoderaba de mí. Pensé la solución, comprar la famosa pastilla del día siguiente o algún derivado.

Un día después nos encontramos, felizmente tenía su número apuntado en mi agenda, me contesto algo molesta, pues nunca la llamé como habíamos quedado. Le expliqué lo sucedido y mostró lástima por mí, pero lo más importante para ella era comprar la pastilla, a mí me daba mucha vergüenza entrar a una farmacia y pedir una de esas pastillas, ella no pareció incomodarle, entró, salió cuatro minutos después, la miré extrañado, eres toda una experta le dije, me miró molesta.

-No era tú primera vez, dije.
-No también compre una cuando estuve con… hizo un silencio. Compre muchas veces, para mis amigas.
No le creí, la miré molesto, impotente, la odiaba, me odiaba; sin embargo, la quería. Compre una botella de agua mineral sin gas, la tomó todo de golpe, votando la cajita a un tacho de basura, no hablamos del tema, estábamos incómodos, asustados, nerviosos y molestos, uno con el otro.
-Todo va a estar bien, dije para calmar la situación.
-Como estás tan seguro, dijo ella.
-No lo sé, simplemente lo estoy, es todo. Yo no me vine adentro, de eso estoy seguro.
-Yo no puedo ser mamá ¿entiendes?, tengo todo un gran futuro por delante, o crees que vamos a vivir de lo que escribes.
-Oye, piensa bien lo que dices, yo estudio para ser periodista, escritor. ¿Cuántos pueden jactarse de vivir de lo que escriben?
-¡Hay por favor! Prefiero que nazca en California y sea ciudadano norteamericano.
-No dejaría que te lo lleves.
-No me lo llevo, lo tengo y vuelvo. El seguro estadounidense es más que tu mísero sueldo de periodista.
-Sabes qué, me voy, tengo clases, me llamas cualquier cosa.
-¿Te vas así, sin decir nada más?

Me paré delante de ella, la miré por cuantiosos segundos en silencio. “Te quiero”, le dije, vamos a salir de esta, cuentas conmigo para lo que sea, la abrecé, me pidió disculpas, me abrazó, me besó, y me vio partir, subí al bus, se me enrojecieron los ojos, me senté en la parte de atrás, dejé caer unas cuantas lágrimas.

Los días siguientes, la idea de ser padre, no me asustaba del todo, buscaría un trabajo y estudiaría en la noches, como hacían muchos, me sacrificaría, le daría un hogar al pequeño Alessandro Andrea, si alguna vez tengo un hijo se llamara así. Felizmente, todo volvió a ser como antes, iba a salida de su universidad después de mis clases, caminábamos, conversábamos de todo, no  volvimos a tocar el tema, adquirí nuevamente mi celular, me llamo dos días después una madrugada, “¡me vino Andrés!”, exclamo contenta, “te amo”.

-Quién diablos es Andrés, dije molesto o tal vez pensando en el próximo concierto de Calamaro.
-Ay, tonto el que viene cada mes. La regla tarado.
-JAJAJA, te amo.
-Yo también, gordito, yo también.

Por fin, ¡ALELUYA! El alma nuevamente en el cuerpo. Gracias Dios. Vuelve la alegría a reinar la vida. Que viva el Perú carajo. Que alguien destape dos cervezas. Salud por eso. Seco y volteado. Pidan otra ronda que yo invito. En mi cabeza suena “we are the champions” de Queen, luego de varios días de insomnio, dormí como un bebe, suena irónico pero es verdad.

No sé si las mujeres acostumbran a calcular estos periodos de incertidumbre (que pueden ser hasta inventados) para probar nuestra reacción  y ver cómo es que nos comportamos ante la escenario del supuesto embarazo accidental. Supongo que están en todo su derecho para saber nuestros prejuicios respecto de, por ejemplo, el aborto.

No obstante, otra será tu suerte si tu chica propicia el embarazo para obligar al novio a formalizar una relación, que viene en picada y cree que así él, cambiara sus hábitos defectuosos sentara cabeza para formar un hogar. Es decir, te engaña diciendo que se está cuidando y luego el siguiente paso será el altar. Aunque hay mujeres, que simplemente sienten que se les pasa el tren y desean tener un hijo, sinceramente no sé cual es peor.

El día que sea papá ,deseo al menos estar seguro de poder solventar sus gastos, darle mucho amor, inculcarle el respeto hacia los demás, amor al arte, la literatura, poesía, cine;  jugar fulbito, billar, y que sepa nadar y surfear, cosa que nunca aprendí del todo; además, que tenga que encuentre en mí, más que un padre, un amigo, al cual contarle sus dudas, miedos, temores, consejos con las chicas, y demás, emborracharnos cuando cumpla dieciocho, mientras nos espera su mamá despierta y preocupada con los ruleros en la cabeza. Sin duda creo que seré un buen padre, pero no ahora ni por teléfono.

Con respecto al rompecorazones de Piero, ahora se le se ve más centrado, responsable, y querendón, aunque de vez en cuando saque los pies del plato, no puede evitarlo, está en sus genes. No obstante, hoy es padre de una hermosa niña, llamaba María Pía F. R.  Ahora el rompecorazones tiene quien le rompa el corazón.

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Fotografía por Batram
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Esta historia en una canción.