domingo, 14 de noviembre de 2010

II. El chico del corazón a rayas

Lucía no consideraba haberse enamorado antes. Siempre que le preguntaban por Ringo, ella lo recordaba como un chiste, una broma sin sentido o los restos de un mal recuerdo. Todo en él era incongruencia, chiripiolca, avanzaba un paso y retrocedía dos. Tal vez en la etapa de amigos se compenetraron bastante, tenían las mismas aficiones, pero como enamorado Ringo era un bipolar en extremo, un eterno efímero. Este detalle la irritaba.


Se conocieron en segundo de secundaria en un colegio chorrillano. A él le gustaron sus rasgos finos, piel blanca como la leche, labios delgados, mirada aguijoneante, cabello azabache. Sufría de asma por vivir cerca al mar desde los seis años, cuando sus padres se separaron por primera vez. Su madre decidió llevarse a sus dos hijos a casa de la abuela, quien sellaría la memoria de Lucía con espectaculares tardes de lonchecitos donde el amor tomaba forma de tacitas de porcelana hechas a la medida de los labios de sus nietos y sanguchitos de galleta Soda untada con mantequilla o mermelada de naranja. Su abuela sabía entregar cariño por nada más que compañía.


De esas tardes de lonchecito, Lucía también recuerda la buena relación que tenía con su hermano menor, Jeremías. Relación que con el correr de los años se resquebrajó inexplicablemente. Lucía y Jeremías no se hablan. Él fue arrastrado por la corriente emo y ella, si bien quería estar cerca a él, no tenía paciencia y se curaba de sus berrinches al no escucharlo.

Una madrugada solitaria, mientras Jeremías dormía, Lucía entró a la computadora y revisó su historial de conversaciones de Messenger. Encontró la prueba irrecusable que confirmaba sus sospechas: él la odiaba a muerte, no explicaba el motivo pero ahora le constaba la confesión furiosa de su hermanito a una amiga, escondida en una carpeta fechada en abril de 2005: “Lucía maldita, hermana de mierda, nada me deja hacer, ¡que se la cache un burro ciego!”.

Le tomó tiempo asimilar que Jeremías era una causa perdida, Lucía no movería un solo dedo por él. Suficientes dilemas tenía gracias a Ringo, su primer novio de juguete. No era un Ken, pero le servía para explorar los intrincados recovecos del amor adolescente. Ringo era cursi, gracioso e incomprensible. Renegaba por llamarse así, le parecía nombre de baterista y si alguna vez había soñado con una banda, él elegiría tocar el bajo.

Cada mañana que Ringo llegaba al colegio, lo hacía taponado con audífonos y el discman reproduciendo una de las últimas del español Sanz. Una vez se animó a recitarle a Lucía “yo te buscaba en los azules / me enfrentaba a tempestades / ahora no sé si tú exististe / o fuiste sólo un sueño que yo tuve”, estrofa sacada de una de las canciones caletas de Sanz que elegía adrede para soltarle cosas bonitas a Lucía cada tanto. Ella, ingenua, pues no ahondaba aun en la discografía del madrileño, disfrutaba de los raptos poéticos de Ringo.

Ringo era entonces, un timador de los sentimientos, a veces romántico y muchas otras indiferente. Poco a poco, Lucía lo iría conociendo, pasaba de un polo a otro, o era muy atento o perdía la memoria y no la llamaba. La tarde que le pidió a Lucía iniciar un romance, ella aun no advertía las contrariedades que luego harían decaer la relación. Ella feliz pues necesitaba un aliado en la lucha contra Jeremías, que se la tenía jurada. Si bien Ringo tenía su gracia, Lucía descubriría luego su ceguera.



Sábado, 8 de abril (2006)

Esa mañana soleada, Lucía se levantó con migraña, la padecía desde la última época con Ringo. Él hacía cosas patéticas por pedirle volver, ella no sabía cómo evadirlo y sufría los primeros hincones en el cráneo. No prestó atención a ese mal hasta que se volvió recurrente, muchas situaciones de stress desataban las punzadas. Era fácil no pensar en Ringo (en la universidad había una oferta considerable de hombres) hasta que las migrañas lo traían de vuelta. No soportaba el sol, por eso caminaba cubriendo su rostro con un folder hasta que llegó al salón 105 de Letras, territorio cuya sombra aliviaba su dolor.

Se había inscrito en un test vocacional. Al llegar, se enteró que demoraría cuatro horas, ella no entendía por qué tanto tiempo. Tal vez perdía el tiempo, ¿resultaría como siempre?: “antro” o “socio”. Sea cual fuere el caso, su madre la obligaría a terminar Derecho. Lucía, que veía cómo se esforzaba su madre trabajando todas las noches en el hospital Carrión, no podía contrariarla.

Así que tomó posesión de la penúltima carpeta de ese salón larguísimo. Cabían más de cien alumnos apretados en carpetas para tres con sillas que rechinaban eternamente. Luego de resolver los problemas de aritmética y razonamiento verbal, les pidieron a todos escribir una historia sobre cualquier personaje inventado. Contó la historia de un hada que decidía convertirse en bruja: “nada más divertido que preparar pócimas y volar en escobas”, escribió Lucía sobre su personaje, a quien luego tenía que dibujar. Hizo lo que pudo, con trazos firmes, casi sin levantar el lápiz y con un rápido detalle de sombras. Su ilustración rozaba las escuelas japonesas del dibujo. “Pasen sus trabajos de adelante para atrás, chicos”, dijo la psicóloga. Ella entregó sus papeles al compañero de la carpeta contigua, quien recibió su obra y sólo atinó a soltar una carcajada de decibeles que Lucía consideró insultantes.

Ofuscada, le dijo “cuál es el chiste, panzón”. Él se excusó, “perdón, amiga, la verdad, tu dibujo me gustó, yo apenas pude dibujar a un viejo” y le mostró su obra. “¿Por qué dibujas ancianos?”, preguntó Lucía. “Ser abuelo es difícil y a mi personaje le duele su edad”, dijo. Luego se presentó con un nombre alemán que Lucía no usaría mucho, en adelante lo conocería como Tiger. Los ataques de migraña aumentarían los próximos meses.



Viernes, 9 de marzo (2007)

Era noche cerrada. Las nubes vestían nuevamente a Lima como esa dama pudorosa de bobos y faldones que no puede dejar de ser. Lucía no quería llegar tarde, le pedía al taxista que acelere, estaba emocionada, excitada, esperaba recordar esa noche para siempre. Un artista con nombre de emperador eligió Lima para abrir su gira mundial, volvía rolludo, más arrugado, menos inspirado que antes. Sin embargo, las fans en general y Lucía en particular no encontraban en él detalle de imperfección alguno.

Lucía guardaba el anhelo platónico de ser poseída por el artista madrileño. Tiger la acompañaba porque era su deber de enamorado hacerlo, había pagado las entradas más costosas y estaba dispuesto a corear las canciones más cursis por ver a su chica feliz. Había estudiado el setlist anunciado para esa noche, estaba preparado, siempre lo estaba, cada rima de las estrofas había sido asimilada con mucho esfuerzo en tiempo récord. Al final del concierto, le propondría a Lucía ir a un hotel por primera vez.

¿La hacía muy larga Lucía?, se preguntaba Tiger. ¡No!, ella es una dama, una nena de casa, bien educada y con fuertes valores morales, se respondía Tiger. Le remordía la conciencia ser vencido por su animalidad y dudar de la honestidad de Lucía. Ella no le había dado motivos para hacerlo los últimos seis meses que llevaban juntos; siempre fue correcta, graciosa e inteligente, el perfecto perfil de las chicas que Tiger buscaba por recomendación de su madre.

Tiger calculaba todo bien, la perfección era su manía, su vida era un ajedrez, un enroque corto, siempre protegía a su rey. Jugaba con los alfiles en punta y los peones plantados, nunca regalaba el centro. Cuidaba su higiene con dedicación, podía pasarse horas frente al espejo delineando la nitidez y profundidad de su barba, sabía que a Lucía no le gustaban los lampiños pues, cuando estaban solos en su casa, atacaba sus pelambres con besos felinos que endurecían cada vez más sus intenciones de llevarla a la cama. Lucía resistía esas tentaciones, según Fiorella era mejor que Tiger la piense como una santa.

“Te conviene aguantar un tiempo más, perra”, recomendaba Fiorella. “Qué quieres, ¿convertirme en la santa patrona de Chorrillos?”, decía Lucía que sabía que la primera vez con Tiger se acercaba. “Si vas a perder tu virginidad, debes estar cien por ciento segura, eso no se regala así nomás”, recordaba Fiorella. Este argumento tiraba al suelo las libres aspiraciones de Lucía. De cualquier manera, la meta de esa noche mágica era estar lo más cerca posible del artista renoombrado y amado mientras Tiger haría el papel de fiel guardaespaldas.

Tomaron la primera fila, en la zona Platinum, que no es más que una churrigueresca forma de nombrar a la platea o quizá a los calzoncillos presumiblemente plateados que en esas butacas descansaban. El artista demoraría en aparecer, lo esperaba un ejército de instrumentos de viento y percusión y un juego de luces que el artista había dispuesto como condición para venir a Lima. Sus pedidos se atendían al pie de la letra, en esto era un pequeño Mozart, claro que este murió joven, como todo genio, la música disecó su vida pero el tiempo no apagó su llama talentosa. El talento del artista español envejecería más rápido que él. El artista presenciaría su declive en unos años más.

Lucía conversaba con su buen enamorado sobre cómo conoció al artista. La primera canción que escuchó de él fue esa que hablaba de acercarse a una mujer luego de robarle el alma al aire. Obviaba decir que fue Ringo quien le puso los audífonos para que la escuche. Lucía no caía en el mal gusto de hablar de su pasado, eran dilaciones innecesarias, una voltereta inadecuada, un encierro de puertas abiertas, como cantaría el artista español.

Tiger fue a buscar un baño urgente. Sin darse cuenta, llevada por la curiosidad y el aburrimiento que le producía la soledad, Lucía trabó conversación con el señor mayor de al lado que tenía pinta de ser presidente de algún directorio importante del país. Tiger hacía una larga cola en los servicios. “¿Te gusta mucho?”, preguntó el presidente. “Clarín corneta, señor, toda mi vida lo he amado”, respondió Lucía, “¿vino con su esposa, señor?”. El presidente sonrió, “allí viene, mírala, está feliz, en un rato más se lo presentaré”, dijo con aplomo. Lucía no tuvo tiempo de sorprenderse con la llegada de la esposa. “Negra, te presento a…”, inició el presidente, “Lucía, me llamo Lucía”, concluyó ella. La esposa saludó amablemente a Lucía, “señora, su esposo es un caballero”, precisó Lucía. “¿Y qué haces tan solita, hija?”, preguntó. “No, mi amigo me acompaña, ahorita viene”, aclaró Lucía sin precisar mucho más. Era más cómodo para ella que no supieran mucho de su vida, no por mentirosa, sino que se ahorraba preguntas que no tenían que ser respondidas necesariamente.

“Hay que llevarla, Juan”, dijo la doña. “¿Quieres conocerlo?”, le preguntó a boca de jarro. Lucía abrió bien los ojos ante tal posibilidad. “Soy Juan Manzanero, gerente de Movistar, haremos una reunión con él antes del concierto y mi mujer quiere invitarte”, sentenció el presidente. Lucía perdió el habla por un momento y aceptó con un incansable movimiento de cabeza. Apenas recuperó el habla, chilló con todas sus fuerzas y casi le besa las manos al tal Manzanero y su esposa.

Tiger volvió con muchas ganas de amarla, se había lavado las manos para eso. Pero Lucía lo sorprendió con la noticia. “Voy a cumplir mi sueño”, dijo. Tiger no creía en los milagros, seguramente algo le pediría a cambio ese viejo mañuco. Le pidió que tenga cuidado, que él la esperaría, que cualquier cosa grite y un largo etcétera de advertencias de las que Lucía fue salvada cuando una acomodadora llamó al presidente y su esposa. Lucía se hizo pasar por sobrina del matrimonio Manzanero y entró.

Llegó a una sala pequeña ambientada con gigantografías del artista. Una pila de niñas fanáticas esperaba también a su ídolo, probablemente eran las ganadoras de esos concursos de radio que se estilan hacer cuando viene un artista. Además, otros ejecutivos de áreas diversas de la empresa telefónica estaban presentes. Lucía se sentía afortunada, su capacidad de sociabilizar con desconocidos le regalaba esa inmejorable oportunidad. “Es mi recompensa por ser una buena niña”, pensaba Lucía.

Cuando sintieron los pasos, los murmullos se apagaron de sopetón y una voz familiar hizo temblar los vidrios, agitó las bebidas de los asistentes y los latidos de las fanáticas se trasladaron a sus cuerdas vocales. Todas chillaban, brincaban y sólo una se deslindó de la masa para arrojarse de bruces en sus brazos. Luchó contra los agentes de seguridad para no separarse, Alejandro Sanz ordenó que la dejen con un movimiento torero de manos, “¡qué recibimiento, cómo estás!, ¿quién me está abrazando?”. Tiene los ojillos de un niño y la fragancia de un hombre, comprobó Lucía antes de decirle su nombre.

Pasado el incidente, Alejandro saludó a cada fan y tomó la palabra por unos segundos. “Me viene bien empezar esta gira en Lima. Esta es una ciudad donde se come bien, demasiado cariñosa, como ustedes chicas. Vamos a disfrutar del concierto, ¿vale?, no voy a olvidar nunca Lima, yo viajo en un tren y aquí me bajo siempre”, palabras con las que Alejandro aseguró fanaticada para su siguiente vuelta.

Cada una exigió retratarse con el cantautor, que lucía una chaqueta de gamuza mostaza y unos jeans desgajados. El tiempo apremiaba, faltaba poco para iniciar el concierto y, salvo la esposa de Manzanero, apenas pudo tomarse unas fotos con todas juntas. Sujetado al vértice de la puerta, era hora de irse, lanzó un último beso a sus correligionarias que suspiraron por última vez. El sueño de Lucía había acabado, todas pasarían a la platea y vitorearían a Sanz, esperaban que se acuerde y las vuelva a mirar.

Previsiblemente emocionada, Lucía volvió con Tiger. El resto de la noche lo vio desmejorado, falto de vida, plano, nada churro, feo, sin éxito y limeño. Los besos de Lucía eran desganados, cumplidores; Tiger sintió que apretaba contra su cuerpo una muñeca de trapo que besaba sin encontrar respuesta. Lucía cerraba los ojos, pensaba en Alejandro se activaba nuevamente. Aquella noche, Tiger debía resignarse al segundo plano, a ser el paraguas contra esa lluvia maldita que de un momento a otro rompió el cielo para refrescar su pequeño enojo.

“¿Cuántas más en este país pueden decir que tuvieron a Sanz como yo lo tuve?”, se felicitaba Lucía ella misma mientras el taxi doblaba por la Tomás Marsano rumbo a su casa. Tiger apuntó en su celular la placa del auto que tomó Lucía, no podía acompañarla pues vivía en La Punta, antípoda de Chorrillos. Como las llamadas salvaban las distancias, Tiger le reventó el celular cada cinco minutos para verificar que seguía bien.


-Ya, gordo, entiende, no me va a pasar nada contestaba Lucía–.
-Lucía, no es ningún problema –decía Tiger–, disfruto cuidarte y lo sabes.
-Pero hace cinco minutos te dije que todo estaba bien.
-Lo que no pasa en mil años puede pasar en un minuto, amor –excusaba Tiger–.
-Ah, olvidé agradecerte por el concierto, estuvo maravilloso, ¡gracias!
-¿Quién?, ¿el concierto, Alejandro o yo?
-Todo pues, gordis. Claro que conocer a Ale fue impensable, ¡pero fue gracias a ti!
-Jamás imaginé que lo conocerías, ¿me vas a decir lo que le dijiste a ese tal Manzanero?
-Ya no lo recuerdo.
-Lo que importa es que te gustó.
-¡Lo que importa es que te duermas ya! – lo riñó Lucía-, yo llegaré bien, además quiero pestañear un poco.
-¡Ni se te ocurra!, es peligroso –advirtió Tiger–. No dormiré si no lo haces tú primero en tu cama.
-Ay, amor –cedió Lucía, se recostó en el asiento y vio la lluvia por la ventana–, quién me va a querer más que tú.
-No me cortes, ¿sí Peluchita? –rogó Tiger y carraspeó un poco-, conversemos hasta tu casa, no vayas a cerrar los ojos.

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Fotografía por Jhon Hedgecoe
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La canción infaltable en cada concierto de Sanz.

5 comentarios:

  1. Simplemente magnifico, espectacular. y es que, Tiger me recuerda tanto a mí y, a una novia que tuve cuando buscaba chicas de casa, como les decia mamá, cuando creces te das cuenta que esas chicas no existen, no es que este hablando mal de las mujeres por generalizar,no obstante,cuando pienso en Lucia, me recuerda a una chica de aspecto dulce, tierno, compremetedor, que aun sabiendas que se acosto con media Universidad, conmigo se hizo la dificil, y eso fue lo que más me gusto, era problematica, caotica, ya que nunca reemplazaria a su primer gran amor. Sin embargo, cansado de ser " el bueno", cuando me acoste con ella, descubri el amor, en una chica que lo habia experimentado, mas veces que me abuela, aunque cansando de sus caprichos y problemas la deje.

    Este post me hizo pensar en ella, y a pesar que la quise hoy ya no pienso en ella.

    Un consejo publico masculino lector, no busquen chicas de casa, busquen chicas que sean sinceras y las mas perras lo son. Lo digo por experiencia.

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  2. Simple, sencillo, director y sublime, asi me parece la primera parte Reiner, sin embargo, espero que lo termines cuando prometes y no despues, sea como sea, "tu novela, va cobrando cuerpo y aroma", un abrazo, la proxima vez, te ganare en el ajedrez.

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  3. Realemente muy bueno, amo a Alejandro sanz

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  4. Reiner no tengo queja alguna esta más que interesante esta cuasi novela. Sin embargo, te demoras muchos en la entrega.

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  5. Anónimo, las más perras te agradecerán el halago. Y yo el comentario. Saludos.

    Teni, creo que en la próxima partida de ajedrez que juguemos apostaremos el blog. Abrazos.

    Anónimo, yo, la verdad, no lo escuchaba hace tiempo con tanta constancia como lo hago ahora. Pero si lo amas, entonces entiendes un poco más a Lucía.

    Anónimo, no es una cuasi novela, será un cuento largo por lo que pronostico. Intentaré postear con más disciplina. Saludos.

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Aunque sea una carita feliz... )=D