domingo, 22 de mayo de 2011

Carta a los amigos que perdí

Hay recuerdos que no voy a borrar,
personas que no voy a olvidar,
silencios que prefiero callar
Fito Paéz.
Imagen por pedromedeiros

Era una de esas noches frías, en la que ni una tibia cama podía abrigarme. No conciliaba el sueño. Un sentimiento de culpa me embargaba. Mi alma hablaba por mi cuerpo. Aún con la laptop prendida, una taza café y una media cajetilla por fumar, me senté a escribir, no una carta si no varias, a los amigos perdidos. A manera de disculpas o recuerdo. Aunque para algunos sea muy tarde o viceversa. Las teclas viajaron de lado a lado  y dibujaron el primer nombre.

Queridísima Ximena:
Hace pocos días, después de años sin hablarnos, debido a tu onomástico decidí romper mi silencio con una llamada, además de arreglármelas siempre para saludarte, aunque sea de forma indirecta. Fue grande mi sorpresa al saber que seguías teniendo el mismo número. Estaba  nervioso. No sabía bien qué decirte, o por dónde empezar. Probablemente, balbucearía y en mi desesperación te ametrallaría con tantas palabras que no entenderías ni jota de lo que hablo. Me mata el timbre de espera. Pensé: ojala me conteste la grabadora. Así fue. Escuché tu voz, el corazón me salto de emoción y nostalgia, seguías teniendo esa vocecita aguda y chillona que muchas veces me hizo reír. No sé si me alegró saber que estás de novia. Supongo que sí. A pesar que al novio ya lo conozco no le guardo rencor y lo recuerdo con simpatía. En realidad lo vi hace un par de meses atrás, una tarde en la que yo esperaba a mí chica de entonces, en la misma Universidad donde él también estudia.

Xime, siempre estuviste enamorada de él, aunque te decepcionó varias veces, y pasaron cientos de años y muchas peripecias para ahora estar juntos. Siempre consigues lo que quieres ¿no? Pero, remontémonos en el tiempo. Tú estabas sola. Creías necesitar un hombre, mejor dicho a un adolescente. La ilusión del amor. No sospeché siquiera vagamente que ese chico tímido, cuyo rostro no logro recordar era yo, seis años más joven, delgado, temeroso, cursi, aspirante a escritor y más soñador lo que ahora soy ahora.

Traté de hablar con la grabadora con mi mejor voz: hola Ximena, soy yo, Jorge Luis. Feliz cumple. Te llamo para saludarte. Conseguí tu número gracias a Bárbara, la única de tus amigas que, sigue siendo la mía, y que se entristeció mucho cuando terminamos y defendió nuestra relación, pienso. Espero que no te moleste esta llamada. Te llamo porque me voy de la ciudad en dos semanas y me encantaría verte. Si te provoca que nos veamos, llámame a mi casa  01-423-6099. Me encantaría saber de ti. Si no te mando un abrazo, espero que estés bien, te recuerdo con mucho cariño. Hasta Siempre. Me sentí bien al haber llamado. No dudo que notaste mis nervios y mi inseguridad. Detestaría que pienses: Es otra vez el pesado de Jorge, entrometiéndose en mi vida, para luego escribir de mí. Te llamé simplemente porque te extraño. Y no me atrevo a decirte que nunca más escribiré de ti, pensando en ti. Es lo que estoy haciendo ahora. Es mi tonta manera de decirte que, aunque no me llames y no hables más, siempre te voy a querer.

La mañana siguiente me levante temprano, quizás pensando que llamarías. Cuando sonó el teléfono era equivocado. No había ni un mensaje, ni una llamada perdida. Todavía no me has llamado. Sé que no llamarás. Por eso me he sentado a escribirte.
Recuerdo la última vez que te vi. Fue en la casa de Barbará, un par de años atrás. Como siempre estabas hermosa, más hermosa de lo que recordaba. Quise acercarme a saludarte pero te encontrabas al otro extremo de la sala, Solo intercambiamos un par de miradas y una sonrisa comprometedora. A tu costado estaba Diana, y no sé qué te habrá dicho de mí, pero  tuvimos un pequeño romance que no significo nada para ambos. Salí al jardín y pensé las miles de cosas que podría decirte, en realidad quería llegar a empujones adonde  estabas, llamarte a un costado, salir de la casa de Bárbara, tomarnos el café que no nos prometimos, conversar, pedirte perdón, reírnos y al finalizar nuestro encuentro me des un abrazo sincero con la promesa que llamaras después, al irte pagar la cuenta, prender el cigarrillo que tanto quise fumar desde que te vi, pero sé cuánto te molesta que fumen, o mejor dicho que lo haga yo. Te preocupabas por mi salud que es tan paupérrima como mi alma; y quizás nadie se ha preocupado por mí como tú.

Por dos años sufrí al ver que seguías con aquel tipo por el cual me cambiaste, el mismo de uñas pintadas de negro y converses del mismo color. Fanático de Nirvana, Diazepunk, Daniel F, AC DC, pero sobre todo de the Offsprings. Por pequeñez del mundo o esta ciudad, empecé a salir con una amiga tuya, o que lo era. Sin saber que yo ya te conocía, y bien. Hasta cierta tarde que, me contó sobre tus intimidades amatorias, y cada palabra que decía era como un dardo a mi englobado corazón. Rompí en llanto. Esa fue la última vez que la vi.  Aún me cuesta escuchar Queen sin pensar en ti.

Una vez finalizada tu relación con el “harcordcito” ese, creo que intentamos ser amigos, aún te preocupabas por mí, de cuando en cuando preguntabas a mis amigos cómo estaba. Yo seguía enamorado de ti, y tú ya no eras la misma. Me conformaba chatear horas contigo por Messenger. Empero, a veces te molestabas sin razón, tal vez por lo que nos había pasado, o por lo que te había hecho. Buscabas herirme e insultarme. Lo merecía, pero ya creo haber expiado mis culpas, por contarle a tu tía aquella vez que nos encontramos, yo estaba algo ebrio, me llevó a  su casa, le conté lo que nos había pasado, nuestras peleas, las cosas buenas, malas y nuestra primera vez. Nunca he llorando tanto como ese día.

Tú me llamaste una vez, posiblemente algo ebria y con el corazón destrozado por algún imbécil y me dijiste con voz sollozante: “Como quisiera que seamos amigos, que me des un abrazo, pero te odio, vete a la mierda” y colgaste. No pude devolverte la llamada. Estabas en anónimo y las ganas de responderte se perdían en el celular.

Luego vino Christian, con el que tuviste una relación plenamente física, basada en la atracción de los cuerpos, por eso  puedo entender que, sus ojos verdes te deslumbraron más que los míos, pero te aburriste de él y lo dejaste. Él, como yo, le costó recuperarse del vacío que le propiciaste. No obstante, con el tiempo volvieron a ser lo que tú y yo, no podemos: ser amigos. Es curioso pero una vez recordando una carta que me escribiste decía: “Si no soy tu novia, no quiero ser tu amiga”, tenias razón.
Sin embargo, me decepcioné cuando me contaron que te encerrabas en cuarto de Gonzalo a “escuchar música”. En las noches con sus amigotes alardeaba que te hacia suya, cuanto le diera la gana. Yo te pregunté de la forma más decorosa si todo eso era verdad. Quería que me mientas, que me digas que no. Pero no confirmaste ni negaste nada.

La última vez que nos escribimos fue gracias al complicado Facebook que me cree a raíz de una invitación tuya, no sabía que serías la primera que borraría de esa red social. Me contaste que tenías nuevo novio. Qué te había prohibido hablar conmigo y me odiaba. Se llama André ¿Acaso no era el mismo del colegio? Aquel que te ofendía y se burlaba de ti. Pensaba, aunque no podía ser él. Estaba saliendo con mi mejor amiga que, además era su ex novia. Tu romance comenzó cuando le escribiste al Facebook y él salía con ambas. Y le decía a ella que eras tú quien lo buscaba, además de estar trabajando para el Ministro de justicia con sueldo irrisorio, con la posibilidad de irse a UCLA, como siempre alardeaba de algo que nunca pasó. Pero sé cuanto lo quieres y le perdonarías de todo. Ahora estas de novia, y la próxima vez que te vea dentro de unos meses en el cumpleaños de la hijita de  Bárbara, serás  la señora Ibáñez. Espero tener el valor suficiente para poder hablarte. Yo te recuerdo como la primera vez que te vi y aún así, me parecías hermosa, con los frenillos de colores, cola de caballo, graciosa y flatulenta. Debes en cuando la mente toma por asalto los recuerdos de nuestros paseos, bromas, regalos, peleas, y reconciliaciones, aunque se pierden con el tiempo. El tiempo que necesitamos para ser amigos.

Recordado André:
El otro día me contaron que te casabas. Xavier, un amigo nuestro, me dijo que se encontró contigo, cuando salía de la sala de un cine, y  que, ambos conversaron por escasos minutos, mientras Ximena conversaba con su tocaya, como si fueran las grandes amigas que no son. Le contaste emocionado que estabas comprometido, ni él ni yo, lo podíamos creer. Quién pensaría que tú, el chico rompecorazones de la secundaria, se casaría con la chica que aborrecía y que alguna vez fue mi primera enamorada.

La primera vez que llegaste al salón de clases, me contaste que tu impresión sobre mí, fue la de un nerd, amante de las letras. Debido a que  Xavier y yo, discutíamos la autoría de un poema que había escrito yo para otra Jimena, el último día de clases, de primero de secundaria. Te presentaste con nosotros y no demoramos mucho tiempo en hacer migas, realmente quedé impresionado con las cosas que decías de las chicas, las playas del sur, el whiskey y los cigarrillos, yo te escuchaba atento. Sin embargo, debido a tu arrogancia y prepotencia con la que mirabas a todos por debajo de los hombros con aires de millonario acomplejado, por vivir en uno  distrito tradicional de la ciudad, no te daban ese derecho a menospreciar a los demás. En respuesta  Xavier, te apodo “pituquito huevón” sobrenombre que te acompaño buenos años en secundaria.

Sin darnos cuenta coincidíamos mucho en la forma en la que mirábamos el mundo, aquellos años de nuestra lejana adolescencia, tal vez por eso nos hicimos mejores amigos, inseparables, casi hermanos. Al punto de convencerte que formaras parte de nuestro taller de música folklórica, y sé cuánto odias el Perú profundo, pero lo hiciste por esa amistad que nos unía. Tú en cambio me enseñaste a golpear cigarrillos, hacerle nudo a las corbatas y vestir mejor. Adopté algunas palabras, poses y tics tuyos que, de alguna forma, me daba esa seguridad que nunca tuve. Al punto de que en algunas fiestas nos podían confundir de espaldas o perfil fácilmente. No debe haber chica en la época escolar que no se haya fijado en ti, Andresito. Por esa indiferencia con las que las tratabas y te dabas el lujo de ignorarlas todo el tiempo, más que por tu presencia. Es decir, con los años descubrí que ignorarlas es un gran estimulante para las conquistas, pero en aquel entonces no lo sabía. Hasta que cierto día aparecieron  Clarisa y Ximena, para cambiar nuestras vidas. Sin lugar a dudas, Clarisa me parecía la chica más hermosa del colegio. El problema surgió cuando ella se enamoro de ti, al igual que Ximena, y tú estabas enamorado de Chiara, prima de ella, y está a la vez  estaba de novia con Piero. Vaya enredo sentimental en la que terminamos metidos todos.

Clarisa y Ximena nos abordaban casi todos los recreos, mientras tú planeabas como deshacerte de Ximena, a quien odias por la única razón de que, la considerabas una niña llorona  en potencia, que te escribía cartas cursis y te acosaba cada vez que podía. Sin motivo aparente te alejaste de nosotros, y ya no querías estar todos los recreos con ellas y cada vez menos conmigo. Hasta cierta tarde de un sábado que te fui a buscarte a tu casa. Yo no había ido a escuchar tus cientos de historias y saber si eras dueño de media residencial como me dijiste. Yo estaba ahí para decirte que estaba enamorado de Clarisa y quería tu aprobación, tú te molestaste, dijiste que estabas confundido y que también la querías y cómo podía hacerte eso yo. Años después me sigo preguntando, si te propusiste conquistar a Clarisa, sólo porque a mí me gustaba, para demostrarme que eras más que yo, que a ti no te costaba nada conseguir las cosas que yo más deseaba.

Fue el día de su quinceañero que delante de todos la besaste, ilusionaste y me partieron entre ambos el corazón. En defensa solo atiné a decirte que no la lastimes, que ella no se lo merece. Me dijiste que no lo harías, que la quieres. Nunca estuviste con ella, y una semana después estuviste de novio con Yumiko, una hermosa niponcita que había nacido en el Perú y que había vivido casi toda su vida en el Japón. Ella termino contigo y volviste a ser el de siempre.

El tiempo pasó por nosotros y habíamos llegado al último año de secundaria. André, tú y yo, ya no hablábamos y lo hacíamos eran porque explícitamente necesario. Un verano atrás me encontré en una fiesta a Ximena, lucia unos hermosos rulos con el cabello suelto, y como sabrás yo me enamoré de ella tiempo atrás y supongo que ella de mí. Pero siempre le decía que sea mi novia cuando estaba ebrio, tal vez así disuadir de la realidad por si me lastimaba, fue lo más estúpido que hice en mi adolescencia.

Ella empezó a escribirme cientos de cartas, sus amigas también. Creo que fue la época más contradictoria de mi vida, ya que por un lado las chicas se fijaban en mí por cómo era yo, y no por tratar de imitarte, pero por otro lado, tú tratabas que los demás me dejaran de hablarme, querías aislarme por haberle dicho a todos que, eres un fanfarrón y mentiroso, que no tenias que mentir o alardear, para que la gente te aprecie por quien eres y no por esa imagen que quieres dar.

Mi mejor amiga, como muchas ingenuas se enamoró de ti, y tú la hiciste tu novia, la obligaste a que dejara de hablarme, lo cual me causo mucha tristeza. Había perdido a una chica muy especial, y solo me concentré en acabar el año y en mi inestable relación con Ximena.

El verano para la Universidad, dejaste de buscar a mi mejor amiga, nunca terminaste con ella,  nunca sabrás como sufrió por ti, las veces que la vi llorar en tu nombre, mientras que tú te preparabas para ingresar a la Católica. Ese año no ingresó ninguno. Yo seguía con Ximena, a pesar de nuestros altibajos y sus constantes depresiones, hasta una vez  me amenazo con cortarse las venas, si la dejaba.

Los años nos hicieron madurar y crecer. Empero, aún tenias revanchas por jugarte, volviste a ver a mi mejor amiga, a la que besaste de forma desaforada, ilusionándola de nuevo cuanto querías. Te odié por eso, mi relación con Ximena había acabado hacia un año, y no iba a dejar que jugaras con ella de nuevo. Sin embargo, meses después me enteré del divorcio de tus padres y el accidente de uno de ellos, sé cuanto te costó recuperarte, pero te conozco y sé que lo hiciste como siempre, Andresito.

Yo creía estar enamorado de mi mejor amiga, pero  tú  salías con ella y Ximena. Con los años comprobaste que más allá de la chica llorona de frenillos de colores se encontraba una hermosa mujer, que algún tiempo fue anfitriona de conocidas marcas, los años le hicieron justicia. Por otro lado  mi mejor amiga, ya no era la chica de figura cuadrada, sus primeros años juveniles le sentaron más que bien. ¿A qué querías jugar, André? Arrebatarme todo como siempre. Ella se dio cuenta de que jugabas con ambas. Se fue, la perdiste de nuevo. Ximena, era la opción más segura, a pesar de lo confundido que estabas, te atraía supongo el odio mutuo que me tienen. Como aquella vez en el parque Kennedy en la que se pasaron cerca de una hora para hablar de lo imbécil y patético que soy para ustedes.

La última vez que te vi, yo estaba bien enternado y fumando un cigarrillo, afuera de tu Universidad. Esperando a mi chica de entonces que, paradójicamente estudia lo que tú siempre quisiste y aun no puedes, no porque no lo desees, si no que aún no pasas a facultad, y si calculamos el tiempo, deberías estar en noveno ciclo o por graduarte. Yo, había llegado de mi primer día de trabajo como practicante de un diario de mediano  prestigio, esperando a mi chica para recogerla.

Me da mucho gusto saber que estas con Ximena, a la que hay que tener mucha paciencia, perseverancia y respeto. Y aunque sé que no estaré el día en que sean desposados y formen una nueva familia, quiero que sepas que les augurio un prospero futuro, pues sé que serás un gran abogado de éxito  y yo un gran escritor, como aquella vez, desde la terraza de un edificio en que jugamos a ser inmortales.

Ay, cuánto hemos cambiado Andresito, cuánto. Ya no somos los mismos: ni amigos, compañeros, conocidos, enemigos, ni nada. Creo de alguna forma que, nuestras vidas buscan la manera de entrelazarse, quizás nunca escapemos de la sombra dejada por el otro, como recordando que aún el destino no ha escrito el final.

Tierna Salomé.
A diferencia de los demás, a nosotros nos separo ni amor, desamor, tus adicciones, ni mis defectos, si no una suma irrisoria de dinero. Ahora me preguntó si eso realmente valía nuestra valiosa amistad. Lo dudo. No puedo negar que me sorprendió leer hace  poco un mensaje tuyo, en que me pedias perdón por lo sucedido, que me quieres y que siempre lo harás. Me agarraste por sorpresa, me llenaste de nostalgia y de alegría, además de recordar episodios y anécdotas del viaje más largo que he realizado, contigo y tu hermano. Entonces decidí escribirte, pero Facebook me había bloqueado por agregar a decenas de personas en pocas horas. Debido a que un arrebato de ira borraste a todos mis contactos, ya que te di mi contraseña para que subieras las fotos del viaje, y nuevamente me llené de cólera.

A veces me pregunto cómo surgió nuestra amistad, creo que fue aquella vez, que hiciste una reunión en tu casa, y me guardaste un paquete de papas fritas y me dijiste, pensé que tendrías hambre, me quedé desubicado, confundido y agradecido. O tal vez fue aquella vez, en la que nos quedamos a dormir Mario y yo, casi por todo un fin de semana en tu casa, y me trataste como a uno más de tu familia. Qué tiempos aquellos.

Por aquel entonces, estudiabas publicidad en un prestigioso instituto. Eras la mejor de tu clase, además ya habías terminado de estudiar inglés, tenías tantos sueños, metas y logros que no hacían que me sintiera orgulloso de ser parte de ti y de tu vida.

Sin embargo, llevabas una doble vida. La que nunca juzgue ni comprendí. Te perdías siempre en el sexo, alcohol, drogas. Muchas veces traté de hacerte entender que estabas perdida y que quería rescatarte, te vi llorar un par de veces y lloré contigo un par más, querías cambiar.

Tu inestabilidad emocional, tus constantes cambios de humor, la histeria de tu madre, tu hermano más perdido que el Niño Goyito y la desaparición de tu tía terminaron hundiéndote. Ya no llegabas a dormir a tu casa, siempre estabas ebria, con algún chico, haciendo qué diablos sabe dónde. Tu madre intentó internarte en el centro de rehabilitación, tus amigos se fueron alejando de ti y fuiste quedándote sola.

Aún no entendías la magnitud de tu problema, ni yo tampoco. Pensé que era una etapa tuya, hasta que cierta madrugada tu madre me llamó desesperada, te había dado una sobredosis y estabas internada en el hospital. Aquella noche, no pude dormir, lloré por ti, en que te habías metido ahora.

Con el tiempo, tu madre y tú hicieron las paces, y para desintoxicarte te llevó a Máncora con ella por todo un verano, el remedio fue peor que la enfermedad. Hablábamos de cuando en cuando, no habíamos perdido contacto, me contestabas con mucha gracia tus travesuras y desgracias. Yo te echaba de menos y prometí visitarte a tu regreso.

A tu regresó, me contaste acerca de Máncora, de los chicos, las chicas, las playas, las fiestas y la vida del norte. Yo por el contrario, te conté de mi ruptura con Malena, lo triste y decaído que andaba. Tu hermano, del que ni siquiera vale la pena hablar, nos propuso viajar a la aventura; es decir, mochileando desde Lima hasta Máncora, y aunque lo dudé cientos de veces, hice maletas y me enrumbe contigo.

Aún en noches como esta, Salomé, pienso en lo que dejamos atrás, los paisajes, los pueblos, la brisa, la aventura y la libertad, tu sonrisa, tu voz y tu compañía. Pero ya no estás más.

Un día antes de irme, mi madre me había depositado dinero para mi regreso, mis clases se habían adelantado, y tenía que partir, despedirme de ustedes. Así que una noche antes de volver a mi tan bizarra ciudad, decidiste enseñarme la vida nocturna de Máncora.

Así fue, tomamos cervezas y reímos. Tu hermano se puso pesado, y empezó a pedirme dinero prestado, y tú me decías que respondías por él, que me lo devolverías todo cuando regresemos. La seguimos en el Coco Loco, y decidí comprar más cervezas por qué creí que la situación lo ameritaba, a nuestra salida, nos dio hambre, y me pediste más dinero para comer, no me rehusé a prestarles, lo hacía por ti Salomé. Pero escuché murmurar a tu hermano, que no iban a pagar, y no tenía como regresarme a Lima. Al llegar a casa, no me devolvieron ni un sol, decías que se te había perdido la plata, que harías lo posible por devolverme el dinero pronto, que llamarías a Lima para que te manden un giro, mentira.

Desesperado y dolido. Llamé a mi casa, para costear un pasaje de regreso, mis últimas horas en Máncora, la pasé solo en la playa con mis maletas, y media hora antes de irme, se aparecieron en el terminal de buses, me diste un abrazo y me diste cinco soles, que tome porque los necesitaba, mientras el parasito de tu hermano me pedía mi guitarra prestaba en ese momento hicimos las paces, prometiendo que veintidós horas después, en otras palabras, cuando llegue a Lima, podría recoger el monto prestado.

Nunca sucedió aquello, me sentí traicionado, por ti más que por tu hermano. Me llamaste para acusarme de haber robado un shampoo, a lo que respondí: Salomé, no me pagues ahora ni nunca, ya no quiero saber nada más de ti.

Al cortar, supe que los días se pondrían amargos. Como todo roquero, tu hermano no se quedaría tranquilo y yo debería asumir sus represalias. Escribo esta carta que, te aseguro, nunca tendrás el mal gusto de leer, pues con ella me defiendo. Reclamaba lo justo, que es la forma en la que no me trataron desde que pisamos ese centro de comidas, que fue la forma en la que tu hermano planeó todo. El monto, claro, no me sirve para alimentar a una chica en una cita, y no siento rencores hacia ti por eso, no es necesario que me lo devuelvas, pero también es cierto que nada cuesta tanto como una traición. Aprendí eso con ustedes, que probablemente tú aprendiste al lado de otros.
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lunes, 16 de mayo de 2011

VIII. Retardar el placer

Imagen por Miss_Salander


Miércoles, 25 de noviembre de 2009

Esa tarde, Javier no se percató que se dirigía a la misma mesa donde Lucía estudiaba en el tercer piso de la biblioteca. Caminó distraído hasta el único asiento libre para revisar unos libros de pintura expresionista a los que se había pegado hace poco, se dio cuenta muy tarde que Lucía estaba a su costado. Como supuso que seguía molesta, prefirió no saludarla. Saludarla, pensaba, era cortés y demasiado valiente, el riesgo era recibir sus gritos o, peor, su desprecio. Recordó las tres únicas veces que se la cruzó después de la pelea del Messenger que tuvieron cinco meses atrás.


La primera, pensando que todo estaba bien entre ellos, se acercó a Lucía a saludarla. Fue a la salida del Comedor Central. Ella le lanzó una mirada contenida, llena de rencor y pena. Por poco, sintió Javier, le escupe. Intentó detenerla del brazo y ella se zafó rápidamente, “¡suéltame, idiota!”, dijo, desatando un pequeño escándalo entre los alumnos que pululaban por allí y se quedaron viéndolo. “Loca de mierda… y el huevón que se deja”, dijo uno de ellos.

La segunda vez, advertido de que la había cagado con la vil mentira de que Tiger ya conocía su pasado (secreto que ella nunca le revelaría, Tiger debía morir en la ignorancia) quiso enmendar su error. La esperó a la salida de su facultad, en un lugar conocido como “el Octógono”. Cuando la tuvo enfrente, al observar otra vez la mirada biliosa de Lucía, se quedó corto, sin palabras y la dejó pasar. Ella tenía algo que él no sabía si llamar talento, pero era innegable: transmitía furia a través de los ojos, sin violentar la fina expresión de su rostro.

La tercera vez, su ceguera impidió que la viera de lejos para poder evitarla, ya era demasiado tarde. Nuevamente en la biblioteca, en el pasillo del primer piso, ella pasó resuelta, sin vacilar, sujeta a la mochila gigante donde llevaba libros gordísimos. No lo miró. Para Javier fue mejor, había desarrollado las ganas de no cruzársela más, por temor a los gritos de los que podía caer víctima.

Todos esos encuentros ocurrieron un ciclo antes. En el presente ciclo, era la primera vez que se la cruzaba. Era raro, para él, estar al lado de una vieja amiga y no poder hablarle por una pelea que los separaba. No podía negar que Lucía le atraía, incluso había pensado una vez en besarla a la fuerza a ver qué pasaba. Sin embargo, las veces que hablaban de Tiger lo convencían de que no pasaría nada con él. Además, había estado ocupado en el pequeño romance que tuvo con Sylvia, al que le puso todas sus fuerzas y no prosperó, tanto que pensó olvidarla en su viaje a Estados Unidos.

Pero ahora no estaba Sylvia, ni Tiger. Sólo Lucía y la magia de los dedos que le tocaron el hombro. Eran los de ella. Lo estaba mirando, sus labios pronunciaron el “cómo estás” de saque. Javier no confiaba todavía, es una careta, pensó. Esperaba que en cualquier momento Lucía perdiera otra vez los papeles o se mostrara arisca y le volteara la cara de un cachetadón. Sin embargo, la conversación discurrió por algunos puntos nimios sobre ellos, qué estás leyendo, tienes clase luego, sigues practicando, hasta que el bibliotecario los rezongó con un pitido en señal de silencio, pues estaban en una biblioteca y otros alumnos ya se habían quejado. “En la Cato son muy señoritas, vámonos”, dijo Javier. Tomaron sus cosas y salieron.

Llegaron al paradero. Para ir a casa, siempre tomaban el mismo microbús de la línea 18, el blanco con raya azul. Javier bajaba primero, en el cruce de la Bolívar con Sucre, y Lucía se iba hasta Chorrillos, pero esa noche, tras un par de chantajes, y para celebrar el retorno de la amistad, la acompañó hasta el parque Kennedy. “Las noches sola, me lleva a la tristeza”, había dicho ella con mirada lánguida. Es difícil abandonar a una chica que lo ha perdido todo, justificaba Javier para sí mismo.

Esa noche se presentaba “Amadeus” en el Teatro del Británico de Bellavista. Entraron y vieron juntos la actuación con mediocres actores nacionales. La obra se excedía en el chiste fácil y barato. La trama era monstruosa, pero la interpretación dejaba mucho que desear. Esto no los molestó demasiado cuando salieron al paradero a las diez de la noche, Lucía insinuó que no quería llegar temprano a su casa y Javier le ofreció unos tragos multicolores para hacer hora. Cayeron en el bar Media Naranja, a dos cuadras de allí.

No había sido fácil lograr su perdón. Recién ahora, separados por dos vasos llenos de pisco con maracuyá sobre una mesa redonda, Javier se animó a confesarle la mentira. Ella no se lo esperaba, ya se había hecho la idea de cerrar el capítulo de la revelación del secreto.

–Nunca le conté nada, Lucía, fue una mentira –la dejó atónita con sus palabras, la boca abierta–.
–…
–Te dije eso para ganarte la discusión, me jodía que siempre salieras ganando –Javier exhaló un viento pesado-.
–¿Sabes lo que he tenido que pasar por tu bromita? –humeaba Lucía como una tetera–.
–Espera, Lucía, no te molestes.
–Todo este tiempo he huido de Tiger, avergonzada de que sepa todo, ¿y ahora me dices que todo fue producto de tu imaginación?
–No exactamente eso, sólo quise darte de tu propia medicina y se me fue la mano.
–Cálmate, Lucía, cálmate –se dijo ella a sí misma, cerrando los ojos, mentón altivo, elevándose–.
–Mírale el lado bueno, Tiger no sabe nada, y probablemente morirá sin conocer tus sweet sixteen.
–Ah, pero por supuesto –abrió los ojos–. Promete que no le dirás a nadie.
–Sabes que no hago esas cosas –resistió Javier–.
–Júralo o te olvidas de mí. Júralo, ¡o te olvidas de mí! –acorraló Lucía–.

No tenía salida, Lucía sabía cómo domarlo. El peso de su mirada centelleaba en la conciencia de Javier. Él se conocía muy bien, no era chismoso, podía vivir sin contarle un secreto a nadie, al fin y al cabo, todos tenemos secretos que no compartimos con nadie. Creencia con la que colisionaba el pedido de Lucía, no le gustaba prometer nada a nadie, renegaba de ese tipo de cerraduras sentimentales a las que las personas se entregaban negándose a sí mismas. Siempre lo atormentaba la tentación de escribirlo, y si se lo prohibían, también podría publicarlo. En estas épocas de tantas redes sociales, quizás, crearse un blog y escribir la novela por entregas no era mala idea. Lucía siempre le pareció, de sobra, un personaje de novela, una que él nunca se animaba a escribir. Escribir, para él, era un acto de fe, el último manotazo de un ahogado o un juego del azar en sus dedos, al que se dedicaba para canalizar el dolor inubicable de su alma casi extinta. Era la ciega manera de llegar al lugar indicado para guarecerse del deseo malformado que invadía su espíritu. No se podía prometer nada a sí mismo porque en ninguno de los mundos ficcionales que había visitado encontró promesas, ellas sólo habitaban en los libros de autoayuda o en las comedias románticas. Es tonto dejar que guíen mis pasos, pensaba, esa era la primera fibra  de una promesa, confiar en las palabras de un humano que padecía su misma fragilidad y limitaciones. Si saliste herida una vez por confiar en las promesas de Tiger, insinuaba Javier entrelíneas, no deberías repetir la historia conmigo.

–No te fíes de mí, Lucía –dijo Javier finalmente–.
–A qué te refieres.
–Mejor pidamos otro trago –propuso, para salir del paso–.
–Si ya no tienes dinero –atizó Lucía–.
–Entonces qué quieres hacer.
–Mi trago, primero. Y te cuento qué quiero.

Javier llamó a la azafata. Le pidió un trago más. Le quedaban unos billetes, pero intuía que si gastaba iba a necesitar ese dinero para volver a casa si se perdía en algún lugar de Lima. Le importó un carajo la mirada burlona de la azafata, quien advirtió los huecos que tenía en los bolsillos. Pensar en los demás era no avanzar, en eso era un perfecto equilibrista de circo, que olvidaba a los demás y se centraba en un objetivo: los misterios de Lucía. Así que pagó, como una forma de apostarle a la noche que vencería a Lucía, esta vez con buenas artes, sin mentiras. Pagó por ver más.

–¿Volviste a hablar con la tal Sylvia? –se interesó Lucía antes del primer sorbo con cañita–.
–No. La estoy olvidando. Hace tres semanas que no reviso su perfil de Facebook, por ejemplo.
–Cuando dejes de contarlas, te creeré.
–No voy a hacer dramas de ella. Si me quiere, que me busque.
–No seas botado, tú dijiste que te buscó y tú no quisiste nada.
–No es que no quisiera nada, esa vez no podía.
–Deja de poner excusas. Llámala o se irá con otro.
–¡Ya!, no quiero hablar de ella.
–Como quieras. Quiero que me acompañes a mi casa.
–Lucía, no tengo dinero para el taxi de regreso. Estás muy rara hoy.
–Simplemente, no quiero estar sola.
–Las mujeres nunca quieren estar solas.
–¿Te jode?, no entiendes nada.
–Sólo digo que si no yo, cualquier otro podía estar aquí.
–Eso es verdad. Pero, fuera de huevadas, me gusta tu compañía.
–¿Por?
–Yo me entiendo sola.

Sorbía el trago, estuvo callada un buen rato. Él le propuso acompañarla a que tome su micro cuando terminara, ella asintió, pero en verdad él tenía pensado llevarla por los lugares más lóbregos de Miraflores. Dejó que él hablara, le contara sus cosas, se le veía irritada. Pensaba hondamente en otras cosas. Físicamente estaban juntos, pero su mente surcaba otro planeta o se estacionaba en otro tiempo. Esa mirada, sin modificar ningún músculo facial, conocía cada aspecto que venía de la noche. Probablemente, no debí contarle eso, se torturaba Javier para sus adentros, ahora ella tendrá excusas para buscar a Tiger.

–Ven, bésame –interrumpió por fin el rictus de su rostro–.
–¿Perdón?
–Sólo quiero un beso, estoy aburrida, eso es todo.

Aquel pedido lo llevó a la infancia, recordó la serie de anime japonés Neon Génesis Evangelion, en la cual, la bella Asuka besaba a Shinji porque no tenía nada más qué hacer. Él recordaba un aniversario más de la muerte de su madre y, de pronto, le pidió, germanizado español de por medio, un beso. El virginal Shinji no tenía en su concepción del mundo besar por diversión, menos por aburrimiento. Ella tuvo que taparle la nariz pues su respiración, cada vez más rápida a medida que se acercaban, le hacía cosquillas. Cuando Javier vio aquella escena, era más imberbe e inocente. Probablemente él, al contrario de Shinji que sí besó a Asuka, hubiera escondido la cara debajo de una almohada. Sin embargo, el Javier de ahora, llevado por la malicia de los años, no desaprovecharía la oportunidad que esperó siempre.

–Está bien, ven –dijo Javier–.
–Acércate, tú. El favor es para ti.
–Sí, perdón, tienes razón –dijo Javier, convencido de que casi la cagaba–.
–Apúrate antes que me desanime.

Su propia Asuka le pedía un beso, cómo negarse. Como los adolescentes del dibujo, se dieron un beso quieto que devino en un arrepentimiento instantáneo. Lucía, ¿o Asuka?, quiso enjuagarse la boca y no encontró más que el último resto de su trago para hacerlo. Nunca más se besaron en la serie, de esto, probablemente los fanáticos de Evangelion sepan más. La idea de haber reproducido con Lucía una de las escenas que marcaron su infancia, lo encabritaba. Era la noche perfecta con la chica impensada.

Sin más que hacer, Javier pagó la cuenta y guió a Lucía por un pasaje oscuro que desembocaba en las primeras cuadras de la calle Porta, una de esas calles míticas que guardaba para pasear algún día con Sylvia, la chica a la que quería de verdad, pero que esta, por malagradecida y distante, no compartiría jampas con él. A tan solo media cuadra, Lucía dijo que tenía frío. Cuando Javier la abrigó con su casaca, quiso besarla de nuevo. Lucía se rehusó unos segundos y terminó accediendo.

Loca pasión. Deseo reprimido mucho tiempo. No negarlo más. La necesidad de otro cuerpo. La deuda. La ilusión. La entrega. La revancha. Los roces, las peleas. La complicidad de la noche. Las ganas infernales de quererse. La búsqueda que había terminado.

De pronto, un moreno emergió de la oscuridad con unas fachas peligrosas, que los distrajeron por un rato. Una vez que lo pasaron, Javier quiso enfrentarlo. Recargadas las energías por los tragos y los besos de su nueva chica, sentía que podía él sólo contra el mundo, gritó un par de arengas al aire que, para su fortuna, el moreno malaspectoso no escuchó. En realidad, estaba fingiendo, jamás pelearía con el sujeto porque perdería. Simplemente atizó en Lucía el sentimiento de que se encontraba al lado de un hombre de verdad que la protegería de cualquier felón.

Doblaron a la derecha, a ver qué había, entraron por Buenos Aires, un pasaje de forma circular que cuadras más adelante los devolvió a Porta, casi en la bocacalle del malecón, donde el frondoso árbol de una residencia seguramente de una típica familia miraflorina y conservadora sirvió de refugio para que se volvieran a amar acaloradamente, esta vez en el suelo, despojándose lentamente de las incómodas vestiduras. El miedo a ser descubiertos fue justificado cuando escucharon los pasos de unas personas acercarse.

Se recogieron ellos mismos del suelo, habían olvidado sus nombres. Javier casi le dice “Liliana, corre”, a lo que ella habría respondido “Julio, mira lo que ocasionas”. Hervidos e incompletos, caminaron hasta la primera esquina que encontraron y se detuvieron. Ninguno habló hasta que recordó el nombre del otro. Ella se arreglaba los mechones sueltos y él se metía la camisa al pantalón. La tomó debajo de las orejas y la volvió a besar. El muro levantado por Lucía se había diluido al filo de la costa limeña, cuyo viento gélido de noviembre era ignorado por los renovados amantes.

“Llévame a mi casa”, dijo ella. Poco se demoró en entender Javier que era un chantaje. Estaban sentados en unas bancas del parque Salazar, arriba de Larcomar. De espaldas al mar, miraron tanto al lugar donde varios taxistas reunidos esperan a sus clientes, que a Lucía se le antojó tomar uno, y de ningún modo sin su compañía. Javier debía entregar unos trabajos al día siguiente, ya era muy tarde para que presente unos trabajos decorosos a su profesor de Redacción periodística. Nada podía competir ahora contra Lucía.

Les importó un pepino que el taxista los viera, ellos continuaban. No te detengas, escuchaba Javier en sus oídos mientras encendía más a Lucía acariciándole la entrepierna. Los cabellos de Lucía, descubrió Javier, se introducían constantemente en sus labios, nunca le había pasado con otra chica, cayó en la cuenta que Lucía era la primera chica de cabello largo que besaba y esbozó una sonrisa.

El auto los dejó en la entrada de la calle Nueva York, por lo que caminaron apresurados un par de cuadras hasta su casa, un portón negro que daba hacia un segundo piso, donde probablemente estuvieran sus hermanos viendo televisión. Déjame entrar, le rogaba Javier a Lucía. ¡No, está mi familia!, aclaró Lucía, se habían quedado en el pasadizo del primer piso, donde soltaron sus cosas al suelo y reiniciaron sus besos remolones.

¡Me gusta por atrás!, repetía Lucía, mientras encajaba sus posaderas al asta de Javier. ¡Házmelo por atrás, no pares!, pedía Lucía, fuera de sí. ¡Qué haces, levántate eso!, reprobó al ver a Javier con los pantalones caídos. Enrojecido, Javier dijo: ¡déjate de juegos, déjame pasar! ¡Shhht!, lo calló Lucía, recordándole que todavía estaban en la vía pública, en cualquier momento salía algún vecino y lo iba a descubrir con el colgajo afuera. Valía la pena correr el riesgo, contrarió Javier.

Esto no está bien, determinó Lucía en un rapto de lucidez. Subamos, prometo que no haré bulla, rogó Javier que sentía la imperiosa necesidad de terminar. No quiero que me la metas, sólo por encima, pidió Lucía. Javier aceptó, sabiendo de la inutilidad de esos juramentos pre-carnales.

Primero, ella subió sola, abrió su puerta y echó un ojo dentro de la casa. Javier pensó que finalmente accedería al reino que Lucía cuidaba celosamente, donde había vivido intensos momentos con Tiger y quizás con algún otro hombre perdido en su memoria, fue traído de golpe a la realidad por un grito silencioso. ¡Javier, vete, mis hermanos están despiertos!, arengó Lucía desde el segundo piso con cara de preocupada. Inmediatamente, entró a su casa y cerró la puerta.

Esa noche, no la volvería a ver más. Había quedado a medio camino en la escalera, su celular sin batería, su mochila y su correa tirados en el primer piso, sus pantalones abajo. Así, ridículo como se veía, bajó las escaleras a recoger su correa. De repente, una viejecita que venía alegre de algún casino chorrillano, abrió el portón negro con su llave y entró. Lucía se había olvidado de abrirle el portón, así que antes que cierre, debía interceptar a la viejita.

“Buenas noches, señora”, asustó a la mujer al vuelo. Pasó como un relámpago, a la señora casi le sobreviene un infarto de la impresión, pero salió tan rápido que segundos después dudó si aquel cruce había ocurrido. Javier caminó hasta la avenida Matellini, una de las principales de Chorrillos. El Metropolitano estaba cerrado, ningún micro pasaba un jueves de madrugada, el taxi era impensable para su bolsillo. Abandonado a su suerte, lanzado a la calle para sobrevivir, sólo pudo gritar “¡Lucía de mierda!” para que lo escucharan las últimas garzas que migraban al sur.

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Excusas: Pido disculpas a los lectores y a mi compañero Teni. La semana pasada por temas relacionados al beatle McCartney (fui al estadio, pero afuera; no lo vi, lo escuché, casi lo mismo) y a varios trabajos que tuve que presentar en la universidad, se me hizo imposible postear la continuación de la novelita. No sé si extrañaron mi pluma, al menos yo sí, rompí sin querer el régimen de posteadas, algo que es histórico y no volverá a suceder. A Teni, que ya tenía su post escrito, lo podrán leer sin falta el domingo a primera hora. Que tengan una buena semana, yo le seguiré robando horas a la madrugada para postear como es mi deber. Probablemente, pronto podremos responder por Twitter a sus comentarios. Que tengan buena semana. PERDÓN.

martes, 3 de mayo de 2011

Camino a casa

Fotografía por Pato.v

Aún cuando el bus había dejado Máncora y emprendía mi tan añorado regreso a casa, extrañaba lo que estaba dejando atrás. Era algo que estaba más allá que los paisajes, campos, ciudades, gentes. Algo que me entristecía. Era acaso que estaba dejando mi tan ansiada libertad, o será que los seres humanos extrañamos algo, aún así vayamos a su encuentro. Sea como fuere, mi emoción disminuía a medida que el que carro se acercaba más a mi destino.

Vista desde mi ventana la distancia que había transcurrido con mis dos amigos se reducía solo a veintidós horas de un Interprovincial. De cuando en cuando, las palabras de Lagarto, el chaman del norte, pululaban por mi cabeza, “el verdadero viaje está de regreso”, algo no me cuadraba pero presentía que estaría por descubrirlo cuando llegara a Lima.

Dormí casi doce horas, presa del cansancio y porque no tenía nada más que hacer, que escuchar, o leer. Nadie se había sentado conmigo, sin embargo, cuando el bus hizo su primera parada pude hablar con una amigable pareja de chilenos, que les sorprendió que viajase solo. Les explique que había llegado mochileando con dos amigos, pero yo tenía que regresar por motivos educativos. La conversación fue amena y amigable, reconocieron la superioridad de nuestro pisco, hasta me ofrecieron un cigarrillo e intercambiamos ideas políticas sobre esta parte del continente: Sudamérica.

En la segunda parada del bus, mientras compraba una gaseosa y una galleta, pues Miguel y Salomé, nunca me devolvieron el dinero que les preste. Conocí a Alex, una bella germana de padres norteamericanos, que me preguntó por qué no me despojaba de mi guitarra en un casi aceptable español, y yo, le respondí, ella es mi novia y me ha acompañado todo el viaje, y con eso pude robarle una sonrisa; luego hablamos largo y tendido sobre Berlín, Máncora, Piura, Cuzco, Trujillo, Chiclayo; y los contrastes con las ciudades europeas que había recorrido a mi edad, posiblemente ella tendría unos 27 años, unos cinco años mayor que yo.

Ella, se sentaba a tan solo a dos asientos a la izquierda de donde me encontraba yo, seguimos hablando aún cuando subimos al bus, no dejábamos de hablar, era realmente simpática, no me sentía solo, y me hacía ilusión de que pasara su fin de semana conmigo, pero cuando estábamos en lo mejor de la conversación y me contaba su vida amorosa, el bus hizo una nueva parada, para hacer subir a una señora de edad mediana que se sentó a mi costado; es decir, entre ambos, no me quedaba otra alternativa que volver a dormir.

Unos días atrás en Lima. Bruno, quien se puede considerar que es un viejo amigo, chateaba con Malena atreves del Facebook, ella le hablaba de su nuevo trabajo como practicante en un notable estudio de abogados, de sus fiestas, sus citas, y el posible retorno con Marco, su primer novio; sin embargo, ella decía extrañarme, sobre todo que la haga reír, estar sentados en medio del campus de su Universidad, mis movimientos estrambóticos, o cantar y bailar en medio de calle, y mi risa. Pero al mismo tiempo, odiaba como habían terminado las cosas, que lo había echado a perder, no creía posible una amistad conmigo debido a mi obsesión por ella y las últimas palabras que le dije. Él, por su lado, le hablaba de su trabajo en el banco y su complicada relación amorosa con su novia, ambos estaban jodidamente decepcionados del amor. Ambos habían pactado encontrase y conversar, mientras se tomaban un café; no obstante, hasta el día de hoy, me pregunto por qué él, aún guarda contacto con todas mis ex enamoradas, eso me jode y a él parece gustarle. Curiosamente, no soy su única víctima, es amigo de las exs de todos en el barrio, es el terror de las exs novias.

Asimismo, Bruno decidió contarle su conversación con Malena a Reiner, que no veía con buenos ojos, moderado interés que Bruno había puesto en mi ex enamorada. La idea es juntarlos, le digo a Reiner, mientras jugaban naipes en un tragamonedas de la transcurrida avenida Brasil.

A mi llegada a Lima, no hubo bombos ni platillos, nadie esperaba por mí. Le había dicho a mi madre que llegara tres horas después, para darle una sorpresa.

Lima lucia diferente, sus carros, sus edificios, su aire, su gente. La vida parecía ser otra y debe ser por eso que, por un instante se me pasó por la cabeza ir a buscar a Malena, decirle cuanto la he extrañado, que aún la necesito, que en todas las ciudades que he recorrido, que todas las personas que he conocido, ella siempre estuvo presente en mis pensamientos, que todo lo que buscaba era simplemente olvidarla, pero rompí el papel, donde lo había escrito y pasé por su casa, observándola, pensando los momentos que pasamos ahí, con la nostalgia de saber que era hora de ir a la mía.

Mi madre me recibió con un enorme abrazo y lágrimas en los ojos, “¡Has vuelto mi hijo prodigo!” me dijo, y ambos reímos entre sollozos. Ella me mostro mi cuarto, limpio, ordenado y amoblado con un cuadro de perros jugando billar y la Notebook que tanto le había pedido. La abrace con fuerza, la llené de besos; luego fui a darme un duchazo, cuando me miré al espejo me di cuenta de que estaba negro, y barbón. En la noche, mis amigos, informados por Reiner, me preparaban una reunión de bienvenida.

Más tarde esa noche, mis amigos y yo brindamos por mi regreso, entre risas y bromas. Todo volvía a ser como antes, aunque ya no estaba ella. Pero puse mi mejor cara e hice un salud con todos, di unas cuantas palabras bajo las jodas de uno y otro.

En una esquina de la sala, se encontraba Mirja, una peculiar morena de sonrisa alegre, y de piernas largas, que me regalaba miradas coquetas de antigua complicidad. Tal vez debido a los besos que nos dimos hace varios veranos atrás. Cuando ella quería tener una especie de romance escondido conmigo, o algo así, que no entendí o no me explico bien y que, además se complicó por terceros. Sólo atiné a acercarme a saludarla, hablar sobre nuestros viajes, ella había regresado hacia poco del Caribe, debido a su trabajo como traductora de inglés. Me dio cierta picardía volverla a ver, aunque nosotros ya no éramos los de entonces. Bailamos un par de canciones, luego nos pusimos al tanto de nuestras vidas, me contó sobre Enzo, un nicaragüense con el que había tenido un amorío en su estancia en el crucero, no ahondó en detalles, yo tampoco quise saber más al respecto, intercambiamos números y prometimos llamarnos para salir un día de estos.

Cuando la noche estaba mucho más avanzada, y fumaba un cigarrillo en solitario desde el balcón de la casa verde, Bruno se acerco en forma sigilosa, me tocó el hombro y me dijo que tenía que hablar conmigo, respecto a Malena, no lo tomes ni mal ni bien, lo que te voy a decir, se quedó en silencio por cuantiosos segundos, y yo, habla mierda, no te quedes callado, que cosa quieres decir, y él, ya huevón, mira hablé con Malena, y aunque ella sale con otros chicos, les habla de ti, no puede evitarlo, sabes incluso salió con Marco y me juro que no pasó nada, que piensa en ti, y yo, huevón qué mierda te pasa, como se te ocurre hablarme de ella, si sabes que estoy muerto por esa cojuda, y por lo mismo quiero dejarla en paz, ahora pensaré más en ella. Algo picado, Reiner hizo su aparición y me dijo, qué pasa cholo, ya te conté lo de Malena seguro, tú tranqui, ahora lo que tienes que hacer es -eructa largamente- hacer nada, y yo, como que no hacer nada quiero ir a verla, la necesito, y Reiner, bueno ya estas grande, sabes lo que haces. Y la madrugada nos dio sentados en la terraza mirando cómo amanecía Lima nuevamente.

Dos días después sentado frente a la computadora decidí escribirle un mail, donde dejaba expuestos todos mis sentimientos en cada palabra, coma, renglón, párrafo o oración. Pero fue inútil, no obtuve respuesta, decidí entonces mandarle un mensaje de texto “es otro viernes caminando solo, un mundo dando vueltas y dos personas volviéndose a encontrar”, lo que le debe haber parecido más estúpido aún. Según Bruno, ella seguía pensando que yo era el mismo idiota al que había dejado, y en vez de mandarle una canción antigua de Diazepunk, debí haberla saludado por el día de la mujer. Es que a veces no entiendo a Malena, dice que es socialista y a la vez celebra esos días inventados por el ala capitalista más férrea de Occidente.

Una semana después del incidente del mensaje de texto, fui a visitar a Bruno y éste me invitó una lata de cerveza y un cigarrillo, debía sacar plata del cajero debido a ello, debía esperar afuera, por una extraña coincidencia pasó Malena. El corazón se me detuvo de golpe y las piernas se me endurecieron y no pude moverme, esperé que Bruno saliera, y decirle que debía ir por ella, que era la señal que estaba esperando; sin embargo, al alcanzarla y llamarla por su nombre, ella me dijo, qué quieres, y yo, solo vine a saludarte, saber que estás bien, y ella, porque no te vas, no te das cuenta de que estas obsesionado conmigo, y yo, solo quería pedirte disculpas por el daño que te hice, me fui de viaje, no sé si sabias, y ella, si te fuiste porque a mí me parece que sigues siendo el mismo idiota de siempre, y yo, dame solo cinco minutos de tu tiempo, déjame hablar, lo hago para sacarme todo esto que siento, y ella, tú y yo no tenemos nada que hablar, no me interesa tu vida, me importa un carajo lo que hagas o dejes de hacer, y yo, pero por qué me tratas así, y ella, encima tienes la poca inteligencia para saber que estoy molesta, piensa un poco pues. Y yo, por eso estoy aquí, para explicarte todo, mientras la tomaba del hombro, y ella, no me toques, déjame en paz, me vas a obligar a llamar al policía que está en la esquina, y yo, sabes estoy cansado de rogarte, de ser el mismo imbécil de siempre, solo quería disculparme es todo, pero sabes me he dado cuenta que no vale la pena. Yo no vivo en una burbuja a diferencia de ti, que eres muy de izquierda y no puedes vivir sin cable, agua caliente y las mesadas del fiscal de tu padre, a mí no me interesa si sales con Marco o no, ahora sé que me mentías cuando decias que no sabias nada de él, que lo habías olvidado totalmente, lo único que quiera era cinco minutos de tu tiempo, pero es mejor así, que lastima, ahora sí me voy. Y ella, se detuvo y me dijo, sí mejor vete, se perdió entre el edificio del Británico de Pueblo Libre, se dirigió al baño, y dejó caer las ultimas lágrimas que yo le había causado. Sonó su celular era Marco, preguntándole si estaba bien, ella le respondió que había tenido una pequeña discusión con su madre que eso era todo, ella siempre mentía y lo hacía bien.

La última vez que la vi, fue un sábado cualquiera, mientras deambulaba por las calles, con un cigarrillo en la boca, volvía de una noche en el Etnias donde los humos circundantes hornearon mi cabeza, sosegaron mis palpitaciones y dispusieron mis sentidos para el siguiente y definitivo evento de una de mis últimas noches vividas, que hasta ahora no sé si catalogar como una perfecta alucinación o una traviesa ficción calcada de mi mente. Tal vez siempre quise que pasara esto: dos cuadras más adelante, Malena se perdía entre las sombras de un árbol, sujetada de la mano de un tipo alto, delgado y castaño, a simple vista no pude reconocerla, si no hubiera sido por sus raros vestidos floreados verdes. Al verme se adelantó repentinamente, ella jaló a su chico de la mano, casi con temor estoy seguro, quizá pensó que buscaría pelea, pero yo estaba más que paralizado, la mitad inferior de mi rostro se desvaneció. Y seguí mi camino que también era el suyo. Él la detuvo en medio de la cera del frente, y ella lo besó con la misma intensidad que me besaba a mí, en el mismo lugar que me besaba a mí antes de entrar a su casa a soportar los mismos gritos que su madre le propinaría por llegar tarde viniendo Dios sabe de dónde con ese tipejo que antes era (y me gustaba ser) yo. Me detuve a contemplar el cuadro, ¿fantaseaba todo?, ella me miraba mientras besaba a su nuevo novio, ¿era otro espejismo, cómo los del desierto mancorino?, seguía caminando lento e inseguro, me detuve en la esquina y ya no sabía dónde estaba parado realmente, ¿al otro lado del océano?, ella lo llevó hasta la puerta de su casa, hablaron un par de cosas, y su novio me buscaba con la mirada, yo lo miraba también. Con la última pitada devolví las lágrimas a su sitio, pisoteé mi cigarro en señal de haber vencido al hombre que besaba a mi chica y no se atrevía a cruzar la pista para trenzarnos por ella, abrigué mi cabeza con la capucha que ella me había regalado meses antes y le di la espalda a mi pasado.

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