jueves, 18 de agosto de 2011

X. El perfecto roce

Quizá sean todos los dragones de nuestra vida, princesas que sólo esperan vernos alguna vez resplandecientes de belleza y valor; y quizá todo lo terrible no sea, en realidad, sino algo indefenso y desvalido que nos pide auxilio y amparo.

(R.M. Rilke, “Cartas a un joven poeta”).


Imagen por Hannamusi

Martes, 26 de enero de 2010
La colección de llamadas perdidas hacía de su viejo celular Ericsson un museo de timbradas olvidadas. Lucía tenía dos reglas autoimpuestas: la primera, no devolver llamadas a los hombres, incluido Javier y exceptuado Peter, a quien miraba con ojos de hermana. La segunda: devolver llamadas solamente a las Meras, ley que no cambiaba a pesar del largo temporal que llevaban sin verse.

Esto molestaba a Javier. Su condición de amante furtivo quedaba reducida a una llamada perdida para siempre en la memoria de Lucía. Cuando la veía, la llenaba de preguntas y acusaciones que ella cortaba de raíz con un no-me-jodas, vete. Ante los reclamos, ella resumía sus excusas con un no-me-di-cuenta.

Si no contesto es por los motivos más inocentes del mundo y punto, pensaba Lucía, cuyas pocas ganas justificar su ubicación o qué hacía y con quién volvía larguísima hasta esa escueta explicación, así que mejor no preguntar. El mundo no podía entender acaso que ella estaba ocupada y no cargaba todo el día su celular como sí lo hacen los perdedores que necesitan que los llamen para vivir tranquilos. Involuntaria o no, esta costumbre le sumaba un atractivo más a los aires misteriosos e imagen que sus amigos creían de ella.

No perdía la cordura salvo en las “situaciones límite”. Normalmente, era adorable con sus amigos cercanos y con los desconocidos. Tenía una facilidad para socializar y ganarse el objeto de su deseo. Si no quería hacer la cola del almuerzo, se hacía amiga de alguien de la fila; si no tenía ganas de buscar libros, convencía a los bibliotecarios para que lo hicieran por ella; si no quería subir a los micros, seducía a sus amigos para que la lleven en su auto (una vez utilizó a un profesor). Sensual, desinhibida, buena onda, Lucía había armado un mundo que la complacía a cada paso andado en cualquier momento. Todo lo que no fuera así, era digno de ser rehuido. Javier era considerado una “situación límite”.

Con sus quejas y protestas en voz baja, Javier se ganaba las menciones deshonrosas. Le reventó el teléfono toda la tarde que ella estuvo estudiando en el primer sótano de la biblioteca. En la facultad de Derecho, los profesores acostumbran programar exámenes con dos días de anticipación y cientos de hojas por leer que los alumnos habían aprendido a contabilizar en soles gastados en copias. Así, Lucía debía leer ocho soles con cincuenta centavos para el viernes y había puesto su celular en modo silencio para lograrlo.

Javier, que también visitaba la biblioteca con frecuencia, fue al primer sótano para leer la colección de periódicos locales que guardaban allí. Cuando vio a Lucía en las mesas del fondo, pegada a la ventana por donde se veían los pies de los estudiantes de fuera, exhaló como diciendo “las casualidades existen”. Se acercó feliz por su descubrimiento y no se percató de aquel chico melenudo, barbón y gordo que estudiaba a dos mesas de distancia de Lucía.

–Ah, hola. En qué andas –lo recibió Lucía–.
–¿Me invitas tus alfajores? –preguntó, señalando con la mirada el pequeño frasco reciclado de mantequillas de Metro, lleno de 25 alfajores pequeños apiñados uno sobre el otro con delicadeza extrema y dedicación no vistas muy a menudo en ella–.
–No son para ti –cortó Lucía en voz baja, una palmada interceptó las intenciones que Javier llevaba en sus manos hambrientas y alargadas–. Son para él –dijo, señalando atrás cuidadosamente–.
–¿Para quién? –preguntó por inercia–.

Él mismo se respondió con solo voltear: ¡Tiger! Varias preguntas dieron vuelta a su cabeza. Qué hacía Tiger allí, cuánto tiempo llevaban juntos, acaso él se había percatado de las confianzas que tenía con Lucía; imposible que Lucía haya planeado esto contra él, para emboscarlo y hacerle saber que Tiger no estaba del todo borrado de su ¿corazón? Tiger no los miraba, Javier esperó que lo hiciera y no lo hizo en toda la noche. El vanidoso de Tiger no les concedería la pequeña victoria de interesarse por ellos.

–Él siempre estudia acá –dijo Lucía muy tranquila–. Hoy es su cumpleaños y estos alfajores son para él.
–Bien, se van a ir juntos, ¿no?
–No, por supuesto que no.
–Me vas a decir que no han hablado.
–No tengo que decirte nada, quién te crees.
–Tus ojos no me dicen eso, me estás mintiendo. Sabes que él estudiaba acá, por eso has venido.
–No me importa donde estudie, a mí me gusta este lugar para leer, tiene buena ventilación.
–¿Y por qué antes no venías?
–Desde que me dijiste que Tiger no sabía nada de mí, no tenía sentido que me siguiera escondiendo de él. Me devolviste la pureza ante sus ojos, gracias Javicito.
–Jamás debí habértelo contado.
–Como quieras, acompáñame una hora más para irnos juntos.
–Está bien –pensó un poco–, no puedes invitarme un alfajor –dijo Javier, más para probarla que por hambre, quería saber si Lucía podía deshacer sus planes por él–.
–No, ya te dije que no son para ti. Antes de irnos, se los voy a entregar.

Javier se sentía excluido de la fiesta que tendría Tiger gracias a Lucía. El pequeño detalle que tenía con su ex los acercaba al único nivel que él, como hombre solitario, envidiaba de las parejas: la nostalgia. Para Javier, las parejas debían odiarse apenas terminaran, no contemplaba la recordación amistosa como una opción; el silencio, la separación y la distancia eran los mejores alimentos para olvidar a la persona antes deseada y evitar las roturas y traumas del final de una relación.

Brotó, de sus labios, la sentencia más corta de la noche: me voy. Las dos palabras fueron interpretadas por Javier rápidamente, guardó sus lecturas y estuvo listo primero que ella. Lucía metió sus cosas en su mochila, estaba lista, más que para irse, para entregarle los alfajores a Tiger. Se dio una última mirada a su espejo de mano. Sus ojos transmitían confianza y tristeza. Antes, había celebrado dos cumpleaños junto a Tiger, esta vez era distinto, ya no estaban juntos pero en nombre de los recuerdos imborrables y las caricias que extrañaba de ese hombre revejido, avanzaría hacía él y ¿qué?, ¿lo besaría? Javier no quería pensar en nada, sólo la esperó de espaldas y diez pasos adelante.

Si hubiera volteado, Javier habría visto que Lucía tocaba los hombros de Tiger, éste la miraba, se sorprendía y sin tiempo de decirle hola, Lucía lo madrugaba con el saludo de feliz cumpleaños, le ponía el frasco de alfajores al costado de la lectura que versaba sobre temas antropológicos y se iba tranquila, convencida de no sentir nada hacia él y por ello dispuesta a tener esas deferencias los próximos cumpleaños también. Respetaba mucho a Tiger, no sabía que era un muerto.

No. Eso no había sucedido en la cabeza de Javier, él se imaginaba lo peor, algún beso escandaloso, promesas de salidas furtivas, escarceos que hicieran honor al tiempo y la intensidad de su cariño extinto. Mil cosas más recorrían su mente, la biblioteca se convertía en el silencioso fortín de sus batallas internas, cuando ella le golpeó las costillas y lo trajo de vuelta a la realidad. “No te quedes allí parado, quiero llegar temprano a mi casa”, dijo y redobló el paso.

Hechos-sin-fechar
“¿Me invitas un pucho?”, preguntó Vilela, para no perder la costumbre. Javier abrió la cajetilla y deslizó una baraja de cigarros. Vilela cogió el que necesitaba para contarle los últimos problemas cardiacos que Pilar Carreño, su ex novia, le produjo horas atrás.

“¿Cómo que ex? No duraron ni un verano”, se espantó Javier. “Sí”, afirmó, “al menos la hice llorar”, dijo con extraño orgullo. Como una estrella fugaz, una lágrima se abrió paso en su mejilla: “Sólo hay algo que no me cuadra. Pilar me dijo que era una bruja”.

No escuchó bien, le pidió que se lo repita. ¿Bruja? “Todas las mujeres son brujas”, repitió. Entre los varios sentidos que porta esa palabra, Vilela había escogido el más tenebroso y no deliraba, tenía pruebas fehacientes de lo que afirmaba.

Javier escuchaba a Vilela a la vez que esperaba a Lucía. Estaban en el Octógono, la plaza afuera de Derecho. Lucía no tardaría en salir de su clase de Derecho Internacional Público. Nuevamente, como muchas noches, le ofrecería su compañía hasta Chorrillos, e intentaría besarla luego de engorrosos trámites de convencimiento.

Para su sorpresa, Lucía apareció con un chico al costado. “Es Peter otra vez”, lamentó Javier. Vilela no se sorprendió, su mirada delataba que tenía el alma enterrada en la tristeza que era su cuerpo encogido. Vilela jugaba con sus pasadores y “¡qué tonto fui!, no debí dejar que Pilar me cortara un mechón de pelo”, sentenció y golpeó la pared.

El puñetazo asustó a Lucía. Se detuvo, los miró. Vilela fingió no sentir dolor. Javier no sabía si acercarse o no. Al verla con Peter, pensó que Lucía estaba ocupada. No hizo caso a las razones y le habló. Le preguntó por cómo le fue en su clase, a lo que respondió “ahí” con un ladeo de rostro. Peter los miraba, ¿reía por dentro? Antes que Javier pudiera decir algo más, Lucía ordenó la retirada: “Invítame algo de comer, Peter”.

Javier los vio partir, seguirlos significaba dejar al Gordo Vilela llorando solo sus penas, que es la única forma de llorar las penas, solo, pues nadie está a la altura para entender la decepción ajena y consolar nuestro interior. La paciencia y el silencio son los aliados que el tiempo tiene para abolir nuestras tristezas, antes que se conviertan en actos de persecución idiotas o erráticos. No estaremos preparados para olvidar a una chica si no lo hacemos nosotros solos. Debo abandonar al Gordo, pensó Javier.

Pero no pudo.

– ¿Recuerdas que te conté lo del mechón? –preguntó Vilela, sin percatarse que lo retenía–.
–Sí, que te cortó un pedazo de pelo una vez que fumaron.
–Hoy entendí porqué no debí hacerlo. Pilar me contó la verdad.
– ¿Por eso de que es bruja?
– ¡Sí!
–No sé, la historia parece un cuento de terror colegial.
–He hecho los cálculos. Desde que me cortó el cabello me manejó a su antojo. De haberlo sabido, no me dejaba cortar nada. Me tiene atrapado.
– ¿Y si lo botó? Quién necesita tus greñas.
–No. Yo vi cuando lo amarró y lo guardó en su diario.
–No jodas. Lo mismo le pasó a Vallejo.
– ¿El poeta?
–Sí, Georgette, su esposa, le cortó un mechón de cabello y lo guardó.
–Creo que estoy destinado a ser poeta –dijo Jorge, certeza que lo calmó un poco–.
–No lo creo, ella se lo regaló a un pintor peruano, Szyszlo, así que queda perdonada.
–No entiendes, Javier. Tal vez Georgette lo hizo para redimir su culpa. ¡Esa puta de Pilar, a quién regalará mi mechón, seguro a su siguiente agarre!

Vilela sacaba conclusiones a velocidad de locomotora. “¡El libro!”, exclamó. Antes de ser novios, Pilar Carreño le contó a Jorge Vilela que estaba leyendo un libro que le había entregado su madre, un libro de tapa negra, antiguo, de hojas amarillas y apolilladas. Según averiguaciones que él mismo hizo con otras amigas versadas en el tema (brujas confesas), el libro lo escribieron los espíritus para las brujas nórdicas y contenía los mayores trucos de magia y amarres caseros mejor escondidos.

Aquel Libro de los espíritus debía circular entre las adolescentes que habían fracasado en el amor. Eran cientos de páginas escritas para no enamorarse primero, mediante trucos tan simples como el del mechón de pelo o los baños de fuego. Estos últimos consistían en pasar una llama alrededor del cuerpo de un chico para limpiarle el “aura” y prepararla para la de ella. Esto, recuerda Jorge Vilela, hizo Pilar con él la primera vez que fueron a un hotel.

También, la semana anterior, a manera de despedida, en un hotel de la avenida La Marina, Pilar le pidió la mano derecha a Vilela para leérsela. Jorge se la dio con más curiosidad que confianza y ella empezó. “Vas a ser un artista, pero no tendrás éxito, morirás pobre y, mira, tu vida será corta. Mueres coqueado a los 27 años, como Jimi Hendrix”, le predijo basándose en los bultos que existen donde la palma se une con los dedos. El único bulto que sintió Jorge al saberse muerto en cinco años más fue el del pantalón. Pilar, por pena, se la mamó delicioso. Fue la última vez.

“¿Lucía no será bruja?”, reaccionó Vilela. “¿Nunca te hizo ningún truco?”. Más que una bruja, piensa Javier, ella fue vampira. El primer hechizo era su belleza y sus gemidos eran la gloria. “Lucía nunca dejó que la penetre”, dijo Javier, “pero si le besaba las piernas, dentro de los muslos, gozaba hasta hacerme daño”.

Sin embargo, según le había contado, la Lucía de la academia, cuando veía a sus amigas las Meras, extrañamente, ejercían todas juntas un poder sobre los hombres. Tal vez en ese Libro de los espíritus que se prestan todas las chicas (porque pasados los 20 años, todas tienen el corazón roto) dice que esas noches de chicas solas son propicias para derramar sangre masculina.

La próxima vez, Javier estaría más atento a los aires espirituales que Lucía, sin darse cuenta, dejaba a su paso.

Imagen por Beautiful_Pain

Martes, 26 de enero de 2010
“Qué te hace pensar que me importas”, dijo Lucía mirándolo a los ojos. Seguían en la universidad, en un lugar popularmente conocido como “Jamaica”. Los ruegos de Javier para que se quedara un rato más no fueron tan efectivos como el accidental roce de sus dedos con la piel de Lucía al iniciar la discusión que fueron a zanjar a ese lugar poco iluminado que las parejas elegían para charlar, amar y pelearse.

Era la primera vez que el toque mágico e involuntario de sus dedos la llevó a recordar jornadas que habían bordeado lo sexual con Javier. Transcurridos los días y puesta a pensar para atrás, había pasado más tiempo al lado de Javier que pensando en Tiger, de quien supuestamente seguía enamorada.

Tiger era el ideal, la idea más lejana, su hombre perfecto, pero Javier era el día a día, la realidad, la cotidianeidad a la que se había acostumbrado. A pesar de lo ordinario de su carácter y su poca decisión por pedirle que sea su novia, Javier era quien la buscaba y pasaba más tiempo con ella. También se había corrido por él. Era una lucha entre el fuerte recuerdo de uno y la atropellada constancia del otro. Si Tiger estaba en su alma, Javier estaba en su piel.

Lucía sacudió la cabeza para dejar de pensar, vio a Javier recostado en sus piernas, acomodó su espalda en la palmera que se convertiría en la favorita de los dos. No había otra, entre todos las pequeñas palmeras apostadas militarmente en ese jardín, ubicado detrás del Comedor Central, que camuflara sus figuras y los salvara de ser vistos por un guardia de seguridad.

Las relaciones más prohibidas en la Católica germinaban en ese jardín. Allí llegaban todos los amores incipientes y parejitas ilegales que, culposas, disfrutaban de la extraña felicidad de saber que engañaban a un tercero, un mongo cornudo que seguramente estudiaba en la biblioteca para algún examen mientras su chica probaba otro tipo de instrucción o enseñanza carnal.

La movida despertó a Javier, que le pidió un beso a Lucía. Ella se negó, entregó la mejilla pero no los labios. Ante la negativa, Javier quiso insistir con el tema de los alfajores de Tiger. Quería que Lucía le jurara que no sentía nada por él. “Eso de qué sirve, tú y yo no somos nada”, dijo ella.

Las acusaciones de Javier, sentía Lucía, más que unos monólogos inyectados de celos venían con la clara intención de convencerla de que Tiger todavía le gustaba. No comprendía a Javier, pensaba que jugaba con ella, para qué le pide que olvide a Tiger si él nunca le pediría ser su novia.

Del otro lado, la estrategia era consciente. Por cultura general, Javier nunca atacaba a los exs novios de sus amigas. Siempre que quería acostarse con una de ellas, defendía lo indefendible. Si ellas le contaban que se peleaban con sus novios, él los defendía. Les buscaba rastros de humanidad y abogaba por ellos para una segunda oportunidad.

Lograba enfurecer a sus amigas, que no entendían su tozudez y ganas de no salir en defensa de ellas, a quienes conocía más. Esta furia acumulada las usaba a su favor para seducirlas luego. No funcionaba siempre, por eso aplicaba con quienes tenía más posibilidades, allí radicaba la sabiduría de su táctica.

Cansada de defenderse, Lucía se quedó callada. Ella se percató que más que defenderse, trataba de demostrarle a Javier que no pasaba nada con Tiger y sólo guardaba un buen recuerdo de él. “¿Acaso piensas que me follaré a su recuerdo?”, fulminó ella para no hablar más y mirar a otro lado, lo demás fue trabajo de los sentidos.

Los dedos de Javier se movieron delicados por sus brazos blancos. Tomó su mano y la besó una y dos veces, tenía las palmas suaves y estaba mojada. Unas palabras suaves en la oreja, ella le creyó todo lo que dijo. El jardín amigable soportó la caída de los amantes, el repaso de manos en sus pechos y unos besos como lamidas en el cuello fueron suficientes para que ella quede lista y él perdonado.

Tal vez, la certeza de saberse mirados por las cámaras de seguridad los erizaba más. Era sabido que los guachimanes de la Católica cumplían su trabajo hasta donde la arrechura les permitiera. Tal vez los encargados de patrullar esa zona, veían en alguna cabina escondida de la universidad esas escenas de sexo gratis por al infrarrojo.

Ella se trepó en él para rozarse con más atrevimiento. Él supo que no había vuelta atrás una vez activada la calentura, se quitó la casaca y la puso en sus piernas, como abrigándose. Ella bajó al pasto y él pidió otro tipo de cariño. “No sé hacer eso”, confesó. Los guachimanes fisgones no entendían porqué la conversación demoraba tanto. “Está calichín, no sabe hacerla”, dijo uno.

¿Mentía? Dos años con Tiger, tantas salidas con las Meras y no había aprendido a hacer una buena paja. A Javier se le hizo difícil creérsela, pero en ese momento debía actuar rápido antes que los descubrieran. “Sólo imagínate que tienes que izar una bandera”, se le ocurrió. Lucía no sonrió, pero le causó gracia imaginarse así: “Tengo miedo de hacerte daño”, dijo.

Escúpete las manos y sujétalo, luego frotas arriba y abajo, muchas veces, parejo, al mismo ritmo. Aceleras un poco y sin más te detienes, recoges bien desde la raíz, aprietas más fuerte, asciendes y desciendes lento. “Es fácil”, enseñaba Javier, “préstame tu dedo”. Repitió la misma dinámica y ahora Lucía lo intentó, más confiada. Hizo todo lo que mandaba la receta de Javier pero al repetir tantas veces el mismo procedimiento se aburrió, se frustró y dejó caer el colgajo asfixiado de Javier.

“¿Qué haces?, no me puedes dejar así”, se quejó Javier. “Que te hace pensar que me importas”, disparó Lucía, cuya mirada estaba en llamas. Sus manos quedaron pegajosas, las alejó lo más que pudo de ella, buscó un papel higiénico en su mochila para limpiarse. Javier no había culminado, Lucía lo dejó literalmente en el aire, no acabó el trabajo. No dijo nada, se cerró la cremallera, estaba molesto pues cuando la calentura no baja, él mismo debía, más tarde, en su baño, echarse un baldazo de agua fría.

Hechos-sin-fechar
“¿Tú qué harías, Peter?”, preguntó Lucía. Su amiga pedía un consejo, él detuvo el viaje del tenedor hacia su boca, dejó enfriar los alimentos. Como todo abogado correcto, era una persona incorrecta. Peter nunca estaba en contra de nada, tampoco a favor de alguna causa si antes no veía los cerritos de dinero que lo empujaran a tomar clara postura de algo. La justicia era para quien pagara por ella. La justicia era una puta.

“¡Habla, mierda!”, amedrentó Lucía. “Date cuenta”, le dijo, “si estás dudando es porque ya estás enamorada”, reflexionó Peter. Era lo último que esperaba oír, le preocupaba que se le notara en la cara. “Lo que se nota es que ese tipo es un ciegazo, jamás se dará cuenta de cómo lo miras”, dijo Peter como si de una sentencia se tratara. Javier era un hombre con suerte pero no lo sabía.

La otra cara de la moneda era Vilela, que revelaba detalles del rompimiento con Pilar Carreño. Ella se había aburrido de un chico que no progresaba, que vivía de sus sueños y no los alimentaba. No mejoraba, ni por él ni por ella ni por ellos ni por nada. Ella se esforzaba por conseguir una práctica o pescar algún puesto de asistente en alguna investigación relacionada a la Sociología, la carrera que la apasionaba, mientras él quería ser escritor y cineasta (en realidad, quería rodar sólo las novelas que escribía) y no hacía nada por conseguir aquello.

Sólo le quedaba la soledad de donde venía. La soledad original, la del inicio de los pueblos en la noche de los tiempos. Nada nuevo lo esperaba. Ella le había dado innumerables oportunidades, lo probó muchas veces y nunca entendió, menos cambió. Jorge Vilela seguía siendo un niño de mamá, además de celoso y cavernícola. Traspasó la raya del respeto cuando amenazó con contarle toda la verdad a su familia, lo cual la hizo llorar. Revelar esa verdad era un acto revanchista: haberse acostado con 24 hombres antes de estar con él.

“Entiende que quiero probar otros cuerpos!”, aseguró Pilar Carreño para destruirlo todo, fue mortalmente directa. Javier no supo qué decirle: “déjalo por ahora, vamos, te invito unas chelas”. Fueron al frente, compraron media caja de Pilsen.

Brindar es, en realidad, blindar al corazón de los recuerdos. Lucía y Pilar, un salud por cada una, otro salud por las demás.

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Esta historia en una canción


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PLUMAS CONVOCADAS


Anunciamos la convocatoria para las “Plumas Invitadas 2012”, quizá la última edición antes de empezar con nuestro reality “The Plumas Show”.
Las bases serán publicadas en el siguiente post. El requisito principal es escribir una choteada de una hoja y media de extensión, Arial de 11 puntos, y enviarlo al correo blog.choteadas@yahoo.com (pueden escribir allí cualquier consulta). La fecha límite es el 15 de diciembre de 2011.


Vean ejemplos de Plumas en este link.

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