Lunes,
21 de junio de 2010
El semáforo detiene
pesadamente el bus y Lucía mira su reflejo en la ventana. Empina sus ojos hacia
el cielo grisáceo y sólo logra verse a ella misma. Sentada como está, su pierna
izquierda contiene la mano derecha de Javier recostada, detalle que no le molesta.
Lo que la molesta es no poder verse, es decir, ver el reflejo de sus ojos
devuelto en la ventana que tiembla al compás del motor. Esos ojos que cada vez
que los necesitó ante un espejo de mano han decidido por ella el final de
muchas de sus noches.
Imagen por Lady D✩ |
Hace horas, Javier
quiere vomitarle una pregunta y no encuentra el momento. Él tenía en mente un
hotel cuando abandonaron la cafetería. Como una niña de la mano de su padre, Lucía
siguió a Javier sin complicarse. Era verdad que el partido de fútbol estaba
aburrido e invitaba al sueño (que, no sabía, compartirían luego). Por apurados,
tomaron uno de los destartalados buses que crujían con cualquier mínimo
orificio de la pista.
Un par de semanas atrás
había comenzado el Mundial de Sudáfrica. En esa región del globo 32 selecciones
nacionales debatían detrás de una pelota la azarosa membrecía de Campeón Mundial.
Mientras tanto, en la radio de la carcocha de tres décadas, si no más, de antigüedad,
un narrador comentaba el insulso partido entre España y Honduras. Aseguraba estar
transmitiendo a ras de cancha desde el mismísimo estadio Ellis Park en la
ciudad de Johannesburgo.
“Fingen”, dijo Javier,
como quien da un pase al callejón. “Los pendejos han puesto audio de estadio
pero lo están viendo por cable nomás”, dribleó. Lucía lo miró, se percató de
los rulos angelicales de Javier por un instante y mandó al carajo sus insípidas
palabras: “¡Qué importa!, sólo quiero ver al churro de Villa”. Javier murmuró
una risa, quiso darse por aludido. Antes, acordó consigo mismo que el próximo
gol que metiera en las pichangas de su barrio sería cerrado con unas de las celebraciones toreras que copiaría de su
lejanísimo par futbolero y enemigo platónico español David Villa.
El grito de gol del
narrador comenzó a mover el bus. España retomaba la senda del triunfo, se
convertía en una máquina futbolera y no pararía ni con el trofeo en sus manos.
A diferencia de Javier, que apenas e iniciaba su periplo hacia el fracaso.
Ocurrió lo mismo de
siempre: sabía adónde ir sin saber dónde quedaba. Hay hoteles en todo Lima,
pero aparecen cuando menos se les necesita. Ahora, que le urgía encontrar uno,
caminaba las calles en su mente y no encontraba, no recordaba ninguno. Lucía
aprovechó su indecisión para pedir que fueran a comer mariscos cerca a su casa,
en Chorrillos. Javier, que necesitaba tiempo para pensar en un lugar, aceptó de
mentira.
Ella había venido muy
temprano a clases, su desayuno a base de yogurt y frutas era insuficiente para
que resista hasta las clases de la noche. Lo único que no se olvida es el
hambre. Él prometió comprarle un chifa en el camino. “¿En el camino a dónde?”,
preguntó ella. Javier no encontró sentido en esconder sus intenciones y en el
último asiento del microbús, le dijo a la oreja que iban a un hotel.
Lucía se contuvo.
Apenas se escuchó un pitido, sus ojos saltaron. Qué se habría creído Javier
para pedirle eso. El partido seguía sonando por la radio y España marcaba el
segundo gol. El grito del comentarista mentiroso sirvió para apañar el pequeño
escándalo que Javier atizó con su propuesta. Era un NO rotundo, Lucía se sentía
para Javier, como quien dice mucho calibre para tan triste pistola.
Fue una lucha de poder.
Entre ella que resistió y él que insistió, cada vez sus argumentos eran más
disparatados. “Sube para comprar el chifa al toque”, le decía. Lucía sabía que
si cruzaba el umbral de ese recinto tan impropio de una chica de su estatus, es
decir, cinco estrellas, estaría perdida.
“Para esto buscas al inútil
de Javier, ¿no era lo que querías? No te hagas la digna y sube”, pensaba Lucía
para sí misma, como animándose. Un suspiro la tranquilizó y empezó a subir las
escaleras de un hotel escondido del Centro de Lima. Entró más por hambre que
por ganas de estar sola con él.
Si no fuera porque
Javier le había prometido ingresar por la puerta trasera, un conducto secreto
que los llevaba directo a los dormitorios y era perfecto para evitar la incómoda
espera al pagar en el zaguán, no iba a entrar a ese hotel, nadie nunca tendría
la fortuna de verla entrar a esos lugares.
Era la primera vez que
pisaba uno, acotó Lucía en las escaleras. Javier le pidió que no sea mentirosa.
Lucía le dijo: “Es verdad, con Tiger íbamos a mi casa”. Tiger había sido su
primer y único hombre hasta esa tarde.
Una vez adentro del
cuarto, prendieron el televisor. Un viejo Phillips de 21 pulgadas entregaba el césped
amarillo del estadio sudafricano. En efecto, España le ganaba a Honduras por 2
a 0 sin apuros. La pantalla no era la única ventana al mundo que había en ese
cuarto del segundo piso. Una cortina roja coqueteaba con el viento caprichoso que
se colaba.
No pasaron cinco
minutos y Javier ya estaba completamente desnudo. Encaramado sobre Lucía, alentado
por las vuvuzelas, intentaba besar su cuello sin éxito. Algo la molestaba, algo
que se encontraba más allá de la ventana, la miraron juntos unos segundos. “¿Qué
pasa?”, preguntó calmado. “No quiero estar aquí”, dijo Lucía mirando de costado.
Javier pensó que todo
se venía abajo, 40 soles al agua. “¿Y eso a qué viene?”, preguntó. “¡No, no
puedo, vámonos!”, dijo y se fue al baño. Javier la siguió y le pidió
explicaciones mientras ella lavaba sus manos, arreglaba sus cabellos y medía la
apariencia de su ropa en el espejo. Él esperaba una explicación, ella mantuvo
silencio, los minutos corrían, no se hicieron esperar los golpes en la puerta:
“Lucía, abre”.
“¡Mi papá me está
mirando!”, pronunció ella. Javier no entendió, creyó que su padre era Dios.
Lucía estaba loca seguramente, su padre la había abandonado cuando tenía nueve
años, ella se lo había contado. En la habitación 203 no había nadie más. Si
alguien los espiaba por esa ventana jamás se le hubiera ocurrido pensar en el
padre de la chica que quería desnudar. “Sal a la ventana, en ese edificio
morado, allí trabaja mi papá”, dijo.
En la avenida Wilson,
en una de las oficinas más altas de la Sunat, el señor Castello trabajaba
parejo para pagarle los frijoles a los medios hermanos que Lucía, su
primogénita, conocía poco o nada y que estudiaban Administración en la San
Ignacio. La sola presencia de su padre a menos de 100 metros fue lo que la
perturbó.
Discutieron un momento,
Javier no quería dejar el cuarto. Se le ocurrió una idea, cambiarse, pedir el ala oeste del hotel. Javier volvía a ponerse
su ropa. Esperaron a que acabara el partido de España, terminó 2 a 0. En total,
habían demorado quince minutos en la habitación 203, tiempo suficiente para que
la recepcionista no acepte el cambio de cuarto.
Javier estuvo cerca de resignarse.
Recordó que Lucía no aceptaría una negativa a su vuelta. No conseguir el cambio
de cuarto era un fracaso, para ella era muy simple como argüir incomodidad en
la suite. Javier apeló a los ruegos para ser cambiado de habitación, “¡en 15
minutos ya destruyeron todo!”, rugía la recepcionista, con conocimiento envidiable
de sus clientes. “No, señora, todo está en orden, ¡palabra!”, juraba Javier
besándose el pulgar.
La recepcionista se
perfiló sin dejar de mirarlo y con una señal de ojos ordenó al Jefe de
Limpieza, un joven de mirada triste, subir a verificar el orden en que se
encontraba la alcoba. Subieron juntos, Javier quiso romper el momento incómodo,
“¿la gente suele pedir cambio de cuarto?”. “No te preocupes, flaco, no eres el
primero”.
La mayoría de parejas
que cambian de cuarto lo hace por una razón simple: “se animan por la
matrimonial”, comenta Luis, el jefe de limpieza, mientras abre la puerta con la
llave maestra. Lucía los escucha, se levanta de la cama, se abraza a sí misma
por pudor, está intacta, su ropa no está descolocada por ningún costado. “Una prueba
de que no han hecho nada”, piensa Luisito al entrar.
Felizmente, Lucía tuvo
el tino de arreglar las sábanas movidas y devolver la toalla de cortesía a su
lugar: sobre la cama. El momento es incómodo, Luisito mira el culo de Lucía,
ella camina unos pasos hacia el espejo, él bordea la cama, hunde sus manos
ciegamente debajo de la colcha, levanta la almohada sin miedo de encontrar
alguna mancha o jugo seminal, “está como la dejé”, piensa.
Continúa en el baño, no
se percata que falta el jabón que fue utilizado en las manos de Lucía, quien
observa la escena con vista panorámica desde la puerta. “Sigue nomás,
flaquito”, señala Luis la puerta. Con la otra mano, entrega las llaves de la
nueva pieza destinada para ellos, la 405.
Cogen la llave, se van
felices, se sienten cómplices, quieren reír juntos y se contienen, esperan
subir las escaleras para soltar las risotadas del caso, sin embargo, en un
momento de cordura Lucía le recuerda que tiene que comprar el chifa que
prometió.
Al abrir la puerta, Lucía
verifica la vista panorámica de la calle. Era perfecta, pensó, los balcones
sucios de las casas y negocios aledaños apagaron el pudor que le quedaba. Su
padre ya no la miraría, todo estaba bajo control excepto el chifa. Javier quiso
besarla al pie de la cama pero ella lo detuvo: “cumple tu promesa, quiero mi
Chi-jau-kay”, ordenó.
Javier pensó que era
una coartada. Que en cuanto se fuera a comprar, Lucía aprovecharía para fugarse
de allí. Preocupado, la llamó cada dos minutos desde que llegó al Chifa, tuvo
la desfachatez de preguntarle, cuando estuvo en la farmacia, qué marca de
preservativo prefería. Ella le pidió que la sorprendiera: Javier compró unos
rutilantes látex de marca Jäger que venía en una simpática caja roja.
El color de la cajita
erizó a Lucía, muchos meses después ninguno olvidaría el detalle de los
condones y siempre que quisieran rememorar esa tarde, sólo pronunciarían esa palabra
de origen teutón: Jäger.
Javier prendió la televisión para esperar que Lucía termine de comer. Ella
mordía el wantán frito con delicadeza, le rociaba el jugo de tamarindo al arroz y aplastaba con los dientes
los pedazos de pollo. Esta imagen transportaba a Javier al futuro, pensó que
ella trataría con la misma educación al amigo preso de dentro de su pantalón.
Cuando Javier hizo
notar su combustión a Lucía, ella dejó el táper a un costado, miró su reloj.
“¿Ya no vas a comer?”, preguntó él. “Huevón, me quitas el apetito con tus
palabras”, dijo. Javier probó los pedazos de pollo. “¡Y quita ese canal de
porquería!”, dijo Lucía, molesta por el canal porno que la hacía ver. “El
control es tuyo”, dijo Javier con la boca llena. Ella apagó el televisor. “No
sé qué hago acá”, se arrepentía, recogiéndose los cabellos.
Fue cuando Javier
sorprendió, la atacó directo al cuello con la vehemencia de un tiburón blanco.
Ella dijo que la suelte, Javier la sentó a la cama, fue brusco con ella, que se
volteó y le dio de manotazos. Él logró calmarla con unas frases suaves y cortas
al oído. A pesar de estar con ropa se movía como si no la tuviera. La calentó
con movimientos circulares y besos debajo de la oreja, quiso arrancharle la
blusa morada.
Javier se quitó el
polo, dijo que hacía calor. A los minutos, volvió a cometer el mismo error,
estaba desnudo tratando de cornearla con los recursos conocidos. Sólo se
lastimaba en el pantalón de Lucía, no le importaba y arremetía cuanto fuera
necesario para que Lucía aceptase. Cada vez que estaba con Lucía, él
secuestraba el amor por considerarlo un estado afectado de la mente, una
responsabilidad con la que no quería lidiar.
Lucía pensaba lo
contrario, cada impacto de Javier era como un diminuto martillazo que
erosionaba los peñascos que formaron sus sentimientos después de terminar con
Tiger. Quizá estaba logrando domarla y con ello le devolvía una cierta
sensación de felicidad que había perdido tras haber sido golpeada por su
anterior relación. Un precipicio separaba el mero sexo de los asuntos serios y
al parecer Javier se había lanzado a rescatarla.
“Stop”, dijo Lucía. Javier se detuvo a mirarla. Lucía le pidió a
Javier que voltee, que mire a otro lado. Él hizo caso, se levantó a mirar el
baile de las cortinas, el viento seguía entrando fuerte y su piel que en ese
momento era dura como el acero evitaba la sensación de frío que caracteriza al
moribundo junio. Escuchó que caía una prenda tras otra: la chaqueta abandonada,
la blusa siendo desabotonada, el pantalón friccionando sus piernas y cada una
de esas prendas tocaba el suelo como un anuncio de un tiempo mejor, era la
abolición del invierno.
Ninguno sabía
exactamente lo que hacía o sentía. Él retrocedió unos pasos hasta encontrar el
rostro de ella en su espalda, en particular su nariz, con la que ella empezó a
inventar círculos concéntricos. Él no se movió hasta la siguiente orden de
ella. “Listo, voltea”, llegó. El panorama que encontró lo desconcertó: no
estaba desnuda, conservaba sus prendas mínimas. No quiso hacerle la pregunta de
rigor (“¿por qué no te quitas todo?”), sólo se encaramó sobre ella.
Le besó las piernas y
siguió el camino hasta su boca, sus manos se discutían las regiones de su
cuerpo, territorio nuevo y extraño que conocían poco a poco y fueron domando a
cuentagotas. Sus brazos convertidos en tenazas buscaban los primeros secretos o
las pistas del placer que todo amante sabe explotar sólo con paciencia.
“Dime qué te gusta de
mí”, interrumpió Lucía, como si inventara un obstáculo en el camino de Javier.
“¿Qué dices?”, preguntó él. “Dime todo lo que te gusta de mí, por algo estamos
aquí juntos, ¿no?”, dijo Lucía, pedía una lista de virtudes sobre ella misma.
En pocas palabras, Lucía quería que Javier reflexione sobre las características
que la hacían especial, única en el mundo, un trabajo que él no se había tomado
la molestia de hacer. “Sí, soy vanidosa, no veo ningún problema en serlo”, se cerró
Lucía y esperó la respuesta.
Imagen por gabriele chiapparini |
En un momento, Javier se
sintió obligado a inventar virtudes. Los elogios a su belleza, inteligencia o a
la forma de su trasero rebotaban sin menor efecto: “ya me han dicho eso”, decía
ella, pesada y molestosa. “Hueles a muerte”, lanzó él. Lucía abrió los ojos, no
muy segura de lo que había escuchado. Tiger ni sus ocasionales amantes de la
noche le habían dicho algo tan contundente, arriesgándose a perder el polvo.
Lucía coleccionaba esos
piropos con un solo fin: construir una imagen de ella misma (muy aparte de la
que ella guardaba de sí misma). Cada frase era material para alimentar el
enigma de su belleza. Así conocía más a los hombres y sabía lo que ellos
buscaban en ella, lo que ellos veían primero y les llamaba la atención de ella.
Ese tipo de información en las manos de una mujer como Lucía era peligrosa. Que
cualquier hombre respondiera a esa inocente pregunta a una mujer atentaba
directamente contra ellos mismos. La supervivencia del género masculino se vería
amenazada, pensaba Javier, si cada mujer practicara la vanidad que Lucía
exudaba naturalmente.
Javier había pecado de
sincero. Era verdad que Lucía era la chica fatal, muchos envidiarían su
posición en ese momento, él mismo no lo creía. Decirle que la muerte era su perfume
fue su forma de pedirle que se quede con él hasta el final, que lo traía derrotado.
Lucía no tuvo reparos
en pedirle que se pusiera el condón, a lo que Javier respondió con una mueca de
fastidio. Lucía lo conminó a ponérselo, de lo contrario no continuarían. Él
hizo caso y revistió su erección con aquel inamistoso látex que lo ponía de mal
humor. Faltaba que Lucía se quitara el hilo, cosa que hizo, insistía en
permanecer con los pechos cubiertos, casi como si tuviera vergüenza de ellos.
Entrar y salir al
compás de un ritmo misterioso que sólo sonaba en sus mentes, hundir su sexo en
el de ella era la confirmación de una realidad que evadieron mucho tiempo. Placer
y dolor, no lo sabían, sólo podía devenir en cariño.
Javier aumentó la rudeza,
los gemidos de Lucía respondían más al contacto violento de los muslos que a la
misma penetración. Por un momento, ella pensó que el ángel Gabriel era quien
estaba sobre ella en la pose misionera. Lo cierto es que ella dejó ver sus alas
brillantes. Lo cierto era que se acercaban al momento divino, donde uno
olvidaba de su nombre y su pasado por conocer la expresión más contundente del
presente, la anulación del futuro, la luciérnaga amarilla que no se deja atrapar.
Uno solo era el
problema: no quería que acabe, Lucía iba a la mitad.
Hasta allí, ella sintió
que cabalgaba un potro salvaje. Si Javier retiraba su arma, podría considerarse
derrotado. Al menos, ya había roto la lamentable marca de 90 segundos que
ostentaba Tiger (el hombre que Lucía declaraba como su primer y único gran
amor). Lucía se había desentendido de él, gozaba ella misma, nadie podía
interrumpir su viaje, su interpretación de la pared del cuarto como el primer
horizonte que el sexo le hacía traspasar. Empezaba a quererlo.
Para retrasar el
estallido, Javier cerró los ojos y recordó el primer funeral que se le vino a
la mente. El primero al que asistió, el de su abuela, cuando era pequeño.
Recuerda los trajes oscuros, las lágrimas de los asistentes, la última imagen
de su abuela dentro del féretro. Nunca se quitó de la cabeza que su abuela
todavía respiraba. Su mente sembró nuevamente esa duda. De pronto, el rostro acalambrado
de Lucía lo trajo nuevamente a la acción, volvía al hotel que era lo menos
parecido a un jardín de la paz. No se podía concentrar, tuvo que pensar en
cerdos, ratas, cucarachas para olvidarse que tenía la grupa de Lucía a su
merced y dominio. Verla de espaldas lo devolvía a un paisaje paradisiaco que no
le permitía imaginarse en escenario más hostiles y marginales al placer.
Lucía pedía con voz
acallada que no se detenga, iba por buen camino. “Eres un buen chico”, repetía.
Cuatro palabras que se colaron en los oídos de Javier y rebotaron hasta su
alma, que no supo contener más y estalló antes de tiempo. La sensación fue de
una infinita derrotada combinada con una infinita victoria. Lentamente sus
movimientos se fueron apagando, en cualquier momento Lucía se daría cuenta que
el recreo había terminado.
Él no dijo nada y
continuó arremetiendo hasta dejar de sentir su colgajo. Fueron tres segundos de
eternidad, el tiempo que demora en salpicar
el alma. Todo había sido depositado en el condón, Lucía se dio cuenta y dijo:
“¡no, por favor!”, lamentando la triste performance de su amante, lo que la
encolerizó demasiado. “¿Para eso me traes?”, preguntó.
Javier se excusó, dijo
que se sentía asfixiado y ahorcado por el condón, que nadie lo había obligado a
usarlo antes y ahora se sintió apresado debajo de esa capucha trasparente.
Lucía prefería que se calle. Consideraba arruinado el momento, la decepción fue
total, ofuscada se tapó con la colcha de color granate, con la amargura había
vuelto a sentir frío.
Javier le pidió otra
oportunidad. “Ni lo pienses, no habrá otra”, sentenció Lucía. Él la abrazó por
encima, guardaron silencio hasta quedarse dormidos.
Cuando Lucía despertó
había olvidado la precocidad de su amante. Simplemente envolvió con sus manos
el sexo encogido de Javier. Sintió una salchicha dormida. Javier la escuchaba
en sueños. Ella aprovechó para explorar: el centro de su pecho tenía una
pequeña reunión de bellos, alrededor de su ombligo también, por lo demás podía
considerarlo lampiño, su cuerpo conservaba cierto estado atlético, sus dedos
eran largos y su cabellera frondosa. Tenía las medias puestas.
Javier volvió a mostrar
signos vitales, Lucía dejó de contemplarlo y simuló mirarse las manos. Lo
primero que hizo fue tomar su mano y pedir que le frote la entrepierna como le había
enseñado. Lucía volvió a ensayar una paja hasta aburrirse y endurecer de nuevo
a Javier. Él le pidió educadamente que se la chupara. Ella respondió: “si hago
eso no volveré a hablarte”. “No me importa, hazlo”, dijo él egoísta. Ella fue
tajante y se volvió a negar.
Él la arrastra por toda
la cama con una ola de besos por todo el cuerpo. Intentan una segunda y una
tercera vez mientras el sol se va poniendo, se hace de noche. Deben volver a la
universidad. Tienen clases a las siete de la noche. Él decide bañarse junto con
ella, ella no lo quiere así.
Al pie de la ducha, él
quiere entrar con ella y ella quiere entrar sola a bañarse. Javier refunfuña su
suerte, la besa junto al lavabo. Ella le pide que entre él primero. Con algo de
cariño, quiere creer Javier, ella abre la ducha, accidentalmente sale un chorro
frío que ametralla a Javier. Lanza un grito partido.
Abandona la ducha muy
mojado. Lucía lo espera sentada en el mingitorio. Le da risa verlo sacudirse
totalmente desnudo, le facilita la única toalla disponible. Él le ruega entrar
juntos a la ducha pero Lucía es tajante en sus palabras. Le pide que no le haga
perder el tiempo, que no quiere llegar tarde a su clase.
Javier acepta, está
condenado a los caprichos de su musa. Echado en la cama, secándose con la
colcha porque la toalla se la quedó Lucía que se ha encerrado en el baño, piensa
que es cuestión de tiempo que escriba una novela sobre ella, piensa ponerle a
la personaje principal el mismo nombre que su chica. Cree que todas aquellas
chicas que se llaman Lucía o derivados pertenecen a una misma clase de mujeres
fatales y enigmáticas por las que vale la pena perder la cabeza un poco.
Escucha que Lucía canta
en la ducha, ¿estará feliz?, ¿le habrá gustado?, son las preguntas que carcomen
a Javier. Hace zapping y pesca el canal porno. Decide dejarlo allí, es la
historia de un jardinero y su patrona, ambientado en México. Lucía cierra la
grifería y sale, lo ve sentado en la cama todavía desnudo tocándose las bolas. Esta
vez no le dice nada, no mira al televisor, a pesar que escucha los gemidos de
las estrellas porno.
Se acerca, lo besa, al
parecer ha perdonado que Javier se viniera rápido en la primera ronda. Mientras
ella se duchaba, pensó en la pregunta: “¿Qué somos?”, que disparó a quemarropa
luego de besarlo y mirándolo sin miedo a los ojos. “Somos buenos amigos”,
respondió él. Ella lo siguió mirando, como buscando que extienda su respuesta.
Él no debió hacerlo, como era su costumbre, malogró aquella tarde diciéndole:
“No te quiero mentir, me gustan otras chicas. Me divierte estar contigo, vamos
a llevarlo libre”, y Lucía le cruzó la cara de una cachetada.
“No soy tu puta para
que juegues así conmigo”, reclamó. Dónde quedó Lucía la indiferente, ¿de dónde salieron esas prerrogativas de novia? Javier pecó de honesto cuando pudo mentir, pudo
decirle que quería algo serio para distraerla. No, él dijo: “Quiero tener la
libertad de salir con quien quiera cuando quiera”. Lucía, ofendida, pidió que
se vistiese rápido para irse. No quería salir sola de ese antro.
Molesta consigo misma,
engañada por un imbécil, descorre la cortina de la ventana, mira a los balcones
y promete no volver allí. Salen del hotel a paso rápido, se sienten mirados.
Ella siente que tiene tatuado un pene en la frente, no entiende por qué la miran.
Al sentarse en el bus, Lucía no mira a nadie. “Sucia”, se repite a sí
misma.
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Esta canción le gusta a Lucía.
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Plumas Invitadas Tercera Temporada.
Reiner, vengo siguiendo tu novela hace un buen, buen tiempo. No sé si el personaje de Javier tiene algo de ti o tú de él, pero vaya si que me gustó el post, me tuviste entretenida más de quince minutos, si es asi es todo un record, jajaja. Besos.
ResponderEliminarFueron mis 15 minutos de cama, perdón, de fama :) Un abrazo, anónima.
ResponderEliminarpD. elígete un nick para recordarte.
Todo lo que describes en el hotel se me hace taaaan familiar. ¡Las medias! Buen detalle. Buen post. Felicitaciones.
ResponderEliminarNo te hagas, anónim@, seguramente te ha pasadoo. Si quieres saber más sobre las medias lee "La Naúsea" de Sartre. Me cuentas. Gracias por leer.
ResponderEliminarpD. elíge un nick para recordarte.