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“Tienes
que ir por la derecha, es al fondo todavía”, guiaba Lucía. La Herradura queda
más allá de lo que él recordaba en espacio y tiempo. Cuando era niño, visitaba
con su familia en el mismo auto manejado por su padre. Sólo queda una foto de
aquel recuerdo, Javier sentado en la maletera del mismo viejo auto japonés del
96 que él maneja ahora.
No
llegaron a la playa, bajaron a mitad del camino para ver el momento en que el
fraile saltara de los peñascos. Como muchos de los curiosos, guardaban el
íntimo deseo de verlo morir ante sus ojos. Felizmente, encontraron un lugar, en
una curva, donde apenas había tres borrachos tranquilos a plena luz del día.
Por partes, no era clara la separación de la vereda y la pista, por lo que el
auto de Javier parecía haber invadido el sardinel.
Bajaron
del carro y Lucía dio unos rápidos saltos en un pie hasta el muro y se sentó.
Javier tomaba sus hombros detrás de ella y le decía cosas al oído. Ella lo
manoteó como quien espanta una mosca: “Ya se va a lanzar, déjame mirar”, dijo
Lucía.
Eran las
últimas clavadas de la tarde. Javier quiso tomar la foto, encuadró como pudo al
restaurante “El salto del fraile”, el suicida encapuchado y la marea que
salpicaba. La falta de luz otorgaba al cuadro una atmósfera terrorífica. Parado
en un balcón natural del despeñadero, el hombrecito miraba las olas, las
conocía, probablemente sabía los nombres de cada una de las que venía, hablaba
con ellas o con las profundidades escondidas por ellas y que los demás
asistentes desconocían o se negaban a ver. Tres curiosos lo miraban de cerca,
el fraile estaba solo.
En un
momento junta sus manos a la altura del pecho, reúne fuerzas, flexiona las piernas
y se suspende en el aire, la caída es libre, el viento descubre su rostro y el
clavado es recto. La concurrencia aplaude y el fraile no aparece. Todos se
preocupan, en el fondo anhelan que las corrientes que tanto conoce lo
traicionen y se ahogue. Lucía sabe que no demorará mucho en salir, confía
ciegamente. Javier no desea eso, será perfecto ver morir al fraile, él estudia
periodismo y tendría la historia perfecta del mini-Dios que desafió al mar por
última vez ante sus ojos y los de su chica esquiva.
Emerge,
el pastor de los mares vuelve a la vida. Ha visto cercana la muerte tantas
veces el mismo día, que las olas son un abanico para ese nuevo hombre que,
sorprendentemente, empieza a dar brazadas y cruza hacia el peñasco de donde
miran Lucía, Javier y los parroquianos. Lo logra. Trepa por los peñascos, cuyas
trampas resbalosas y caminos laberínticos no son problema.
Unos
minutos después, sube, se acerca caminando a Lucía y Javier. El fraile extiende
la mano hacia Javier, él no puede creerlo, está pidiendo plata, se sorprende.
Lucía le lanza una mirada como diciéndole “¡de eso vive pues, huevón!” y Javier
saca de su billetera unas cuantas monedas amarillas. No tiene más. Dos faroles
se prenden, son los ojos furiosos del fraile. Va a decir algo: “Es suficiente,
hermano”, y saluda a Lucía con un beso para volver todo más confuso.
–¿Cómo está tu pie,
Lucía? –pregunta el fraile. La familiaridad es evidente–.
–Bien gracias,
Octavio –coloca un billete cautelosamente en sus manos–. No estés mucho tiempo
mojado que puedes resfriarte –aconseja Lucía, como si de un hijo se tratara–.
–No es problema, mi
cuerpo está acostumbrado. ¿Quién es tu amigo?
–No es mi amigo, sólo
me acompaña –corrige Lucía–. Se llama Javier.
–Hola –saluda Javier,
suave apretón de manos–.
–Encantado –reverencia
el fraile, amigo de Lucía–.
Es lo
último que logra oír, Lucía le pide que los deje solos un momento. Javier se
queda pensando en la extraña familiaridad con que Lucía le ha hablado al
fraile, el personaje que se robó la tarde. Tras despedirse de ella y no de él,
el mini-Dios lleva su pacifismo donde los borrachines, que beben un trago con
él.
–Por qué me miras
así.
–La pregunta es cómo
conoces al tipo –corta Javier–.
–Es algo que no te
incumbe, acompañante.
–Por si acaso, no me estoy
poniendo celoso, sólo quiero saber.
–Por si acaso,
tampoco me importa –se burla ella–.
–Estás ganando que te
deje aquí sola –amago de molestia de Javier–.
–¿Serías capaz? –vuelve
la niña indefensa a la carga–.
–Claro que no –se
rindió rápidamente Javier–.
–Entonces subamos. Ya
fue suficiente, sobre todo para ti. El fraile te vio perder.
Chorrillos
vio perder a Javier. Entraron al auto. Con las llaves en la mano, Javier miró
al fraile alejarse silente por el mismo camino por donde tendría que conducir.
Lo sobrepasaron, Lucía se despidió por última vez a través de la ventana.
Javier lo miró una vez más, avergonzado de haber deseado su muerte. Cuando
entraron al túnel de repente comprendió. Aquel personaje de vestidos marrones
que se había lanzado al vacío no era el mismo que emergió del mar.
La
Herradura entera era una reproducción fiel de los recovecos interiores de la
mente del fraile: rocas, pistas, comidas y curiosos que el tiempo le había
enseñado a controlar. Al salir del túnel, Chorrillos desapareció para siempre,
y eso ya lo había escrito el fraile.
Imagen por Madame Jac Portfolio |
Viernes,
06 de agosto de 2010
“¡Me quitaron el
yeso!”, exclamó Lucía por teléfono. Javier estaba del otro lado, alegre por
ella. Le preguntó dónde estaba. “En el Hospital Militar”, respondió ella.
Javier vivía cerca y se ofreció a pasar por ella.
–¿En cuánto vienes?
–preguntó Lucía–.
–Dame cinco minutos
–pisó el palito Javier–.
–Debí suponerlo, tú
no cambias.
–Ja ja ja.
–¿Vienes en carro?
–Hoy no. Sólo por eso
me llamas, ¿no?
–Of course not, hunny.
–¿Qué?
–¡Vente rápido! ...
no puedo creer que esté diciéndote esto.
Javier
nunca había entrado al hospital de los militares. Sospechaba que muchas
historias podían correr dentro de esas paredes verde y blancas apostadas en el
cruce de las avenidas Brasil y Marina, al pie de un puente sucio donde había
orinado muchas mañanas al volver de reuniones interminables con Jorge Vilela,
su amigo.
La única
historia que sabía de oídas involucraba a unos ex-combatientes de la guerra
contra Ecuador que padecían el “síndrome del miembro fantasma”. Una docena de
soldados mutilados, que no murieron por las minas antipersonales que sembró el
gobierno ecuatoriano el año 95 recibían, como parte de la atención psicológica,
un peculiar beneficio: salidas los fines de semana. Los llevaban en camionetas
a los prostíbulos de la avenida La Marina, pagaban por el regocijo de las
bailarinas y volvían temprano por la puerta trasera del hospital.
Quien
pagara la factura era lo de menos. Fue parte de un tratamiento muy humano que
recibieron por parte del Estado esos guerreros que, una o las dos piernas
amputadas, despertaban muchas noches a causa de picazones o dolores en las
piernas que ya no tenían unidas a su cuerpo. El cerebro demora en reorganizar
esa información sensorial, esa carencia y continúa recibiendo los impulsos
eléctricos de los nervios ahora convertidos en muñones. Y Javier sentía su
corazón hecho un muñón por una chica del pasado que, tal vez, se cuestionaba,
no lo dejaba querer completamente a Lucía.
Si Lucía
se atendía en el Hospital Militar era por un beneficio que le daba ser hija de
quien era. Su padre, Pedro Castello, era un olvidado agente del ex Servicio de
Inteligencia del Ejército que luego fue derivado a un puesto alto en la Sunat y
ahora detectaba y perseguía deudores del Estado como en su tiempo lo hizo con
senderistas avezados.
No sabía
cómo entrar, así que llamo a Lucía. “Ven, estoy en Emergencias”, le dijo. Javier la fue a buscar, preguntó a un
cachaco dónde quedaba. Finalmente encontró la puerta, entró.
–¿Por qué estás acá? –preguntó
al ver a Lucía. Extrañamente se dejó besar la mejilla–.
–Las citas se sacan en esta ventanilla–explicó ella–. ¿Me
esperas?
–Otra vez tu pie,
supongo.
–No, el doctor quiere
que me haga un chequeo general.
–Mañosazo, seguro
quiere verte de nuevo.
–Nada que ver, me
dijo que era de rutina y como no me cuesta.
–Ok, te espero.
Al alejarse no caben
dudas, Lucía camina perfecto, tiene el pie recompuesto. Es decir, camina
normal, como siempre ha caminado, con el trasero un poco levantado y las
piernas apuradas. El mínimo sonido arrastrado de los tacos como compañía.
–A dónde me vas a
llevar –indagó ella, tras terminar los trámites–.
–Vamos a Jesús María,
allí podemos comer algo.
–¿Anticuchos o
picarones?
–Lo que quieras, pero
déjate engreír.
–Ya veremos.
Ella no
dijo nada cuando Javier la llevó al paradero de micros. “Estaba rara,
normalmente hubiera pedido un taxi para que yo pagara”, contó Javier,
sorprendido, a su amigo Jorge Vilela. Pagaron cincuenta céntimos por cabeza y
bajaron en Plaza Vea, desde allí caminaron hasta uno de los puntos obligados
por la Ruta del Pescado: el Mercado Central del distrito, un promocionado
destino turístico y gastronómico de las fiestas patrias que se avecinaban; no
obstante su superficial suciedad. Javier y Lucía paseaban por el boulevard, una
calle donde conviven las bodegas, anticucherías, picaronerías y los discos
pirata.
Entraron
a la picaronería “Doña Eulalia”. No bien entró, Javier se sintió tras las
líneas enemigas, un viento helado le indicó que no dé un paso más, el campo estaba
minado. Así que le dijo a Lucía que fumaría un cigarro antes de entrar. “¿Si tú
no fumas?”, observó ella. Y Javier fabricó al instante otra excusa: “Voy a ver
cuánto cuestan los anticuchos al otro lado”. Tras unos minutos afuera, volvió
más tranquilo.
“Qué
careros, una porción por 5 soles”, volvió Javier. Tomó asiento y percibió algo
extraño, Lucía ya había entablado conversación con la picaronera de cabello
canoso y su nieta. Tanto que estaba terminando su porción que, según dijo, fue
cortesía de la señora Eulalia. La tuteó. Ordenó una porción más y demoraron en
traérsela. Lucía rió. Insistió y la picaronera le dijo con voz ronca:
“¡espérese joven, ¿no ve la cola?!”. “Eulalia maleducada carajo, encima que
vengo a tu chingana, me tratas así”, pensó Javier. Doña Eulalia escuchó sus
pensamientos, volteó y dijo: “¡Chingana será tu casa, mocoso!”. Javier volvió a
su asiento muñequeado.
Ella no
tomó mucha importancia del incidente con Doña Eulalia, es más, la defendió,
dijo que habían hablado cuando se demoró afuera. Luego planearon una salida el
fin de semana, tal vez una salida en parejas con la novia del gordo Vilela en
un antro barranquino. Ella estuvo de acuerdo, con la condición de que luego la
devolvería a su casa.
Decidieron
pedir la cuenta, Eulalia les estaba cobrando por dos gaseosas personales que no
habían pedido. Javier reclamó, Doña Eulalia le respondió: “Si no quieres pagar,
anda nomás hijito”. A Javier le entró la pena y pagó el sol que injustamente le
propinaron. Agarró su cosas, juró no volver más y tomó a Lucía de la mano para
irse. Ella se soltó y dijo que iba al baño.
Al salir,
confirmó que las mujeres de esa fonda se habían coludido contra él esa noche.
La señora Eulalia, venerable anciana y aprendiz de bruja, lanzó una frase que
recordaría: “Hay hombres que no nos merecen, hijita”. Lucía agradeció el gesto,
“¡gracias señora!”, y nuevamente Javier quedó desencajado. Sintió que su
celular vibraba, lo sacó del bolsillo pero estaba apagado.
Miércoles,
18 de agosto de 2010
Cinco amigos con
media caja de cerveza conversan en un parque. Mientras unos conversan de autos,
tarjetas de crédito y novias estables, dos son los que se apartan de ese mundo
que sienten un poco ajeno e intercambian puntos de vista sobre las mujeres que
los torturan.
–¿Qué harías tú, Jorge?
–pregunta Javier–.
–Huevón, me agarro a
Lucía sin pensarlo –responde Vilela–.
–Se nota que le
tienes estima –responde Javier– .
–Es la mejor flaca
que has encontrado, con eso te digo todo –sentenció Jorge el Gordo Vilela– .
–A ella también le
caes bien –dice Javier–.
–¿En serio, por qué?
–pregunta Vilela–.
Javier le cuenta que
Lucía cree que él es un chico bueno. Ahondan un poco más en el tema mientras se
encargan de comprar las siguientes seis cervezas. Pagan los amigos de las
tarjetas de crédito.
–¿O sea que con un
videíto trucho te perdonó? –pregunta de nuevo Javier en el camino–.
–Así es, se comió
todo el numerito que hice –se ufana Vilela–.
–Qué se va a hacer,
cuando uno es actor, es actor, mi amigo –lo animó Javier–.
–Mira, hasta me
compró esta polera Rip Curl –muestra Vilela–.
–De todas maneras,
ten cuidado, esa chica está destinada a destruirte –vaticinó Javier–.
–¿A qué te refieres?
–se extraña Jorge, que va abriendo la segunda ronda de botellas, han vuelto con
sus amigos.
–Son sus ojos, he visto
como te mira y creo que sabe algo más que no te ha dicho –respondió Javier–.
–¡Fantástico!, puedo
hacer una película de eso: mujeres que buscan hombres para destruirlos –dijo
Vilela, poseído por el cineasta que lleva dentro–.
Voltea Nicolás, el
chico que hablaba de novias estables (habiendo perdido una hace poco) que en
gustos era el más parecido a ellos.
–¿De qué hablan?
–preguntó Nicolás–.
Nicolás se planteaba
abandonar su carrera de Administración por tocar en una banda de rock. Estaba
enamorado de una niña de rasgos orientales, era dos años mayor que ella. Habían
sido novios y ella lo había dejado. No dio mayor explicación, sólo se sabe que
se aburrió de él, esto lo supieron sus amigos cuando Nicolás les contó a ellos
que visitaba a su chinita siete veces por semana y trataba de estar a todas
horas con ella. Lo peor es que él contaba todo esto con una felicidad obscena.
–Tarde o temprano te
iba a dejar –sentenció el cuarto amigo que voltea–.
El quinto amigo que
interviene le pide a Nicolás que deje de hablar así de ella. Que hay más
mujeres en la vida de las que va a gozar y de las que se aprovechará. Que no se
preocupe, que más bien chupe rápido porque necesitan el vaso. Javier le
recrimina que sea tan rata, que si quiere engañarse con su chinita está en su
derecho. El quinto amigo le reclama “y tú qué sabes de flacas”. Se arma una
pequeña discusión.
Vilela sale a favor de
Javier y el cuarto amigo a favor del quinto. La gresca verbal entra en su
apogeo cuando la medianoche cae. Los secos se intercalarían con los vituperios
hasta el amanecer. Los cinco se volvieron cuatro, luego tres y volvieron a ser
dos. Una vez más, Javier y Jorge resistieron la llegada del final.
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