Imagen por Iztieta |
Martes, 21 de setiembre de 2010
La
noche permitía el paso de su mirada. Lucía permanecía callada, mirando las
nubes que se habían ordenado como un ejército de genios gigantes que
custodiaban los actos del chico impertinente. Ella dejaba que Javier la
entretuviera con sus fábulas y naderías. No le había dicho ni una letra del
cáncer al cuello que tenía, no lo necesitaba para vencerlo. Por ahora, las
anécdotas de Javier en clase de Fotografía Periodística, la narración del derrame
de los químicos (que revelan las fotos en blanco y negro) encima de la
profesora la distraía, tanto que la noche permitió que brotara una sonrisa de
ella.
Cada
tanto, Javier preguntaba si le pasaba algo, la notaba rara y se conformó con el
mentiroso “no pasa nada”. Él no sabía que había un tercero entre ellos, un
componente invasor amamantado en secreto por los tejidos celulares del cuello
de Lucía. Quiso decírselo, en un momento se animó, pero estuvo tan burlesco con
las personas, tan farragoso en sus anécdotas, tan bebé, que lo sintió poco
serio e inmaduro para entender las cosas que le pasaban y dejaban de pasar en
aquella banca poco alumbrada de la universidad.
Abrió
su bolso mostaza. Sacó un lapicillo y un espejo que tomó con su mano izquierda,
abandonó su bolso al costado y empezó a delinear una belleza que en verdad
nunca abandonaba su rostro. Al sentir que su monólogo era ignorado, Javier
quiso curiosear y metió la mano en el hoyo oscuro del bolso. Encontró un
cuaderno verde marca Loro un poco descuajeringado. “¡Deja eso!”, exclamó Lucía
al ver un pedazo de su intimidad en peligro. Allí guardaba varias anotaciones
que la comprometían, alguna de las cuales involucraban a Javier.
Él
quiso despeinarla un poco. Se levantó de la silla donde estaban y la esquivó
una y dos veces. Lucía se quedó quieta, no le seguiría el juego a ese
parlanchín. Sólo atinó a advertirle que le devolviera el cuaderno verde en ese
mismo momento. “Lo voy a ver y ahorita te lo devuelvo”, se excusó él que, zorro
del desierto que huele la carne podrida a mil metros, sintió la desesperación
de Lucía y activó sus ganas de rayar su paciencia. Hojeó el cuaderno, le dio
vuelta, examinó la letra ininteligible de abogada de Lucía y siguió avanzando.
Hasta que se detuvo en una hoja fechada tres días atrás.
“examen de derecho constitucional,
avanzar lecturas. comprar yogurt frutado en metro. estoy muerta, visitar al oncólogo.
me duele el cuello y caí en su juego”.
Era
el cuaderno de anotaciones de Lucía, un ayuda–memoria de su vida, una planificación
en letras minúsculas de los días que vendrán. Se preguntaba si las oraciones cayeron
en ese orden por azar o por caprichos de ella. “Estoy muerta, visitar al
oncólogo”, repitió con las manos alzando el cuaderno. Lucía volvió por última
vez a la carga. No pudo quitarle el cuaderno, se sentía ofendida e indefensa.
–¿¡No
entiendes lo que te digo, imbécil!? ––enfureció ella––.
–Entiendo
lo que no me dices, qué pasa, ¿por qué la molestia?, ¿cómo que estás muerta? ––preguntó
él––.
–¡Porque
lo estoy! ––gritó ella y rompió en llanto––. No te conté, tengo cáncer ––dijo,
arrugando la voz––.
Javier
quedó en una pieza, sus huesos se molieron, no sabía en qué lugar del alma
posar su pena. Atinó a preguntar lo que había escuchado claramente. Ella le
confirmó que le habían detectado un edema en el cuello. El cuaderno verde cayó
de sus manos y de su boca sonó “perdoname”.
–¿Te
duele? ––preguntó Javier––.
–Eso
es lo raro. No siento nada.
–A
ver, déjame tocar.
–Ni
se te ocurra. El doctor dijo que hay un 60 por ciento de probabilidades.
La
noticia vuelve a impactar a Javier, que se sienta a su lado y piensa. Lucía
puede morir, un bulto en el cuello ha alarmado a un doctor que se juega 60
fichas contra 40 que Lucía tiene un cáncer en esa zona que ha besado tantas
veces. Le da rabia, confirma su desconfianza hacia los doctores. Todos
manipulan, encubren y ahora apuestan como si de un bingo se tratara. O sea que
se puede dividir la enfermedad de una persona y por tanto a ella también. Si luce
radiante y delicada, cómo puede creer que ahora se vaya a morir. ¿Puede
destruirse tanta belleza?
–No
me importa ––afirma ella––. Mi vida sigue como siempre.
Un
vientecillo moviliza un hilo del cabello de Lucía a las narices de Javier que
responde con un estornudo impertinente. La oscuridad del lugar traga a los
amantes. Javier no sabía cómo reaccionar ante la noticia de Lucía, nadie sabe
qué hacer cuando la noticia es el cáncer. Se limitó a escucharla y tratar de no
malograrla de nuevo.
Luego
quiso distraerla del tema con sus comentarios siempre disparatados. Lucía se
mostraba fuerte, no asomaba ningún atisbo de tristeza, sólo el repentino peso
de la muerte en sus palabras. Javier tuvo la sensación de estar ante un cadáver
y le parecía injusto el destino que ella presagiaba para ella. La belleza
muerta no existe si palpita la risa en sus palabras.
Lucía
tomó su cuaderno verde, lo guardó y se fue. Javier la vio caminar diez pasos y
reaccionó, corrió y la alcanzó. “¡No me toques!”, advirtió ella con los ojos
llameantes. “Lucía espera”, trató de calmarla, se puso delante de ella. Todavía
no había nadie, a cincuenta metros, la cafetería de Letras era el primer lugar
lleno de gente, los alumnos estudiaban, ¡maldición, tan tarde, lárguense a sus
casas!, pensó Javier.
Antes
de llegar a la cafetería con Lucía, Javier se acobardó y detuvo su marcha, la
dejó irse porque no quería que lo vieran discutir y perseguir a Lucía,
significaba hacer el espectáculo para los demás. Si él estudiaba periodismo era
para jamás estar al centro de la noticia, sino que sea él quien señale a los
pillarajos de la política y la farándula local, que lo mismo era.
La
vio caminar robusta y molesta, no parecía la chiquilla frágil que segundos
antes habló de morir. Ahora le había mostrado los dientes. No aguantó una
intromisión más de Javier y se despidió como si fuese para nunca más verlo. Él no se quedó contento, la siguió de lejos,
tomó el camino de los rosedales de la universidad, desde donde espió
cómodamente, él pensó que saldría pero vio que entraba a la biblioteca.
Se
acercó tomando las precauciones para que no lo viera si volteaba; a la vez
rogaba no encontrarse con ningún compañero. La vio subir al segundo piso de la
biblioteca, encontrar un amigo al que le pidió su laptop para entrar al Facebook
e iniciar la venganza que ha tomado popularidad en la juventud confundida de
estos tiempos de redes sociales: eliminar contactos, porque eso son, fríos
contactos, témpanos de hielos cibernéticos ordenados por algoritmos, mas no
amigos.
Javier
la vigilaba sin que ella lo sepa. Fue testigo del recorrido del ojo de Lucía en
su Facebook, se sentía un vouyerista cibernético. Sin darle click a los números
en rojo que indicaban novedades en su vida social on-line, Lucía revisó el perfil
de Javier Marsano sin sospechar que él la espiaba desde atrás, camuflado tras un
libro de abogados de los tantos que hay en el segundo piso. A lo lejos, reconoció
su muro y la quedó observando, inquieto por saber qué cosas miraba: apretó dos
veces la opción de “publicaciones más antiguas” y ojeó rápidamente los enlaces
que un par de chicas habían puesto con encabezados en doble sentido. Vio las
fotos, retiro unos estratégicos “me gusta” y procedió al desenlace.
Rápidamente,
fue a la opción “Reportar/bloquear” y le dio click. “Eliminar a Javier Marsano
de tu lista de amigos”, era la tercera opción que eligió sin chistar. Mediante
un aviso, Facebook dijo “gracias” y le recomendó qué hacer ante un caso de
acoso cibernético. Ella pensó que ojalá dijeran qué hacer ante el acoso real
que Javier hacía. Refrescó la página y lo vio, el muro estaba en blanco, Javier
ya no era su amigo. No quedó contenta y decidió bloquearlo, es decir, que Javier
no pueda encontrarla en Facebook si la buscaba desde su cuenta.
Listo.
Punto final, Javier, se dijo en su mente. En su casa lo borraría del Messenger,
invisibilizar su muro era más urgente, impostergable. Lucía se despidió de su
amigo y bajó las escaleras, Javier siguió escondido. Salió detrás de ella de la
biblioteca y caminó a sus espaldas. Ella seguía resuelta, giró en el árbol y
sintió la necesidad de mirar atrás. Plantó sus tacos en el piso y volteó, allí
estaba Javier, aventándose a las plantas para no ser visto. Patético, pensó
ella y siguió caminando.
Volvió
a doblar en el Cafetal, empezó a planear su venganza. Algo radical, pensaba,
pero qué. Al cruzar el Banco Continental y el par de cajeros, sentenció a Javier.
Él por su parte fue cauto, pensó en conversar con ella en el micro camino a
casa. No quería exponerse en la universidad a los gritos destemplados de Lucía.
Cruzaron el McGregor, el edificio más alto de la universidad, y Lucía lo miró
por última vez.
Al
llegar a la puerta, Lucía habló con el guachimán que custodiaba la entrada. Él
se volteó, Javier observó con cautela, estaba a diez metros de ellos, ¿qué le
vas a decir?, pensaba. Lucía no lo miró para no sentirse culpable de su
solución radical; él agudizó el oído y logró escuchar lo que hablaban mientras
ralentizaba el paso.
–
¿Quiero poner una denuncia por acoso, Walter, cómo hago? ––dijo ella, conocía
al señor––.
–
¿Segura, señorita? ––dijo el guardia y le miró el escote––.
–Como
que te lo estoy diciendo.
–
¿Qué ha ocurrido?, cuénteme.
–Un
chico me sigue por la universidad, lo vi hace un rato.
–Es
normal, señorita Lucía, usted debe tener club de fans.
–That´s not the point, Walter. El caso es que ese tipo me
perturba.
–Avisaré
en Intendencia. A ver, deme su nombre ––dijo el guardia––.
–Se
llama…
En
ese momento, Javier apuró el paso, no quiso escuchar más, no la creyó capaz de
denunciarlo por acoso, ¡nada menos! Nuevamente la cobardía, no quiso enfrentar
a Lucía ni afrontar un escándalo con el vigilante. Pensó que Lucía había
ordenado su apresamiento y que sería llevado a alguna cárcel universitaria (si
acaso eso existe) esa misma noche acusado bajo los cargos de depravado sexual o
lector de diarios íntimos.
Cruzó
los dedos, avanzó, pasó al lado de ambos, cerró los ojos luego de mirar a
Lucía. El movimiento de sus párpados fueron una venia hacia ella, una minúscula
reverencia para pedirle que no lo denuncie, que diera marcha atrás y salve su
pescuezo. Su crimen era gaseoso e improbable, nada menos que haber leído el
cuaderno secreto de la niña Lucía (que por otra parte no le pareció tan revelador),
pero todos sus miedos se juntaron al sólo pensar que perdería la libertad y la
tranquilidad por culpa de esa niña violenta y arrebatada que conversaba con el señor
de seguridad. Total, ella era la abogada, ella conocía bien su proceder esa
noche y podía inventar una argucia legalista para provocar una llamada de
atención por parte de las autoridades universitarias.
“¡Oiga usted, señor Marsano,
venga para acá!”, pensaba escuchar en cualquier momento. Rogó que el guachimán
no lo llame, cruzó los dedos y no se detuvo. No quiso mirar atrás, imagino una
cueva en cuyo fondo yacía una mujer capaz de depredar al ser más peligroso, al
enemigo más pintado. No necesitaba de genios gigantes que expiraban con el
viento para eliminar del juego al idiota que no había respetado su espacio, sus
letras y ahora odiaba con rabia.
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Interesante. Siempre me mantienes a la expectativa. Sería paja que renovaras tu banner =).
ResponderEliminarAdele
Hola Adele, esta semana estamos en eso. Queremos cambiarle la cara al blog. Sólo falta la foto perfecta. Gracias por comentar, vuelve.
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