martes, 24 de enero de 2012

XIV. Delete (1)

Imagen por Iztieta

Martes, 21 de setiembre de 2010
La noche permitía el paso de su mirada. Lucía permanecía callada, mirando las nubes que se habían ordenado como un ejército de genios gigantes que custodiaban los actos del chico impertinente. Ella dejaba que Javier la entretuviera con sus fábulas y naderías. No le había dicho ni una letra del cáncer al cuello que tenía, no lo necesitaba para vencerlo. Por ahora, las anécdotas de Javier en clase de Fotografía Periodística, la narración del derrame de los químicos (que revelan las fotos en blanco y negro) encima de la profesora la distraía, tanto que la noche permitió que brotara una sonrisa de ella.

Cada tanto, Javier preguntaba si le pasaba algo, la notaba rara y se conformó con el mentiroso “no pasa nada”. Él no sabía que había un tercero entre ellos, un componente invasor amamantado en secreto por los tejidos celulares del cuello de Lucía. Quiso decírselo, en un momento se animó, pero estuvo tan burlesco con las personas, tan farragoso en sus anécdotas, tan bebé, que lo sintió poco serio e inmaduro para entender las cosas que le pasaban y dejaban de pasar en aquella banca poco alumbrada de la universidad.

Abrió su bolso mostaza. Sacó un lapicillo y un espejo que tomó con su mano izquierda, abandonó su bolso al costado y empezó a delinear una belleza que en verdad nunca abandonaba su rostro. Al sentir que su monólogo era ignorado, Javier quiso curiosear y metió la mano en el hoyo oscuro del bolso. Encontró un cuaderno verde marca Loro un poco descuajeringado. “¡Deja eso!”, exclamó Lucía al ver un pedazo de su intimidad en peligro. Allí guardaba varias anotaciones que la comprometían, alguna de las cuales involucraban a Javier.

Él quiso despeinarla un poco. Se levantó de la silla donde estaban y la esquivó una y dos veces. Lucía se quedó quieta, no le seguiría el juego a ese parlanchín. Sólo atinó a advertirle que le devolviera el cuaderno verde en ese mismo momento. “Lo voy a ver y ahorita te lo devuelvo”, se excusó él que, zorro del desierto que huele la carne podrida a mil metros, sintió la desesperación de Lucía y activó sus ganas de rayar su paciencia. Hojeó el cuaderno, le dio vuelta, examinó la letra ininteligible de abogada de Lucía y siguió avanzando. Hasta que se detuvo en una hoja fechada tres días atrás.

“examen de derecho constitucional, avanzar lecturas. comprar yogurt frutado en metro. estoy muerta, visitar al oncólogo. me duele el cuello y caí en su juego”.

Era el cuaderno de anotaciones de Lucía, un ayuda–memoria de su vida, una planificación en letras minúsculas de los días que vendrán. Se preguntaba si las oraciones cayeron en ese orden por azar o por caprichos de ella. “Estoy muerta, visitar al oncólogo”, repitió con las manos alzando el cuaderno. Lucía volvió por última vez a la carga. No pudo quitarle el cuaderno, se sentía ofendida e indefensa.

–¿¡No entiendes lo que te digo, imbécil!? ––enfureció ella––.
–Entiendo lo que no me dices, qué pasa, ¿por qué la molestia?, ¿cómo que estás muerta? ––preguntó él––.
–¡Porque lo estoy! ––gritó ella y rompió en llanto––. No te conté, tengo cáncer ––dijo, arrugando la voz––.

Javier quedó en una pieza, sus huesos se molieron, no sabía en qué lugar del alma posar su pena. Atinó a preguntar lo que había escuchado claramente. Ella le confirmó que le habían detectado un edema en el cuello. El cuaderno verde cayó de sus manos y de su boca sonó “perdoname”.

–¿Te duele? ––preguntó Javier––.
–Eso es lo raro. No siento nada.
–A ver, déjame tocar.
–Ni se te ocurra. El doctor dijo que hay un 60 por ciento de probabilidades.

La noticia vuelve a impactar a Javier, que se sienta a su lado y piensa. Lucía puede morir, un bulto en el cuello ha alarmado a un doctor que se juega 60 fichas contra 40 que Lucía tiene un cáncer en esa zona que ha besado tantas veces. Le da rabia, confirma su desconfianza hacia los doctores. Todos manipulan, encubren y ahora apuestan como si de un bingo se tratara. O sea que se puede dividir la enfermedad de una persona y por tanto a ella también. Si luce radiante y delicada, cómo puede creer que ahora se vaya a morir. ¿Puede destruirse tanta belleza?

–No me importa ––afirma ella––. Mi vida sigue como siempre.

Un vientecillo moviliza un hilo del cabello de Lucía a las narices de Javier que responde con un estornudo impertinente. La oscuridad del lugar traga a los amantes. Javier no sabía cómo reaccionar ante la noticia de Lucía, nadie sabe qué hacer cuando la noticia es el cáncer. Se limitó a escucharla y tratar de no malograrla de nuevo.

Luego quiso distraerla del tema con sus comentarios siempre disparatados. Lucía se mostraba fuerte, no asomaba ningún atisbo de tristeza, sólo el repentino peso de la muerte en sus palabras. Javier tuvo la sensación de estar ante un cadáver y le parecía injusto el destino que ella presagiaba para ella. La belleza muerta no existe si palpita la risa en sus palabras.

Lucía tomó su cuaderno verde, lo guardó y se fue. Javier la vio caminar diez pasos y reaccionó, corrió y la alcanzó. “¡No me toques!”, advirtió ella con los ojos llameantes. “Lucía espera”, trató de calmarla, se puso delante de ella. Todavía no había nadie, a cincuenta metros, la cafetería de Letras era el primer lugar lleno de gente, los alumnos estudiaban, ¡maldición, tan tarde, lárguense a sus casas!, pensó Javier.

Antes de llegar a la cafetería con Lucía, Javier se acobardó y detuvo su marcha, la dejó irse porque no quería que lo vieran discutir y perseguir a Lucía, significaba hacer el espectáculo para los demás. Si él estudiaba periodismo era para jamás estar al centro de la noticia, sino que sea él quien señale a los pillarajos de la política y la farándula local, que lo mismo era.

La vio caminar robusta y molesta, no parecía la chiquilla frágil que segundos antes habló de morir. Ahora le había mostrado los dientes. No aguantó una intromisión más de Javier y se despidió como si fuese para nunca más verlo. Él  no se quedó contento, la siguió de lejos, tomó el camino de los rosedales de la universidad, desde donde espió cómodamente, él pensó que saldría pero vio que entraba a la biblioteca.

Se acercó tomando las precauciones para que no lo viera si volteaba; a la vez rogaba no encontrarse con ningún compañero. La vio subir al segundo piso de la biblioteca, encontrar un amigo al que le pidió su laptop para entrar al Facebook e iniciar la venganza que ha tomado popularidad en la juventud confundida de estos tiempos de redes sociales: eliminar contactos, porque eso son, fríos contactos, témpanos de hielos cibernéticos ordenados por algoritmos, mas no amigos.

Javier la vigilaba sin que ella lo sepa. Fue testigo del recorrido del ojo de Lucía en su Facebook, se sentía un vouyerista cibernético. Sin darle click a los números en rojo que indicaban novedades en su vida social on-line, Lucía revisó el perfil de Javier Marsano sin sospechar que él la espiaba desde atrás, camuflado tras un libro de abogados de los tantos que hay en el segundo piso. A lo lejos, reconoció su muro y la quedó observando, inquieto por saber qué cosas miraba: apretó dos veces la opción de “publicaciones más antiguas” y ojeó rápidamente los enlaces que un par de chicas habían puesto con encabezados en doble sentido. Vio las fotos, retiro unos estratégicos “me gusta” y procedió al desenlace.

Rápidamente, fue a la opción “Reportar/bloquear” y le dio click. “Eliminar a Javier Marsano de tu lista de amigos”, era la tercera opción que eligió sin chistar. Mediante un aviso, Facebook dijo “gracias” y le recomendó qué hacer ante un caso de acoso cibernético. Ella pensó que ojalá dijeran qué hacer ante el acoso real que Javier hacía. Refrescó la página y lo vio, el muro estaba en blanco, Javier ya no era su amigo. No quedó contenta y decidió bloquearlo, es decir, que Javier no pueda encontrarla en Facebook si la buscaba desde su cuenta.

Listo. Punto final, Javier, se dijo en su mente. En su casa lo borraría del Messenger, invisibilizar su muro era más urgente, impostergable. Lucía se despidió de su amigo y bajó las escaleras, Javier siguió escondido. Salió detrás de ella de la biblioteca y caminó a sus espaldas. Ella seguía resuelta, giró en el árbol y sintió la necesidad de mirar atrás. Plantó sus tacos en el piso y volteó, allí estaba Javier, aventándose a las plantas para no ser visto. Patético, pensó ella y siguió caminando.

Volvió a doblar en el Cafetal, empezó a planear su venganza. Algo radical, pensaba, pero qué. Al cruzar el Banco Continental y el par de cajeros, sentenció a Javier. Él por su parte fue cauto, pensó en conversar con ella en el micro camino a casa. No quería exponerse en la universidad a los gritos destemplados de Lucía. Cruzaron el McGregor, el edificio más alto de la universidad, y Lucía lo miró por última vez.

Al llegar a la puerta, Lucía habló con el guachimán que custodiaba la entrada. Él se volteó, Javier observó con cautela, estaba a diez metros de ellos, ¿qué le vas a decir?, pensaba. Lucía no lo miró para no sentirse culpable de su solución radical; él agudizó el oído y logró escuchar lo que hablaban mientras ralentizaba el paso.

– ¿Quiero poner una denuncia por acoso, Walter, cómo hago? ––dijo ella, conocía al señor––.
– ¿Segura, señorita? ––dijo el guardia y le miró el escote––.
–Como que te lo estoy diciendo.
– ¿Qué ha ocurrido?, cuénteme.
–Un chico me sigue por la universidad, lo vi hace un rato.
–Es normal, señorita Lucía, usted debe tener club de fans.
That´s not the point, Walter. El caso es que ese tipo me perturba.
–Avisaré en Intendencia. A ver, deme su nombre ––dijo el guardia––.
–Se llama…

En ese momento, Javier apuró el paso, no quiso escuchar más, no la creyó capaz de denunciarlo por acoso, ¡nada menos! Nuevamente la cobardía, no quiso enfrentar a Lucía ni afrontar un escándalo con el vigilante. Pensó que Lucía había ordenado su apresamiento y que sería llevado a alguna cárcel universitaria (si acaso eso existe) esa misma noche acusado bajo los cargos de depravado sexual o lector de diarios íntimos.

Cruzó los dedos, avanzó, pasó al lado de ambos, cerró los ojos luego de mirar a Lucía. El movimiento de sus párpados fueron una venia hacia ella, una minúscula reverencia para pedirle que no lo denuncie, que diera marcha atrás y salve su pescuezo. Su crimen era gaseoso e improbable, nada menos que haber leído el cuaderno secreto de la niña Lucía (que por otra parte no le pareció tan revelador), pero todos sus miedos se juntaron al sólo pensar que perdería la libertad y la tranquilidad por culpa de esa niña violenta y arrebatada que conversaba con el señor de seguridad. Total, ella era la abogada, ella conocía bien su proceder esa noche y podía inventar una argucia legalista para provocar una llamada de atención por parte de las autoridades universitarias.

“¡Oiga usted, señor Marsano, venga para acá!”, pensaba escuchar en cualquier momento. Rogó que el guachimán no lo llame, cruzó los dedos y no se detuvo. No quiso mirar atrás, imagino una cueva en cuyo fondo yacía una mujer capaz de depredar al ser más peligroso, al enemigo más pintado. No necesitaba de genios gigantes que expiraban con el viento para eliminar del juego al idiota que no había respetado su espacio, sus letras y ahora odiaba con rabia.

_______________________


2 comentarios:

  1. Interesante. Siempre me mantienes a la expectativa. Sería paja que renovaras tu banner =).

    Adele

    ResponderEliminar
  2. Hola Adele, esta semana estamos en eso. Queremos cambiarle la cara al blog. Sólo falta la foto perfecta. Gracias por comentar, vuelve.

    ResponderEliminar

Aunque sea una carita feliz... )=D