viernes, 31 de diciembre de 2010

V. La chica de la madrugada solitaria


Martes, 16 de diciembre de 2008
Lucía está sentada frente al único punto de luz que hay en la casa. Tiene puesta la pijama, la mirada fija en el monitor, los dedos danzarines y una taza de café humeante que la espera. Gestos diabólicos invaden su rostro mientras lee lo que le cuentan sus amigos virtuales. A pesar de la oscuridad, no equivoca el destino de sus golpes en el teclado como tampoco permite que las carcajadas broten de sus labios, ya que puede despertar a su mamá. “¡Apaga esa cosa, carajo!”, le ha gritado Doña Estela en noches anteriores.

Terminó las clases hace cinco días con la entrega de un ensayo para Bases Romanistas, debía ese curso desde primer ciclo, por el que se desveló tres noches con sus días. Sus horarios se descuadraban cada vez que tenía exámenes finales (en Derecho no existen “parciales”) así que aprovechó para dormir todo el día anterior. Entrada la madrugada, con el sueño resuelto, encendió la computadora. El sonido estruendoso de un avión que volaba debajo del nubarrón limeño le recordó que el vuelo de Javier saldría a las dos de la mañana y, con todo el ajetreo estudiantil, no había podido decirle adiós.

Por su parte, en el Jorge Chávez, pegado a dos maletas, Javier esperaba su turno en la pista de embarque. Como todo primerizo en viajes, su rostro encerraba tristeza y excitación a la vez. A lo lejos, colgados en la barra de seguridad, lo observaban sus familiares más cercanos y tres amigos lejanos que nunca imaginó que se tomarían la molestia de llevarle chocolates holandeses para despedirlo. No podía creer que él había firmado, meses antes, el contrato que lo obligaba a prestar mano de obra barata en un conocido fast food. “En qué estuve pensando”, riñó en silencio. Absorto en la idea de abandonar el viaje y quedarse como él quería, fue interrumpido por “Help”, la canción de The Beatles que había hecho su tono de celular.

Eran los siete números de un teléfono fijo de Lima.

-¿Aló?
-¡Javivi!
-No lo creo, ¿¡Lucía!?
-¡Y quién más que este pechito!, mi Javi, cómo estás.
-¡Lucía del Perú profundo!, aquí alegre de escucharte.
-No puedo creer que llegó el día, perdóname, no pude despedirme como se debe.
-No te preocupes, son tres meses, no será nada.
-Cómo que no, mi Javi. Si limpiar un baño demora una eternidad, imagínate tres meses haciendo lo mismo.
-Carajo, no limpiaré baños, trabajaré en McDonald’s con sueldo mínimo nomás.
-Es lo mismo, querido.
-En realidad, Lucía, quiero quedarme.
-No seas tonto, Javivi, olvida de una vez tus raíces altoandinas, será tu primer paso al estrellato. Cuánto peruano que se va termina como extra en películas gringas, a ver dime.
-No lo sé, en ningún lugar me sentiré como en casa.
-Mi Javi, deja de decir mariconadas, se macho y súbete a ese avión.
-Pero quién me obliga, Lucía, ¡nadie!
-Los gringos ya te amarraron con un contrato. Si no lo cumples, te cae la Interpol.
-¡A la mierda con los gringos!
-Pero piensa en las gringas, pues.
-Me han dicho que no pagan, que todas son choclonas.
-¿Pero las latinas?
-Sí, con ellas puede ser.
-No olvides ponerte doble media, hunny.
-Ja ja ja. Sabio consejo, Lucía, gracias de vuelta por llamar.
-De nada, de verdad espero que te vaya bien. Manda fruta.
-Vale. Oye, saludos a Tiger.
-Basta, no me nombres a ese patán que me vuelve la migraña. Siempre la cagas al final.
Javier le pidió a Lucía que corte la llamada antes que él. Ella aumentó algunas palabras de aliento a su despedida y él lagrimeó un poco sin que ella lo notase. Prometieron estar en contacto por Skype. Cortó y apagó su celular, agarró la taza de café sin verla, caminó hacia la ventana, observó el cielo ahora sí despejado y probó un sorbo con temor de quemarse la lengua. “Carajo, está helada”, lamentó.


Hechos-sin-fechar
Conoció a Vanessa en la clase de Bases Romanistas del Derecho Civil y, en tiempo récord, la hizo una de sus mejores amigas, al punto de contarle sus problemas de alcoba con Tiger. Por supuesto que la confianza era recíproca, las charlas después de clase sólo servían para darse cuenta que coincidían en varias teorías acerca de los hombres, se podría decir que estaban alineadas con el ideario femenino de dominación mundial. Como prueba de esa amistad, Lucía y Vanessa acordaron ir solas a un bar barranquino para seguir hablando de ellas y quejándose de sus respectivos novios.

Es infrecuente encontrar verdaderos amigos en Derecho, la facultad está llena de zancudos resentidos y gente de mala gana que estudia la carrera por presión de sus padres y ya se acostumbraron o se dan el lujo de aferrarse a este tipo de tortura en un país donde las leyes no existen. Visten de sastre en todas las clases para disimular un futuro prometedor, cuando tienen el alma biliosa, la moral podrida; en las aulas sólo reciben charlas magistrales sobre cómo romperle la mano a los tribunos o lecciones avanzadas de retórica. Luego de doce ciclos y seis meses por cada uno, estarán calificados para acomodar cualquier verdad según su conveniencia. Virtud que reserva para ellos una curul en el Infierno.

Vanessa era de este tipo: inescrupulosa, bandida y cizañera. Sumadas todas las maldades que le relataba a Lucía mientras tomaban pisco sours, merecía quemarse viva en el Infierno. Su padre, un pez gordo de las leyes chuecas, cabeza de un reconocido Estudio de abogados, le había enseñado que para burlar las leyes primero debía conocerlas. Por eso estudiaba Derecho, claro que como toda novata estudiante le importaban más las fiestas que las aulas (o en su defecto, armar fiestas en las aulas) y, si se aburría, probar una o dos bocas de los colegas más atractivos. Este lado maligno y calculador de Vanessa era admirado por Lucía.

Siempre se buscaban, se llamaban. Una vez, pasadas de copas, se besaron en la reunión de un amigo en común. Estuvieron juntas toda la noche, no hicieron caso de los chicos que las abordaban o invitaban a bailar. Vanessa contaba historias tenebrosas, Lucía no perdía su mirada fuera de los ojos orientales de su amiga. “¡Pero esta noche quiero hombres, vámonos de aquí!”, brindó Vanessa por última vez.

Recogieron sus cosas, se retocaron en el baño y huyeron a un antro sórdido de por allí. Acodadas en la barra, empinaron los codos y miraron a todos lados. Se anunciaba la tocada de The Pulgas, un grupo de rock recién entrado en escena que subió como la espuma gracias a su canción “No me rompan las pistas”, dedicada al alcalde de la ciudad y a la madre del vocalista que no lo dejaba ser músico. “¡Esta canción es para Castañeda y también para tu vieja!”, gritó el vocalista loco antes de empezar.

Se llamaba Damián Cáceda, un tipo flaco, de estatura considerable, cuyo cabello largo se empuñaba en una boina negra como las rafias al palo de una escoba. Tenía una chaqueta verde militar, un pantalón pitillo blanco, los pies descalzos y fumaba un porro. Pegaba tanto el micrófono a la boca que sólo se le veía la nariz prominente, unas pifias se oyeron pues Damián sostenía el bajo pero no lo tocaba. Parecía una versión rediviva de Jhon Lennon. Después de un par de canciones, se dirigió a la barra y se sentó al lado de Lucía. Vanessa la empujó y derramó un poco de su trago sobre él.

Le pidió disculpas pero Damián sólo reparó que el retazo de cabello que partía su rostro y se agitaba por el viento para terminar hundiéndose en sus labios mojados merecía una canción. “Algo bello es un goce perpetuo”, apeló Damián al verso de un poeta inglés que había leído. “¿Perdón?”, Lucía se hizo la sorda. “¿Cómo te llamas?”, la apuró Damián. Dijo su nombre y él trepó al escenario, casi se resbala. “Atención, gente, ¡miren!, una musa ensució mi chaqueta, se llama Lucía, esta va para ella”, dedicó Damián su última canción: “Mala linda”.

Acabada la presentación, Lucía esperó al cantante, Vanessa la acompañó, le aconsejó un par de cosas a su amiga y tomó un taxi apenas salió Damián. Él y Lucía conversaron varias cuadras, todavía no eran las doce, así que cada vez que encontraban una banca él se detenía, desfundaba la guitarra y le cantaba, muy atrevido, unos covers en inglés. Él no sabía que Lucía era bilingüe hace muchos años y sólo entendía que sus balbuceos destruían el idioma de Edgar Allan Poe. Ahí se dio cuenta que Damián era un posero, quiso preguntarle “¿y por qué tenías un bajo y no lo tocabas?”, pero no quiso ser odiosa y le preguntó “¿De dónde te inspiraste para escribir No me rompan las pistas?”, como burlándose, pero Damián la sorprendió. “Aborrezco al alcalde por romper las avenidas, y todas a la vez, de la ciudad que mi madre me enseñó a caminar, pero también odio a mi madre porque no me deja ser músico. He ahí mi dilema”, dijo. La respuesta calentó a Lucía que, aburrida y sin frenos, lo besó.


Lo besó toda la noche, le quitó el esmalte de los labios, succionó toda la sangre de sus venas, anuló sus defensas, empalideció su cara, desmembró sus argumentos de guitarrero de esquina, deshidrató su lengua, mordió sus ojos, desarmó su juego barato de roquero bohemio, a punta de besos envenenados lo hundió en sus miedos más secretos. Damián no tuvo fuerzas para llorar cuando admitió que nunca llegaría a ser un músico completo, que sus letras apestaban, igual que su banda, ese pozo de garrapatas, también era mierda pura, ahora no era más el amante de la poesía y de la noche que aparentaba, sino un yerro genético, cuyas composiciones apenas susurraban talento innecesario o el premio inmerecido para poder llamarse músico, en la más sucia y encantadora acepción de la palabra. Si la música no nace como caen las hojas de los árboles, mejor no insistas, le disparó Lucía. Nadie le pidió su opinión sobre este decaído músico bribón pelilargo, pero aquella mujer sabía cómo ser abyecta y desalmada, capaz de someter al más grande pendejo con una pizca de sus carnes y sus besos errabundos.




CONTINUARÁ.


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Este es un paseo de navidad-año-nuevo que realizamos por el Downtown limeño. Es nuestra forma de saludarlos por estas fechas especiales. Esperamos que hayan pasado una buena navidad y que cabalguen sobre este cabrón 2011. Dale PLAY.

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