jueves, 22 de diciembre de 2011

XIII. Primavera que se va

Continuación de: XII. El mundo sigue en un pie

Imagen por Maria Kallin


Jueves, 30 de setiembre de 2010
Lima estaba movida, debatía su futuro entre la candidata socialista del Partido Verde y la conservadora del Partido Nacional, dos fuerzas políticas que revivieron en las últimas elecciones municipales. Era fácil saber por quién votaría Lucía, su corazón popular la hacía predecible, pensaba Javier.

“¡Métanse la alcaldía al poto!”. Semanas antes, la publicación de una llamada privada de la lideresa del Partido Nacional había remecido sus bases. La furibunda candidata conservadora pergeñó una frase escatológica por defenderse de unos embates políticos en los que se sintió tocada. Por primera vez, los limeños sabían lo que un candidato pensaba de su ciudad. Lucía le bajó el dedo.

Corría el rumor que un pacto entre la candidata conservadora y Edgar “Mudo” Castañeda del Partido Metropolitano obligaba a la primera a postular por Lima. El Mudo postularía el año siguiente en las elecciones presidenciales. Ambos se apoyarían en cualquier caso. Eso lo sabía Javier, que tenía unos amigos dentro del mundillo periodístico.

Lucía no lo creía. Pedro Castello, su padre, postulaba para regidor del distrito de Lince y las veces que lo visitaba, éste negaba el pacto. “Esos ´Rabanitos´ ya no saben qué decir para ganarnos”, decía despectivamente. Lucía pensaba votar por la candidata conservadora pues su padre iba en la lista de ella, decisión de la cual desistió.

Ella zanjó su voto cuando la candidata conservadora declaró que ponía las manos al fuego por un empresario investigado por lavado de dinero. No obstante el estudio de abogados de Lucía, donde todos iban a votar por Lourdes Flores, espantados de Susana Villarán. “La gorda la tiene toda adentro”, le dijo Lucía a Peter, su mejor amigo abogado, antes de pedirle por teléfono que la acompañe al mitin de cierre de campaña del Partido Verde esa noche en el Campo de Marte.

Hechos–sin–fechar
Javier llama a Lucía, su viejo le ha prestado el auto para ir a la universidad así que quiere escaparse y llevarla a su casa. Ellos se buscan mutuamente como si fueran pareja, mas no han oficializado nada. Lo que importa es divertirse juntos, intuye Javier que por eso se buscan, él ha sido quien más la ha llamado en la última semana.

Lucía le dice lo siento, ya quedé con mi amigo, “un abogado de cuarta, seguro”, le responde Javier por mensaje de texto. Espera unos minutos y la llama. Le pide que deje a su amigo, que se vaya con él. Lucía le corta, luego devuelve la llamada y dice que todo está resuelto, que sale a las ocho de la noche y quiere llegar rápido a su casa.

Idea que se cumple a medias. Javier conduce a toda velocidad por la avenida del Ejército. Lucía no tiene miedo a la velocidad, lo que le agrada a Javier. Ella le cuenta que ha sido elegida miembro de mesa para las elecciones de la semana siguiente, Javier le gasta unas bromas por el arduo trabajo que tendrá. Ríen juntos. Se detienen en el rojo del semáforo de Salaverry. Al volver a verde, Javier voltea a la derecha, se dirige a ese parque de nombre engolosinado: La Pera del Amor.

Lucía, que hablaba con los ojos cerrados ––estaba cansada por su día en la universidad–– en todo el camino, se da cuenta del desvío cuando Javier estaciona a media cuadra del parque mencionado, era un lugar escondido por las sombras. “No pensarás que voy a salir en tanto frío”, le dijo. “No, vamos a quedarnos acá”, respondió.

“No pienso hacer nada contigo”, advirtió Lucía. Javier nuevamente tenía que convencerla con caricias, mimos y demás para besarla. Esta vez fue más difícil. Él ya estaba duro, sus lunas empañadas y Lucía aburrida. Acaso no quería jugar a los arranques carnales de Javier. “Estamos perdiendo el tiempo”, dijo, seca.

–No, sonso. Ya te dije que nada de nada.
–Estamos solos.
–Si hubiese querido te hubiera dicho que sí. ¡Pero no!
–Ya veremos, yo sé que tú quieres ––dijo, y posó sus dedos en sus brazos, erizándola––.
–Que quiera es muy distinto a que se lleve a cabo ––dice ella––.
– ¿Lucía, cuál es tu juego?
–Tu juego soy yo, idiota. Y si tú no me quieres, yo no te quiero.
–Te quiero, te quiero, eres mi mejor amiga en este momento. Me gusta pasarla contigo.
–Nada más para hacer esas “cosas”. No quiero eso, ni contigo ni con nadie. Si sigues así te eliminaré de mi vida y no quiero.
– ¿Por qué dices eso?
–Porque estoy molesta.
– ¿Qué he hecho? ––preguntó, cínico, Javier. Quizás ya sabía la respuesta––.
– ¡Existir! Te odio tanto que me dan ganas de llorar de cólera, del odio que siento hacia ti. Aj, maldita la hora en que te metiste a mi curso de Historia del Perú. Aj, aj, aj. Suéltame.
–Cálmate, no entiendo. No hice nada, legalmente estoy salvado. Soy inocente.
–No, me has amargado la noche. Te odio, Ringo ––nombre de su primer novio de mentira. Según Lucía, Javier y Ringo son parecidos en el físico––. Eso es lo que eres y me repudio. Te odio, Javier. En serio.
–No, Lucía. ¿Somos amigos o no?
–No lo somos.
– ¿Por qué me odias?
–Porque me repulsas. Pero a la vez me caes no tan mal y me gusta hablar contigo, pero no, te repudio más ––sus contradicciones parecían hechas a propósito, nacidos para la polémica––.
–Probablemente, Lucía, se acerque el día en que las cosas entre nosotros estén mejor. Sólo dame tiempo, por favor.
–Estás en drogas ––dijo ella, Javier quiso reír, se contuvo––. ¿No ves que me das asco?
–Deja de repetir eso. Creo que todavía puedo resarcirme. Tú no tienes la culpa de nada, yo solo me pongo las trabas. Yo soy el que no quiere estar bien completamente. Me aburre. A veces creo que no necesito a nadie más ––Javier se mostró débil––.
–Que te autosaboteas, es cierto. Es tu roche, es tu vida ––dijo Lucía, separando las manos con energía––. A mí no me interesa, sólo me jode que perturbes la mía.
–Yo quisiera no perturbarte. Quisiera perturbar otras vidas, no la tuya, eres mi amiga. Me quiero alejar de ti. Ya está, no voy a besarte ni nada de eso. Simplemente conversemos de las ardillas muertas, los venados saltimbanquis y de la primavera que se va.
–La primavera acaba de empezar ––acotó Lucía––.
–Acabas de llevártela tú.
–Yo te evito lo más que puedo.
–Lo de tu amigo era mentira, ¿no?
–En parte, creo.
– ¿En parte, tu amigo o tu mentira?
–Suficientes preguntas. Me voy de acá ––amenazó––. ¿Me llevas?

Volvió al asiento del piloto, Lucía se quedó atrás. Prendió el auto, pensó en las cosas que le impedían querer a Lucía en todas sus dimensiones posibles. Estaba solo, al tiempo la quería y no. Podía estar con ella como ella quería y a la vez no. Había descubierto un cariño distinto por ella, un amor de amigos le llamaba él.

Pendejo hasta las huevas ––le dijo Vilela, entre tragos––.

Jueves, 30 de setiembre de 2010
Javier salió raudo de clases, tomó un micro hacia el distrito de Jesús María. El mitin había comenzado hacía tres horas, pero él sabía que la candidata Villarán se tomaría su tiempo. “La tía es regia, eso es verdad”, se decía mientras escuchaba la radio por su celular. Las emisoras transmitían desde dos puntos álgidos de la noche. La candidata Flores despedía la campaña en San Juan de Lurigancho, en el cono este de Lima, cruzando el río enfermo de la ciudad.

Si bien su voto ya estaba decidido por la candidata del Partido Verde, iba en calidad de curioso, no de fanático, sino de sociólogo. Por lo tanto, no aplaudiría ni arengaría a favor de ella, simplemente se limitaría a observar los aplausos y la euforia de la que se rodearía, en busca de Lucía. Una corazonada le decía que ella estaba en el mitin, su pasión por la política la arrastraría hacia esa avenida llamada De la Peruanidad. Lo primero que hizo al bajar del micro, en la avenida Garzón, fue buscar un teléfono público para llamarla.

– ¡Lucía, no me cortes, estoy a la vuelta del mitin! ––dijo cuando respondió––.
–Ya, ¿y?
–Vine a buscarte. Dime exactamente dónde estás.
– ¿Para qué?, además cómo sabes que estoy en el mitin.
–Por la bulla. ¡Vamos, veamos juntos el mitin! ––Javier alzó la voz, en clave de ruego––.
–No me interesa verte, y mucho menos ver el mitin contigo. Además, ¿desde cuándo tú apoyas a Susana?
–Desde siempre. Pero no hay tiempo para explicaciones, se me acaba la moneda y no sé dónde estás.
–No te voy a decir, si quieres encuéntrame.
– ¿Estás con alguien?
–Con mi amigo Peter ––la llamada se cortó––.

Otra vez está con Peter, piensa Javier, que camina hacia el mitin. Da vuelta a la esquina, cruza al parque, en busca de las luces y la bulla. Está solo, nadie cuida esa zona. Todos los policías están en la despedida de la candidata. Javier avanza e ingresa al tumulto. A su izquierda, ve a la candidata eufórica, vitriólica y poseída por el monstruo oscuro de miles de almas enardecidas bajo el que se escondía Lucía.

“¡La esperanza ha vencido al miedo!”, proclamaba la candidata socialista con aire vencedor. Javier seguía buscando a Lucía con la mirada, por uno y otro lado. Temía encontrarla abrazada a Peter. Mucha buena espina no le daba aquel chico de anteojos gruesos y redondos. Alguna vez, en los primeros ciclos de la universidad, Javier fue el mejor amigo de otra chica cuando en realidad le gustaba. Por ello desconfiaba de todos los mejores amigos. Javier los tenía en el pedestal de los farsantes.

Llegó un mensaje de texto: “ya te vi, estoy al frente del estrado”, era Lucía. Caminó hacia allá. Villarán se dirigía al pueblo agolpado a sus pies y Javier miraba a Lucía, perdida en la multitud. No estaba, se movió, pidió permiso, estorbó a unas señoras sin encontrar a Lucía. Se quedó quieto, si Dios quiere que la encuentre, la encontraré, pensó.

La candidata se despidió. Algunos jóvenes desubicados vitorearon por su regreso como si fuera una estrella de rock a la que le faltaba una canción. Una voz ultraterrena presentó al grupo Los Mirlos. Javier miraba y miraba. De pronto voltea y ve con el rabillo del ojo que una chica rehúsa la lata de cerveza que un mercachifle le ofrece. Luego le ofrecen a él, también la rechaza, no iba a tomar solo.

Algunos se retiraron del concierto, en orden, pero dejando un cerro de basura. Pasaron los minutos y volvió a voltear hacía la chica, delgada, de polo azul y jean. ¡Era Lucía!, y Javier no se había dado cuenta. Estaba prácticamente a su lado. Antes de acercarse, no le tomó ni un segundo cavilar lo siguiente:

–En política no hay coincidencias ––dijo Javier, extrapolando su situación––. Qué casualidad que Lucía haya estado a mi lado tantos minutos sin pasarme la voz. Obviamente no quería pasarme la voz. Pero ella me dijo que estaba al centro, ahora la encuentro a la izquierda: ¿se movió para buscarme? Entonces algo olía mal, me había buscado pero no me pasaba la voz.

Estaban en un escenario político, en un mitin y Lucía bailaba detrás de Javier, él la miró de reojo varias veces. Fue a buscarla, tocó sus brazos y ella no volteó completamente la cara para mirarlo. Su gesto le advirtió que se mantuviera a varios metros.

Imagen por Izabela Goclik


Hechos–sin–fechar
Es media mañana, Lucía ha pedido permiso en el estudio para ir al Hospital a recoger los resultados de una ecografía que se hizo la semana pasada. La noche anterior fue atacada por la migraña y tuvo que tomar pastillas para dormir en paz. Mientras sale de su casa y camina al paradero, le escribe un mensaje de texto a Javier.

– ¿Me recoges, no? ––escribe––.

Escucha radio para olvidar el viaje interminable hasta el Hospital San Borja. En ese momento, cómo saber que el doctor tiene una mala noticia para ella. Cómo justificará Javier su poca memoria. Cómo aprenderá a combatir su suerte. Cómo si está atrapada en el tráfico infernal de Lima, que carcome los pasos y aletarga la existencia de sus habitantes, desvía sus destinos y empantana su trayecto.

El doctor Cedillo, un tipo que pinta canas, amigo de la señora Estela (madre de Lucía), la invita a echarse a la camilla. Lucía lo hace de buena gana, todavía no estira la sonrisa en llanto. Deja que le toque el cuello, cierra los ojos, se transporta a escenas de la infancia cuando su padre la besaba allí y la hacía reír. El doctor conoce los resultados, sólo quiere confirmar con sus manos el diagnóstico poco alentador. Al revisarla, parece relajar a la chica que tiene en sus manos. Para él es una paciente más, nuevamente piensa en ahorcarla, matarla allí mismo en su camilla y evitar el sufrimiento. Se controla.

Una vez sentados, le entrega el sobre donde constan los resultados. “La ecografía arrojó una anomalía en tus glándulas salivales”, dispara la noticia. “Se trata de células anormales, no me quiero adelantar todavía, tenemos que hacer más análisis”, dijo Cedillo. Lucía, que nada la derriba, se contuvo frente al doctor. “Lo siento”, se despidió él. Ella recién derramó lágrimas en el baño del quinto piso del Hospital, donde nadie la veía. Parada en el lavabo, escupió al espejo. Una mancha burbujeante caminaba sobre su reflejo mientras se destila. Ella enfureció, su saliva era su enemiga, el producto de un cáncer posible y estaba frente a ella, su enemiga.

No tenía a quién decírselo. Javier no llegaba, ¿se habrá olvidado? Ella vagó sin rumbo lo que quedaba del día. No fue a sus clases de la noche, no llamó a nadie del estudio. Tampoco llamó a Peter. Se podía salvar sola, pensaba, por eso no llamaba a nadie. Cuando por fin escuchó dos timbradas de Javier ya era demasiado tarde.

Por su parte, Javier apenas despertaba, estuvo soñando mientras Lucía vivía la pesadilla. Vio su reloj, marcaba la una de la tarde, inmediatamente recordó que tenía que estar al mediodía en el hospital San Borja. Se bañó, puso ropa limpia y desayunó en diez minutos. Al salir de casa, marcó el número celular de Lucía. No contestaba, deje su mensaje, cortaba. Llamó dos veces, como era su costumbre. Lucía no estaba para nadie. Si quieres salvarme tendrás tarea más difícil que sólo llamarme, pensaba ella.

No podía creerlo, se palpó otra vez. Su cuello de cisne estaba contaminado. Sus labios gloriosos que nadie podría recuperar.

Jueves, 30 de setiembre de 2010
No encontró respuesta. Peter observaba y parecía conocerlo de la misma forma que Javier lo conocía a él, por referencias vagas de Lucía. Seguramente, pensaba Javier, ella le había contado una versión reducida de la historia y lo había hecho quedar como el hijo de perra más grande de todos los fanáticos villaranistas. Tras un rápido escaneo mental, Javier supo que por más jodido que se ponga con Lucía, Peter no haría nada.

–Lo tasé en una ––le dijo, en tragos, Javier a Jorge Vilela––.

Javier se acercó dos veces más al oído de Lucía, que fingía no escuchar mientras bailaba la danza del petrolero a cargo de Los Mirlos. Ella es una profesional de la indiferencia. Le pedía al oído que se fueran juntos cuando el mitin acabase. Ella no respondía nada y bailaba frenética. “¿Si te invito una chela?”, disparó Javier. Tampoco le importó, y menos cuando Javier empezó a pincharle el vientre con sus dedos. Nada hacía mella.

Se podía creer que estaba impasible, que su danza expresaba calma, cuando en realidad, y Javier lo sabía, sólo estaba carburando el grito que lanzaría si él continuaba con su obstinada intención de hablarle. Lucía no quería escándalos, no quería por tanto que Javier la siguiera molestando. Tampoco le iba pedir ayuda a Peter, ella podía defenderse sola, jamás necesitó un hombre.

–No importa que antes la hayas hecho tuya, apenas te odie serás un mortal más para ella. No querrá, no necesitará hablarte, huirá de ti ––interpretó Jorge Vilela a la heroína del relato de su amigo––.

Javier le compró una lata de Cristal a los ambulantes que pululaban en el lugar. Necesitaba esa gasolina del valor que son las cervezas para encarar a Lucía. “Seño, se aprovecha que la gente tiene sed”, le dijo a la mercachifle por cobrarle cuatro soles por la lata. Se vació media lata de cerveza de un solo sorbo y caminó hacia ella. Antes que llegara, ella despegó sus pies del suelo y comenzó a caminar en la dirección opuesta.

Peter, que estaba congelado, comenzó a seguirla. Javier se hizo el tonto, fingió estar ebrio para justificar sus actos. Si bien no era bueno actuando, conocía el papel del borracho. Para comenzar, no le importaría si Peter intentaba defender a Lucía de su acoso político. Se vació la otra mitad de otro golpe, revolvió su cabeza y echó a andar. Peter y Lucía estaban lejos, apuró el paso y los interceptó al lado de una carretilla.

Un dedo en su hombro y dijo, “Lucía, tenemos que hablar”. Habló por fin: “no tengo nada que hablar contigo”. Eso ya era una victoria. “Quiero contarte algo pero es personal”, arremetió Javier. “Piérdete”, respondió. Desesperado, dio un manotazo de ahogado y dijo “amigo Peter, ¿me la puedo robar un momento?”. Peter se sorprendió cuando lo tutearon y no dijo nada, al contrario, siguió hablando con Lucía y los dos obviaron a Javier, como si no existiese.

Interrumpió por última vez. “Lucía, sólo van a ser tres palabras: yo te digo tres, tú me respondes dos y me voy”, dijo deformando la entonación de las palabras por su estado etílico. Soltó la mueca de sonrisa, era ella de vuelta, pero volvió a ser implacable: “Vete, no hagas que tenga vergüenza ajena por lo que estás haciendo”, fue implacable.

– ¡Al pincho la vergüenza!, escúchame un rato ––la cogió del brazo––.
– ¡Desaparece! ––dijo y volvió a hablar con Peter––.

Todo estaba perdido. Si Lucía hubiera aceptado hablarle, eran las siguientes palabras las que Javier necesitaba decirle:

Antes que sigas odiándome, debes saber que te quiero mucho, te estimo y creo que eres una buena persona. Si crees que me porté mal lo siento. No quiero lastimarte, tú no lo mereces. Quería que sepas eso antes de que sigas odiándome; ahora, puedes seguir haciéndolo.

Él ya sabía que todo estaba perdido. Decidió rendirse. Era patético perseguir a Lucía y Peter. Sentía que sobraba. Sin embargo, lo volvería a hacer: sólo haces tonterías cuando es por una chica que estimas. Lucía era una causa perdida, aceptó.

“Bueno, chau, chau… chau”, se despidió repetitivamente, buscando una respuesta que no llegó. Caminó derrotado, de vuelta a casa. Sólo, perdido y ebrio de emoción por el número que acababa de protagonizar. Cuando uno hace el ridículo se avergüenza para los demás y se enorgullece hacia sí mismo. El efecto de la cerveza había pasado sin que se dé cuenta, la euforia lo hacía sentirse todavía ebrio. La avenida había quedado sucia con diez mil papeles regados hasta en el pasto. “Sucios malditos”, pensó inmediatamente.

De pronto, pasó una chica tan linda como desconocida, de ojos verdes y estrellas negras tatuadas en los hombros. Ella tarareaba la canción emblemática del mitin: “Por una Lima para todos, ¡Susana Villarán!”. Un poco coqueto, le lanzó: “¡El domingo somos Partido Verde!”. La cerveza me pone optimista y demagogo, reflexionó al instante. La chica lo miró extrañada.

La campaña por recuperar a Lucía sería más ardua que cualquier otra. Se animó a crear su propio eslogan: “Porque Lucía me perdone, ¡SV!”, canturreó un rato en el camino. Cantaba para no deprimirse. Reía de sí mismo. Debajo de su soledad, por encima de su tristeza.

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Esta historia en una canción





Por error de cálculo, extendemos el plazo del envío de los textos de PLUMAS INVITADAS hasta el día 31 de diciembre de 2011
Envíenlas a [ blog.choteadas@yahoo.com ]
En un par de semanas salimos de vacaciones nuevamente :)

Por último:
¡Feliz Navidad!
Es el deseo sincero para todos los lectores 
ya no de este blog, sino de esta sola línea.


2 comentarios:

  1. gracias por desear feliz navidad aunque haya leído solo una linea :D
    no leere el post entero pero debo leer el anterior para ubicarme.
    bueno rei teni si se animan a venir estas vacaciones a arequipa avisen con anticipacion , muchos buenos deseos y suerte para la proxima 'pluma ganadora'

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  2. Este post es la continuación de la continuación, que a su vez viene de otra... y AAC estamos en deuda contigo.

    Todavía planeamos viajar a Arequipa para verte, hasta ya tenemos casa dónde llegar.

    Por ahora, te deseamos un feliz 2012 para ti también y que este año te pasen cosas que nunca te pasaron. Abrazos.

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Aunque sea una carita feliz... )=D