domingo, 2 de diciembre de 2012

La boda de mi mejor amiga (y más)

Continuación de Acompáñame a la boda


Imagen por Mauro Brancorsini

Alejaos de mí, buenas maldades,
dulces bocas picantes…
César Vallejo. DESHORA.



Escucho mi nombre y una copa se quiebra. Rosa brilla bajo el vestido blanquísimo,  finísimo, que la convierte en una novia feliz. Me llama a través de los parlantes.  No se ha olvidado de mí. Es momento de que Mauricio, su ahora esposo, lance la liga al tumulto de monigotes solteros y buenos-para-nada a los que me acerco paso a paso.

Mientras camino a mi ubicación de solitario codiciado, me percato de la risilla cómplice de Rosa, mi mejor amiga de Trilce, un colegio preuniversitario que se publicita con el logo insostenible de "Vive la universidad desde el colegio". Son los mismos ojos de niña, la que regalaba sonrisas rojísimas en los recreos de tercero de secundaria, cuando la conocí.

Rosa no me vio en la Iglesia, llegué tarde y tuve que sentarme atrás, junto a Catalina y su novio. Catalina es pintora, de sonrisa fácil, está un poco llenita. Ojo, no gorda, sino llenita. Una vez me quiso besar, pero no me dejé. Ignoraba el cariño febril que las mujeres de formas ubérrimas reservan para los flacos ojerosos como yo. “No llores”, me dijo Catalina luego que Rosa diera el “Sí, acepto” por el que algunos de la promoción nos nublamos de lágrimas por ver a nuestra compañera partir…

Como ordenan los manuales, cerraba mi saco a la velocidad de dos pasos por botón. Toño, Búho, Chupete y Papa-Lindo, los chancones del Quinto A, me esperan junto a otros tipos que parecían pingüinos. Ellos, ahora aspirantes a doctores, se pasaron la noche conversando de Medicina y recordando pasajes de la vida colegial en los que yo no estaba incluido. Me aburrían mucho o yo lo aburría a ellos.

Me mantuve absorto. Los bailes iban y sucedían. Un señor colocaba cervezas en mi mesa y estas me llamaban como las sirenas a Ulises. Todavía me quedaba corto con las primas y amigas de Rosa. Como en los bailes de primaria, ella me emparejaba con chicas olvidables a las dos canciones. Conversaba un rato con Jesús “Papa-lindo” Gómez, interno del Hospital Dos de Mayo, de humor filudo y mirada seca. A él le conté mis experiencias en el periodismo policial. Su cara se contaminó de malicia cuando le conté que conocía los más baratos burdeles del Centro de Lima. Al principio, me repelió, pero mis profundos conocimientos de la noche lo animaron a contarme su vida putañera.

Luego, llegaron cuatro amigos más de Papa-lindo. También estudiaban Medicina. Es sospechoso estar rodeado de tantos doctores en una mesa. Me sentía un enfermo terminal auto-medicándose pomo tras pomo de cerveza. Papa-lindo me presentó a Vanessa Dávila, cuya mirada había traspasado los valles del centro del Perú que me faltan conocer; cuyos labios conocían los mitos y leyendas jamás contados; cuya sonrisa había sido moldeada en los carnavales más alegres de su tierra: Huancayo. Va a graduarse apenas termine el internado en el Hospital Loayza, donde conoció a Jesús, el putañero.

Me posicioné estratégicamente a un costado del tumulto de pingüinos. El que va al centro, como Chupete, sabe que ganará la liga. O al menos peleará por ella que es todavía más ridículo que ganarla. Codear al del costado, extender los brazos, abrir grande los ojos y la boca, saltar quizás: ganar la liga implicaba actos de vandalismo matrimonial que no quería cometer.

El único premio de ganar la liga, a mi entender, era el baile posterior con la ganadora del buqué. Es en la inocencia de esos momentos donde un chico tímido y solitario como yo encuentra la ocasión perfecta para flirtear a discreción. Lástima que no gané.

Bailé con Vanessa y las copas de más hicieron que despliegue mi danza de robot poco aceitado. Ya no me escondía como en la foto de los pingüinos, sino que zapateaba con Vanessa a lo largo de la pista y creo que todos nos miraban o le miraban las piernas voluminosas que encendían el final de mi noche. Le propuse irnos, ¿a dónde?, me dijo. Mi celular vibró y salí contestar: la dejé sola. Me refugié de la bulla en una losa deportiva de afuera. Era Gabriel, quien me había prestado la corbata para la boda. Le dije que volvería en una hora para tomar con él y los amigos del Parque Osores.

Chupete se llevó la liga, gracias a que lo empujamos. Hay cosas que no cambian. Como que le pisó los pies a la ganadora del bouqué cuando bailaban. No recibió una cachetada por respeto a los novios. Sin embargo, Chupete sorprendió con su desaparición, ¿fue a buscar a su “Chupetina”? Mis compañeros de promoción también se fueron temprano. Yo les dije que me quedaba, quería convencer a Vanessa de irse conmigo al Centro.

Todo mantenía su brillo, las rosas de lejanas olían a teoría, los invitados exudaban alegría, muchas flores con vestidos de mil colores regaban las mesas, habían tres pisos de torta intocable, la novia dorada y yo deslucido ante tanto brillo. Había cruzado la mitad del camino de esa celosa noche de noviembre. Las serpientes que pululaban en el cerro me susurraban que todo había terminado en el club Revólver del Rímac, que me esperaba una musa rebelde en algún bar disidente de la Plaza San Martín. Que tenía que ir solo.

Vanessa me dijo que se iba con sus amigos doctores. Todos trabajaban al día siguiente y no querían amanecerse. A ella, por ejemplo, le tocaba la sala de partos y no quería traer nuevamente al mundo a criaturas inocentes estando ella de boleto. No me cuentes más y vámonos, le dije. Pedí un taxi. Los doctores se subieron. Yo pagué por adelantado hasta la Plaza y subí último. Me pegué a la ventana. Coloqué mi saco sobre sus piernas. Caleta, removí mis manos hasta que se encontraron con la suya. Alcé la cara y recibí su temblorosa mirada de niña-mujer.

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Imagen por Alvaro Vega

Es noche cerrada en el Centro de Lima. Una vez más, solo, en la Plaza. Al borde del jirón más largo de la ciudad. Los transeúntes y su cauce vigente. Unas niñas paseanderas en faldas cortas se llevan mi última mirada dulce. Bajo el portal, detrás de los mercachifles, un indigente observa todo en fondo blanco, como si de un gran cinema se tratara, pero le importa tan poco que vuelve al amarillo de su trago.

Su promesa es mi esperanza. Ella dijo que vendría al Centro. Podría buscarla uno a uno en los bares de Piérola y Carabaya, pero prefiero la hipotenusa. El amor no está en Yield, Zela, De Grot, Etnias ni el Directorio. La he visto muchas veces en Vichama sin pasarle la voz. Esta vez, borracho como yo solo, en terno como ninguno, me propongo encontrar en cualquier antro de esta Plaza bonita la sonrisa turbadora de Sofía de los Cojones.

Decía que la Plaza San Martín es un gran cinema por los cuatro costados. Un avejentado y señorial hombre con sombrero y bastón municipal que permite a los ideólogos jugar a la política en su patio y pulular en los sótanos de su casa. No les va a prestar la sala, mucho menos el dormitorio, que serían respectivamente la estatua y las exedras marmoleadas que suman ocho en total. Apenas permite a los amantes usar las bancas o a los putos cerrar transacciones sexuales sobre las cadenas que rodean al Libertador.

En esta casa, Quilca sería la zona de servicios (culturales) y el teatro Colón la puerta falsa. Aquella calle todavía es la vergüenza de la ciudad y aquel teatro es una residencia melancólica para el ebrio que no tiene sitio o lugar en ese mundillo de soledades entretenidas. Creada a sí misma, no se necesitan borrachos que le den vida a la Plaza, pues esta los adelanta y los imagina primero, juega con ellos, los utiliza para pulir su mito con detalles.

Cualquier escalinata de la Plaza es una buena butaca para gozar el espectáculo de vida que una mano mística y juguetona enciende cuando el día muere. Los borrachos, espectros de jóvenes abotagados de penas o alegrías, peregrinan conmigo hacia Vichama. Tocamos juntos las puertas del infierno. Ya son las tres de la mañana. A esta hora se forma nuevamente la cola para entrar. “Fila india”, mugen desde adentro y nadie hace caso.

Vichama es el desaguadero del Centro. Vienen todos a morir. Cuando son las seis de la mañana, basta cruzar su puerta y es la medianoche de nuevo. No hace falta llegar a los baños para sentir la fina piel de orines que cubre sus pisos. Cada resbalón podría ser una oportunidad. Podría caer en los brazos de Sofía de los Cojones. Mi mala suerte me lleva a los de un tipo forzudo que cuida dos niñas. Me conmina a mantener mi distancia. Es lo que menos he venido a hacer esta noche. Tras la boda de mi amiga Rosa, donde todo refulgía, ahora quiero unas cuantas dosis de realidad.

Sofía tiene las pastillas que yo necesito. Ellas son un atajo para mi memoria. No estoy deprimido pero me encantan los antidepresivos. Aunque solo los he probado una vez. Es un avance, antes me enamoraba sin conocer a la chica deseada, y ahora por lo menos debo probarla una vez, como sucede con las pastillas que Sofía me invitó la noche en que Octubre se enamoró de Noviembre.

Esas pastillas son mis nuevas rosas consentidas. Puedo perder la lucidez sin preocuparme, la vida parece terminar para que yo vuelva a sanarme. ¡No! Una chica está besándome. Atravesándome la boca. Su boca boca, su boca tremebunda, parafraseando a Vallejo. Me falta oxígeno, tal vez la música lo suple. “Dime cuantas veces quieres que te lo repita”, se oye desde los parlantes de sus pechos.

Gracias a mi exhibicionismo, o tal vez para que la aun invisible Sofía me vea, subo a la plataforma con esta chica anónima de labios púrpura que ha decidido besarme ignorando los virus a los que se expone. No le pregunto su nombre, no me pregunta el mío. Su mirada tiene una larga cabellera. Arrastra mi cabeza por la pared. Ahoga mi cuello entre sus dientes. Me entibia, me soba. Ya estoy empalmado. Le propongo una fuga pero ella coloca un dedo índice muy cortésmente en mi boca.

–Voy a desaparecer de tu vida.

Me dice. Y lo intenta. El mar de gente se abre de repente, ella salta de la plataforma, corre rapidísimo entre la muchedumbre y dobla por la pared. Avanzo, la busco, ambas murallas hirviendo de gente caen sobre mí. Me siento un egipcio en el Mar Rojo, aturdido por las olas que en mi saco saben a cerveza derramada. No puedo perder tiempo en reclamos o la voy a perder. Impiden mi paso, me codean y golpean a placer. Doblo por la pared y llego a los baños, cuyo hedor insobornable en nada me recuerda a la Tierra Prometida.

Se fue y es hora de irme. La mañana despunta sobre un árbol escondido. Los borrachos, desasidos bajo un cielo de colores espermas, vuelven a las callejas. Son larvas que se arrastran a casa. La noche ganó unas horas al día, pero ya entregó el resto. Adentro, los últimos cuerpos se atenúan en silencio. Vichama es una máquina del tiempo para quien quiera subvertir la violencia de las horas: el pasado fue adelante, el futuro quedará atrás. Abrumado, el presente cuela mis deseos de encontrar a aquella musa que quiebre su copa y grite mi nombre UNA VEZ MÁS.

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Esta historia en una canción.

1 comentario:

  1. Lo máximo Reinercillo, sobre todo lo de papa lindo, no puedo dejar de reirmeeeeee, bueno ahora falta el post para tu bello sobrinitoooo, jijiji...Un abrazo, este es el mejor blog del mundo!!! Rosita

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Aunque sea una carita feliz... )=D