Continuación de: XII. El mundo sigue en un pie
Jueves, 30 de setiembre de 2010
Hechos–sin–fechar
Imagen por Maria Kallin |
Jueves, 30 de setiembre de 2010
Lima
estaba movida, debatía su futuro entre la candidata socialista del Partido
Verde y la conservadora del Partido Nacional, dos fuerzas políticas que
revivieron en las últimas elecciones municipales. Era fácil saber por quién
votaría Lucía, su corazón popular la hacía predecible, pensaba Javier.
“¡Métanse
la alcaldía al poto!”. Semanas antes, la publicación de una llamada privada de
la lideresa del Partido Nacional había remecido sus bases. La furibunda
candidata conservadora pergeñó una frase escatológica por defenderse de unos
embates políticos en los que se sintió tocada. Por primera vez, los limeños
sabían lo que un candidato pensaba de su ciudad. Lucía le bajó el dedo.
Corría
el rumor que un pacto entre la candidata conservadora y Edgar “Mudo” Castañeda del
Partido Metropolitano obligaba a la primera a postular por Lima. El Mudo postularía
el año siguiente en las elecciones presidenciales. Ambos se apoyarían en
cualquier caso. Eso lo sabía Javier, que tenía unos amigos dentro del mundillo
periodístico.
Lucía
no lo creía. Pedro Castello, su padre, postulaba para regidor del distrito de
Lince y las veces que lo visitaba, éste negaba el pacto. “Esos ´Rabanitos´ ya
no saben qué decir para ganarnos”, decía despectivamente. Lucía pensaba votar
por la candidata conservadora pues su padre iba en la lista de ella, decisión
de la cual desistió.
Ella
zanjó su voto cuando la candidata conservadora declaró que ponía las manos al
fuego por un empresario investigado por lavado de dinero. No obstante el
estudio de abogados de Lucía, donde todos iban a votar por Lourdes Flores,
espantados de Susana Villarán. “La gorda
la tiene toda adentro”, le dijo Lucía a Peter, su mejor amigo abogado, antes de
pedirle por teléfono que la acompañe al mitin de cierre de campaña del Partido
Verde esa noche en el Campo de Marte.
Hechos–sin–fechar
Javier
llama a Lucía, su viejo le ha prestado el auto para ir a la universidad así que
quiere escaparse y llevarla a su casa. Ellos se buscan mutuamente como si
fueran pareja, mas no han oficializado nada. Lo que importa es divertirse
juntos, intuye Javier que por eso se buscan, él ha sido quien más la ha llamado
en la última semana.
Lucía
le dice lo siento, ya quedé con mi amigo, “un abogado de cuarta, seguro”, le
responde Javier por mensaje de texto. Espera unos minutos y la llama. Le pide
que deje a su amigo, que se vaya con él. Lucía le corta, luego devuelve la
llamada y dice que todo está resuelto, que sale a las ocho de la noche y quiere
llegar rápido a su casa.
Idea
que se cumple a medias. Javier conduce a toda velocidad por la avenida del
Ejército. Lucía no tiene miedo a la velocidad, lo que le agrada a Javier. Ella
le cuenta que ha sido elegida miembro de mesa para las elecciones de la semana
siguiente, Javier le gasta unas bromas por el arduo trabajo que tendrá. Ríen
juntos. Se detienen en el rojo del semáforo de Salaverry. Al volver a verde,
Javier voltea a la derecha, se dirige a ese parque de nombre engolosinado: La
Pera del Amor.
Lucía,
que hablaba con los ojos cerrados ––estaba cansada por su día en la
universidad–– en todo el camino, se da cuenta del desvío cuando Javier
estaciona a media cuadra del parque mencionado, era un lugar escondido por las
sombras. “No pensarás que voy a salir en tanto frío”, le dijo. “No, vamos a
quedarnos acá”, respondió.
“No
pienso hacer nada contigo”, advirtió Lucía. Javier nuevamente tenía que
convencerla con caricias, mimos y demás para besarla. Esta vez fue más difícil.
Él ya estaba duro, sus lunas empañadas y Lucía aburrida. Acaso no quería jugar
a los arranques carnales de Javier. “Estamos perdiendo el tiempo”, dijo, seca.
–No, sonso. Ya te dije que nada
de nada.
–Estamos solos.
–Si hubiese querido te hubiera
dicho que sí. ¡Pero no!
–Ya veremos, yo sé que tú quieres
––dijo, y posó sus dedos en sus brazos, erizándola––.
–Que quiera es muy distinto a que
se lleve a cabo ––dice ella––.
– ¿Lucía, cuál es tu juego?
–Tu juego soy yo, idiota. Y si tú
no me quieres, yo no te quiero.
–Te quiero, te quiero, eres mi mejor amiga en este momento. Me
gusta pasarla contigo.
–Nada más para hacer esas “cosas”. No quiero eso, ni contigo ni
con nadie. Si sigues así te eliminaré de mi vida y no quiero.
– ¿Por qué dices eso?
–Porque estoy molesta.
– ¿Qué he hecho? ––preguntó, cínico, Javier. Quizás ya sabía la
respuesta––.
– ¡Existir! Te odio tanto que me dan ganas de llorar de cólera,
del odio que siento hacia ti. Aj, maldita la hora en que te metiste a mi curso
de Historia del Perú. Aj, aj, aj. Suéltame.
–Cálmate, no entiendo. No hice nada, legalmente estoy salvado. Soy
inocente.
–No, me has amargado la noche. Te odio, Ringo ––nombre de su
primer novio de mentira. Según Lucía, Javier y Ringo son parecidos en el físico––.
Eso es lo que eres y me repudio. Te odio, Javier. En serio.
–No, Lucía. ¿Somos amigos o no?
–No lo somos.
– ¿Por qué me odias?
–Porque me repulsas. Pero a la vez me caes no tan mal y me gusta
hablar contigo, pero no, te repudio más ––sus contradicciones parecían hechas a
propósito, nacidos para la polémica––.
–Probablemente, Lucía, se acerque el día en que las cosas entre
nosotros estén mejor. Sólo dame tiempo, por favor.
–Estás en drogas ––dijo ella, Javier quiso reír, se contuvo––. ¿No
ves que me das asco?
–Deja de repetir eso. Creo que todavía puedo resarcirme. Tú no
tienes la culpa de nada, yo solo me pongo las trabas. Yo soy el que no quiere estar
bien completamente. Me aburre. A veces creo que no necesito a nadie más
––Javier se mostró débil––.
–Que te autosaboteas, es cierto. Es tu roche, es tu vida ––dijo
Lucía, separando las manos con energía––. A mí no me interesa, sólo me jode que
perturbes la mía.
–Yo quisiera no perturbarte. Quisiera perturbar otras vidas, no la
tuya, eres mi amiga. Me quiero alejar de ti. Ya está, no voy a besarte ni nada
de eso. Simplemente conversemos de las ardillas muertas, los venados
saltimbanquis y de la primavera que se va.
–La primavera acaba de empezar ––acotó Lucía––.
–Acabas de llevártela tú.
–Yo te evito lo más que puedo.
–Lo de tu amigo era mentira, ¿no?
–En parte, creo.
– ¿En parte, tu amigo o tu mentira?
–Suficientes preguntas. Me voy de acá ––amenazó––. ¿Me llevas?
Volvió
al asiento del piloto, Lucía se quedó atrás. Prendió el auto, pensó en las
cosas que le impedían querer a Lucía en todas sus dimensiones posibles. Estaba
solo, al tiempo la quería y no. Podía estar con ella como ella quería y a la
vez no. Había descubierto un cariño distinto por ella, un amor de amigos le
llamaba él.
–Pendejo hasta las huevas ––le
dijo Vilela, entre tragos––.
Jueves, 30 de setiembre de 2010
Javier
salió raudo de clases, tomó un micro hacia el distrito de Jesús María. El mitin
había comenzado hacía tres horas, pero él sabía que la candidata Villarán se
tomaría su tiempo. “La tía es regia, eso es verdad”, se decía mientras
escuchaba la radio por su celular. Las emisoras transmitían desde dos puntos
álgidos de la noche. La candidata Flores despedía la campaña en San Juan de
Lurigancho, en el cono este de Lima, cruzando el río enfermo de la ciudad.
Si
bien su voto ya estaba decidido por la candidata del Partido Verde, iba en
calidad de curioso, no de fanático, sino de sociólogo. Por lo tanto, no
aplaudiría ni arengaría a favor de ella, simplemente se limitaría a observar
los aplausos y la euforia de la que se rodearía, en busca de Lucía. Una
corazonada le decía que ella estaba en el mitin, su pasión por la política la
arrastraría hacia esa avenida llamada De la Peruanidad. Lo primero que hizo al
bajar del micro, en la avenida Garzón, fue buscar un teléfono público para
llamarla.
–
¡Lucía, no me cortes, estoy a la vuelta del mitin! ––dijo cuando respondió––.
–Ya,
¿y?
–Vine
a buscarte. Dime exactamente dónde estás.
–
¿Para qué?, además cómo sabes que estoy en el mitin.
–Por
la bulla. ¡Vamos, veamos juntos el mitin! ––Javier alzó la voz, en clave de
ruego––.
–No
me interesa verte, y mucho menos ver el mitin contigo. Además, ¿desde cuándo tú
apoyas a Susana?
–Desde
siempre. Pero no hay tiempo para explicaciones, se me acaba la moneda y no sé dónde
estás.
–No
te voy a decir, si quieres encuéntrame.
–
¿Estás con alguien?
–Con
mi amigo Peter ––la llamada se cortó––.
Otra
vez está con Peter, piensa Javier, que camina hacia el mitin. Da vuelta a la
esquina, cruza al parque, en busca de las luces y la bulla. Está solo, nadie
cuida esa zona. Todos los policías están en la despedida de la candidata.
Javier avanza e ingresa al tumulto. A su izquierda, ve a la candidata eufórica,
vitriólica y poseída por el monstruo oscuro de miles de almas enardecidas bajo el
que se escondía Lucía.
“¡La
esperanza ha vencido al miedo!”, proclamaba la candidata socialista con aire
vencedor. Javier seguía buscando a Lucía con la mirada, por uno y otro lado.
Temía encontrarla abrazada a Peter. Mucha buena espina no le daba aquel chico
de anteojos gruesos y redondos. Alguna vez, en los primeros ciclos de la
universidad, Javier fue el mejor amigo de otra chica cuando en realidad le
gustaba. Por ello desconfiaba de todos los mejores amigos. Javier los tenía en
el pedestal de los farsantes.
Llegó
un mensaje de texto: “ya te vi, estoy al frente del estrado”, era Lucía. Caminó
hacia allá. Villarán se dirigía al pueblo agolpado a sus pies y Javier miraba a
Lucía, perdida en la multitud. No estaba, se movió, pidió permiso, estorbó a
unas señoras sin encontrar a Lucía. Se quedó quieto, si Dios quiere que la
encuentre, la encontraré, pensó.
La
candidata se despidió. Algunos jóvenes desubicados vitorearon por su regreso
como si fuera una estrella de rock a la que le faltaba una canción. Una voz
ultraterrena presentó al grupo Los Mirlos. Javier miraba y miraba. De pronto
voltea y ve con el rabillo del ojo que una chica rehúsa la lata de cerveza que un
mercachifle le ofrece. Luego le ofrecen a él, también la rechaza, no iba a tomar
solo.
Algunos
se retiraron del concierto, en orden, pero dejando un cerro de basura. Pasaron
los minutos y volvió a voltear hacía la chica, delgada, de polo azul y jean.
¡Era Lucía!, y Javier no se había dado cuenta. Estaba prácticamente a su lado.
Antes de acercarse, no le tomó ni un segundo cavilar lo siguiente:
–En
política no hay coincidencias ––dijo Javier, extrapolando su situación––. Qué
casualidad que Lucía haya estado a mi lado tantos minutos sin pasarme la voz.
Obviamente no quería pasarme la voz. Pero ella me dijo que estaba al centro,
ahora la encuentro a la izquierda: ¿se movió para buscarme? Entonces algo olía
mal, me había buscado pero no me pasaba la voz.
Estaban
en un escenario político, en un mitin y Lucía bailaba detrás de Javier, él la
miró de reojo varias veces. Fue a buscarla, tocó sus brazos y ella no volteó
completamente la cara para mirarlo. Su gesto le advirtió que se mantuviera a
varios metros.
Imagen por Izabela Goclik |
Hechos–sin–fechar
Es
media mañana, Lucía ha pedido permiso en el estudio para ir al Hospital a
recoger los resultados de una ecografía que se hizo la semana pasada. La noche
anterior fue atacada por la migraña y tuvo que tomar pastillas para dormir en
paz. Mientras sale de su casa y camina al paradero, le escribe un mensaje de
texto a Javier.
–
¿Me recoges, no? ––escribe––.
Escucha
radio para olvidar el viaje interminable hasta el Hospital San Borja. En ese
momento, cómo saber que el doctor tiene una mala noticia para ella. Cómo justificará
Javier su poca memoria. Cómo aprenderá a combatir su suerte. Cómo si está
atrapada en el tráfico infernal de Lima, que carcome los pasos y aletarga la
existencia de sus habitantes, desvía sus destinos y empantana su trayecto.
El
doctor Cedillo, un tipo que pinta canas, amigo de la señora Estela (madre de
Lucía), la invita a echarse a la camilla. Lucía lo hace de buena gana, todavía
no estira la sonrisa en llanto. Deja que le toque el cuello, cierra los ojos,
se transporta a escenas de la infancia cuando su padre la besaba allí y la
hacía reír. El doctor conoce los resultados, sólo quiere confirmar con sus manos
el diagnóstico poco alentador. Al revisarla, parece relajar a la chica que
tiene en sus manos. Para él es una paciente más, nuevamente piensa en
ahorcarla, matarla allí mismo en su camilla y evitar el sufrimiento. Se
controla.
Una
vez sentados, le entrega el sobre donde constan los resultados. “La ecografía
arrojó una anomalía en tus glándulas salivales”, dispara la noticia. “Se trata
de células anormales, no me quiero adelantar todavía, tenemos que hacer más
análisis”, dijo Cedillo. Lucía, que nada la derriba, se contuvo frente al
doctor. “Lo siento”, se despidió él. Ella recién derramó lágrimas en el baño
del quinto piso del Hospital, donde nadie la veía. Parada en el lavabo, escupió
al espejo. Una mancha burbujeante caminaba sobre su reflejo mientras se destila.
Ella enfureció, su saliva era su enemiga, el producto de un cáncer posible y estaba
frente a ella, su enemiga.
No
tenía a quién decírselo. Javier no llegaba, ¿se habrá olvidado? Ella vagó sin
rumbo lo que quedaba del día. No fue a sus clases de la noche, no llamó a nadie
del estudio. Tampoco llamó a Peter. Se podía salvar sola, pensaba, por eso no
llamaba a nadie. Cuando por fin escuchó dos timbradas de Javier ya era
demasiado tarde.
Por
su parte, Javier apenas despertaba, estuvo soñando mientras Lucía vivía la pesadilla.
Vio su reloj, marcaba la una de la tarde, inmediatamente recordó que tenía que
estar al mediodía en el hospital San Borja. Se bañó, puso ropa limpia y
desayunó en diez minutos. Al salir de casa, marcó el número celular de Lucía.
No contestaba, deje su mensaje, cortaba. Llamó dos veces, como era su
costumbre. Lucía no estaba para nadie. Si quieres salvarme tendrás tarea más
difícil que sólo llamarme, pensaba ella.
No
podía creerlo, se palpó otra vez. Su cuello de cisne estaba contaminado. Sus
labios gloriosos que nadie podría recuperar.
Jueves, 30 de setiembre de
2010
No
encontró respuesta. Peter observaba y parecía conocerlo de la misma forma que
Javier lo conocía a él, por referencias vagas de Lucía. Seguramente, pensaba
Javier, ella le había contado una versión reducida de la historia y lo había
hecho quedar como el hijo de perra más grande de todos los fanáticos
villaranistas. Tras un rápido escaneo mental, Javier supo que por más jodido
que se ponga con Lucía, Peter no haría nada.
–Lo
tasé en una ––le dijo, en tragos, Javier a Jorge Vilela––.
Javier
se acercó dos veces más al oído de Lucía, que fingía no escuchar mientras
bailaba la danza del petrolero a
cargo de Los Mirlos. Ella es una profesional de la indiferencia. Le pedía al
oído que se fueran juntos cuando el mitin acabase. Ella no respondía nada y
bailaba frenética. “¿Si te invito una chela?”, disparó Javier. Tampoco le
importó, y menos cuando Javier empezó a pincharle el vientre con sus dedos. Nada
hacía mella.
Se
podía creer que estaba impasible, que su danza expresaba calma, cuando en
realidad, y Javier lo sabía, sólo estaba carburando el grito que lanzaría si él
continuaba con su obstinada intención de hablarle. Lucía no quería escándalos,
no quería por tanto que Javier la siguiera molestando. Tampoco le iba pedir
ayuda a Peter, ella podía defenderse sola, jamás necesitó un hombre.
–No
importa que antes la hayas hecho tuya, apenas te odie serás un mortal más para
ella. No querrá, no necesitará hablarte, huirá de ti ––interpretó Jorge Vilela a
la heroína del relato de su amigo––.
Javier
le compró una lata de Cristal a los ambulantes que pululaban en el lugar. Necesitaba
esa gasolina del valor que son las cervezas para encarar a Lucía. “Seño, se
aprovecha que la gente tiene sed”, le dijo a la mercachifle por cobrarle cuatro
soles por la lata. Se vació media lata de cerveza de un solo sorbo y caminó
hacia ella. Antes que llegara, ella despegó sus pies del suelo y comenzó a
caminar en la dirección opuesta.
Peter,
que estaba congelado, comenzó a seguirla. Javier se hizo el tonto, fingió estar
ebrio para justificar sus actos. Si bien no era bueno actuando, conocía el
papel del borracho. Para comenzar, no le importaría si Peter intentaba defender
a Lucía de su acoso político. Se vació la otra mitad de otro golpe, revolvió su
cabeza y echó a andar. Peter y Lucía estaban lejos, apuró el paso y los
interceptó al lado de una carretilla.
Un
dedo en su hombro y dijo, “Lucía, tenemos que hablar”. Habló por fin: “no tengo
nada que hablar contigo”. Eso ya era una victoria. “Quiero contarte algo pero
es personal”, arremetió Javier. “Piérdete”, respondió. Desesperado, dio un
manotazo de ahogado y dijo “amigo Peter, ¿me la puedo robar un momento?”. Peter
se sorprendió cuando lo tutearon y no dijo nada, al contrario, siguió hablando
con Lucía y los dos obviaron a Javier, como si no existiese.
Interrumpió
por última vez. “Lucía, sólo van a ser tres palabras: yo te digo tres, tú me
respondes dos y me voy”, dijo deformando la entonación de las palabras por su
estado etílico. Soltó la mueca de sonrisa, era ella de vuelta, pero volvió a
ser implacable: “Vete, no hagas que tenga vergüenza ajena por lo que estás
haciendo”, fue implacable.
–
¡Al pincho la vergüenza!, escúchame un rato ––la cogió del brazo––.
–
¡Desaparece! ––dijo y volvió a hablar con Peter––.
Todo
estaba perdido. Si Lucía hubiera aceptado hablarle, eran las siguientes
palabras las que Javier necesitaba decirle:
–Antes que sigas odiándome, debes saber que
te quiero mucho, te estimo y creo que eres una buena persona. Si crees que me
porté mal lo siento. No quiero lastimarte, tú no lo mereces. Quería que sepas
eso antes de que sigas odiándome; ahora, puedes seguir haciéndolo.
Él
ya sabía que todo estaba perdido. Decidió rendirse. Era patético perseguir a
Lucía y Peter. Sentía que sobraba. Sin embargo, lo volvería a hacer: sólo haces
tonterías cuando es por una chica que estimas. Lucía era una causa perdida,
aceptó.
“Bueno,
chau, chau… chau”, se despidió repetitivamente, buscando una respuesta que no
llegó. Caminó derrotado, de vuelta a casa. Sólo, perdido y ebrio de emoción por
el número que acababa de protagonizar. Cuando uno hace el ridículo se
avergüenza para los demás y se enorgullece hacia sí mismo. El efecto de la
cerveza había pasado sin que se dé cuenta, la euforia lo hacía sentirse todavía
ebrio. La avenida había quedado sucia con diez mil papeles regados hasta en el
pasto. “Sucios malditos”, pensó inmediatamente.
De
pronto, pasó una chica tan linda como desconocida, de ojos verdes y estrellas negras
tatuadas en los hombros. Ella tarareaba la canción emblemática del mitin: “Por
una Lima para
todos, ¡Susana Villarán!”. Un poco coqueto, le lanzó: “¡El domingo somos
Partido Verde!”. La cerveza me pone optimista y demagogo, reflexionó al
instante. La chica lo miró extrañada.
La
campaña por recuperar a Lucía sería más ardua que cualquier otra. Se animó a
crear su propio eslogan: “Porque Lucía me perdone, ¡SV!”, canturreó un rato en
el camino. Cantaba para no deprimirse. Reía de sí mismo. Debajo de su soledad,
por encima de su tristeza.
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Esta historia en una canción
Por error de cálculo, extendemos el plazo del envío de los textos de PLUMAS INVITADAS hasta el día 31 de diciembre de 2011.
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En un par de semanas salimos de vacaciones nuevamente :)
Por último:
¡Feliz Navidad!
Es el deseo sincero para todos los lectores
ya no de este blog, sino de esta sola línea.