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Escribe Darwin Gutiérrez
Desde
hace algún tiempo acepté mi nivel de vida modesto, pertenezco a esa clase tan
discriminada en estos días, tan incomprendida, el ser “misio”. A decir verdad
fue una elección, he tenido la oportunidad de dejar de ser un típico joven
peruano promedio que cuenta el sencillo para el pasaje y es capaz de bajar de
la combi cuando el tan maltratado y poco amable cobrador no quiere aceptar el
carnet universitario. Me siento orgulloso de serlo, el no sumergirme en este
mundo mercantilista, el no ser visto como un objeto al cual las grandes
empresas con el lema del trabajo en equipo y otras tantas paparruchadas
engatusan a los estudiantes inexpertos y cándidos como alguna vez lo fui o
todavía lo soy. Cuando renuncié a ese mísero sueldo me juré a mí mismo no
pertenecer a la PEA (población económicamente activa) hasta acabar mis estudios
–razón por la que me obligan a adelantar cursos– o por lo menos algo
relacionado a ello.
Cuando
elegí este estilo de vida tan desprestigiado pero con una gran consistencia
filosófica sabía a qué consecuencias me atenía, el de ver una película en la
comodidad de mi casa en vez de acudir a esas bulliciosas e incómodas salas de
cine, el de comer hamburguesas en el “Bravazo” que promete ser el próximo
Bembos pero por motivos de algunas clausuras de índole sanitario su camino se
le viene truncando, el preferir hacerme un bronceado en vez de alquilar las
sobrestimadas sombrillas al momento de ir a la playa, el comprar algún libro de
Amazonas para algún cumpleaños venidero ya que no hay mejor regalo que un buen
libro, que sea pirata o formal es lo de menos. Por lo visto las consecuencias
no eran tan malas que digamos e incluso podría sacar provecho de ellas,
disfrutar la naturaleza, el caminar sin ningún rumbo y el hacer ejercicio sólo
a punta de planchas y abdominales, todo parecía funcionar, ignorar las críticas
de los amigos que presumen de sus trabajos con sueldos paupérrimos con un
orgullo solo comparable al de un niño explorador después de ayudar a cruzar a
alguna ancianita malgeniada; incluso aceptar adjetivos como el de vago o
mantenido. A pesar de todos estos padecimientos me abstuve de abandonar mi
estilo de vida, y sigue este largo camino hacia el disfrute diario de las
pequeñas cosas que no tienen precio.
Todo
iba bien hasta ayer, cuando P me insinúa que quiere tener una salida o mal
llamada cita. No suelo tener citas debido a mi corto presupuesto no suelo
organizar salidas, siento que son forzadas y de mal gusto, siempre preferí las
salidas esporádicas e inesperadas en las cuales un paseo breve o ir a la casa
de alguno de los dos nos libre de la incomodidad de los lugares públicos. Ya que
no compartimos ningún centro de estudios ni centro de trabajo o algo parecido
que facilite las salidas inesperadas, condición indispensable que compartían la
mayoría de sus antecesoras, nos vemos en la incómoda situación –intuyo que sólo
de mi parte– de planificar una cita. P me informa que quiere salir a pasear,
bailar y para mi mala suerte comer, por lo visto quiere tener toda una salida
especial y sin motivo que lo justifique, hasta bailar andaba todo bien, conozco
un par de lugares donde esta actividad es compatible con mi tan delgada
billetera, pero comer salta a ser el punto discordante.
Desde
que conocí a P supe que estos momentos en los cuales mi estatus económico iba a
salir a flote era inevitable, en algún momento tenía que enterarse que está con
un misio, con un ser despreciable que quizás con un poco de suerte la lleve a
comer en un McDonalds. Trato de inventar alguna excusa, pero cualquier táctica
es desvanecida y derrotada por las palabras de P. acabo por perder la batalla y
con las palabras “mañana nos vemos” me da el último golpe. No puedo dormir,
estoy dando vueltas como un púber descubriendo su sexualidad, tramando alguna
excusa para faltar a la cita pero que al mismo tiempo me haga quedar bien,
justo cuando estoy escribiendo un mensaje, excusándome, la poca dignidad y
orgullo que tengo –y quizás también arrechura– me juegan una mala pasada y me
hacen dormir contra mi voluntad.
–Vamos a comer primero, no
te olvides –un largo silencio siguió, lo cual ella infirió como una afirmación.
–¿Pero dónde? –mi tan mal
abastecida masa encefálica cometió un error garrafal, darle la potestad de
elegir el restaurant a una mujer.
–Que sea en el Friday´s, no
seas malito.
Ya
acabamos de degustar y empacharnos con la comida, que por supuesto no la
disfruté, sufría al ingestar cada platillo apetecible pero al mismo tiempo
dañino para mi bolsillo. Ahora viene la cuenta, al parecer la mesera se da
cuenta de mi situación, que claro P ignora completamente con una gran sonrisa
en su rostro. Me entrego en una oración silenciosa para que el feminismo
latente en P la obligue a querer establecer sus derechos y no dejar que estos
sean aplastados por la estúpida regla machista de que el hombre pague la
cuenta. Parece que ese ser supremo me hace recordar porqué soy agnóstico. Todo está
consumado.
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Esta historia en una canción
Darwin genial historia. Simple pero buena.
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