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Escribe Virgen de Oro
Nada alivia la pena que siento al lado del daiquiri de fresa que Fernando me ha servido mientras yo tomo el sol y él se baña en la piscina. Desde que entré al mundo de los seguros, mi vida goza de una tranquilidad económica envidiable. A Fernando lo conocí en Pacífico, aseguradora en la que trabajo hace un año.
Nada alivia la pena que siento al lado del daiquiri de fresa que Fernando me ha servido mientras yo tomo el sol y él se baña en la piscina. Desde que entré al mundo de los seguros, mi vida goza de una tranquilidad económica envidiable. A Fernando lo conocí en Pacífico, aseguradora en la que trabajo hace un año.
Todos
sabemos que nos vamos a morir, pero no sabemos cuándo. Me aprovecho de esa
máxima para vender contratos elevados a amigos incautos que me ayudan a
facturar sumas provechosas a fin de mes. Es fácil, me amarro un lazo al
cabello, me ciño vestidos de colores, mejillas chaposas, perfumes primaverales
y match point.
En
Pacífico Seguros conocí a Fernando, que me ha preparado un mojito bien rico. Él
hace todo lo que yo quiero, si yo le digo salta, él me pregunta cuánto. Es como
una mascota amaestrada. Quizás eso lo hace previsible. Siempre quiere darme
felicidad, además de mirarme como si yo fuera de otro planeta cuando estamos
desnudos en la cama. Las atenciones que busqué en un primer momento han colmado
mi paciencia. Si me sigue asfixiando, lo voy a cortar. Le gusta que no bañemos
juntos después de tener sexo.
En
cambio, David es doctor y director de un hospital de provincias. No es tan
agraciado, lo reconozco. Sus rasgos son cobrizos y sus ojos tan negros como su
pelo. Lo conocí en mi fiesta de quince años, luego no lo vi más, es que él es
hijo de una tía que frecuento poco. Su familia tiene un negocio de buses
interprovinciales, ganan mucho dinero, que era lo que antes me importaba. El
problema fue mi círculo social, no lo aceptaba. David es mi primo, pero lejano.
Nos
reencontramos en el velorio de mi abuelo Pedro Mario. La tristeza que abunda en
esos lugares dañó mi cutis. David, mi primo, me llevó a su auto y conversamos. Él
me hizo notar que había cambiado mucho en Pacífico Seguros, que me había dejado
arrastrar por esa vida frívola que atrae a mis compañeras de oficina.
Quedamos
para salir el siguiente fin de semana. La pasé fabuloso con él, no sólo me hizo
reír, me contagié de sus aspiraciones personales y sus opiniones políticamente
incorrectas. Él, por ejemplo, decía ser parte de una “derecha emergente” en el
país y estaba a favor de las corridas de toros. Tres semanas después, lo besé.
Me sentía culpable con mi familia por acostarme con mi primo luego del primer
beso. En las reuniones familiares, mi “tía” pasó a ocupar el puesto de “la
señora”, mi futura suegra. Era incómodo.
Lo
fue más para mis amigos. Ellos miraban a David como si fuera un bicho raro, un
lunar de carne en mi rostro bello. Lo supe el día que llevé a David a la
oficina para que me firmara un seguro de vida (compró el más caro, me pagó un
año adelantado). Sólo faltaba expedir el contrato y poner su firma. Ahora que
bebo un Cosmopolitan, al pie de esta piscina hermosa, la odio demasiado.
Celebramos
el contrato e hicimos el amor en su departamento, donde todavía pensaba en mis
compañeras de oficina, que no lo trataron casi nada por pensar que era un
advenedizo. El único que no tenía esas objeciones racistas era Fernando. Él
siempre se acercaba a mi oficina para conversar y le buscaba errores de novio
poco dedicado.
Una
noche, David organizó una fiesta de despedida porque lo habían llamado del
hospital de Huaraz. Se iba por seis meses, sería un paso inicial para cumplir
sus sueños. Convocó a todos sus amigos, la pasamos muy bien. Lamentablemente su
bus partía a las seis de la mañana. Después que todos se fueron, me llevó a mi
casa e hicimos el amor mejor que nunca. Mi cholito, como le decía, la tiene
grande, no se lo puedo negar.
Al
despertarme, entré al Facebook y vi que David me había dejado un inbox. Lo abrí. Terminaba la relación
conmigo. Argüía tontas razones. “Nuestro círculo no es el mismo”, “estás
acostumbrada a gente bonita”, “no te lucirías en las fiestas conmigo”. “Por
favor, no me llames”, terminaba el mail. Por las horas registradas, lo había
escrito en el bus. Lloré desconsoladamente esa mañana, tuve que ir a trabajar
con los ojos hinchados y unos lentes oscuros.
Fernando
vino a mi escritorio y me preguntó qué pasaba. Le conté. Me invitó a almorzar y
nos fuimos juntos luego del trabajo. Estuvimos en su casa y tras unas copas del
vodka más potente de su minibar, abrí mis sentimientos y al filo de la noche lo
dejé entrar. Me hizo el amor cuando todavía tenía la herida en carne viva.
Pisé
mi casa en la mañana. Evité que mis hermanas me gritaran cuando les dije que
David me había terminado mediante un mail el día anterior y que pasé la noche
con amigos que me consolaron. Me creyeron. Quisieron pagarme un pasaje a Huaraz
para recuperarlo. No supe qué decir. No podía abandonar el trabajo tan fácil.
Le
conté a mi jefa la idea de ir a buscar al amor de mi vida. Ella me gritó. “¡No
te va a cagar un cholo de mierda!”, “¡mírate, eres linda!”, “¡en la oficina
babean por ti, puedes conseguir al que quieras!” y demás estupideces que en su
momento creí. Me quedé en Lima, atada a Fernando, intentaba enamorarme de él. Hacía
el amor con Fernando por odio a David.
Han
pasado seis meses, David ha vuelto. No sé qué hacer con mis hombres, ¿por cuál
me decido? Fernando ha sido demasiado bueno conmigo, pero no me satisface.
Necesito un trago más fuerte, tráeme un whisky mi amor, en las rocas, para
pensar en mi encuentro con David. Tengo que entregarle el seguro de vida que
firmó hace seis meses. Prometo que no te voy a dejar, me gusta que seas como mi
mayordomo y recojas los insectos muertos de la piscina para que yo pueda sumergirme
en paz.
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Esta historia en una canción
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