jueves, 23 de febrero de 2012

Pluma Invitada: Dos idiomas diferentes

Imagen por phatpuppycreations


Escribe Marilú Bengalí


La conocí en una bailanta todo apretado. Nos tropezamos pero fui yo el que se puso colorado. Era distinta y diferente su meneada y un destello inteligente había en su mirada. Johansen canta como si conociera mi historia, como si se la hubiese contado antes o la supiese incluso antes de que ocurriera.

En el Perú no hay “bailantas”, pero estaba en un lugar muy parecido. La gente atiborrada, intentando bailar en el minúsculo espacio restante. Afuera era invierno pero adentro parecía un día de verano. Por grosero que suene, la ropa incomodaba ante el calor imperante. Ni la cerveza helada podía librarnos de la cálida atmósfera. La música estaba buena así que valía la pena.

¿Qué hacía yo ahí? ¿Qué hacía una intelectualona monce que no sabe bailar en un lugar como ése? Aún no lo sé, pero me sentía a gusto. Muchos de mis amigos están ahí; pasaban saludaban y se iban. Nuestro grupo parecía destinado a quedar como un “Lady’s Night”.
Cuando apareció lo ignoré por completo. A primera vista no le encontré nada interesante. O de repente no lo vi bien siquiera. Ana, que estaba a mi lado, volteó hacia mí y dijo algo apenas comprensible entre el ruido. Pude escuchar mi nombre y entonces entendí que nos estaba presentando. El besito de rigor y una sonrisa de cortesía para poder seguir bailando, sola. Se fue.

Las horas avanzaron y las malas lenguas dicen que el alcohol desinhibe. La canción ameritaba el pasito sensualón hasta abajo. Yo actuaba como si no hubiese nadie más en el lugar. Alcé la vista y encontré dos ojos que me miraban con atención. ¿Mi reacción? una mirada coqueta que nos llevó al siguiente paso.

     ¿Cómo te llamas?
     Andrea, ¿y tú?
     Antonio. ¿Eres amiga de Ana no?
     ¡Sí! ¿Cómo sabes?
     Nos presentó hace un toque.

Y bailamos, y bailamos, y bailamos. En realidad, yo hubiese preferido hablar de filosofía, sociología o el último libro que leí pero, por esta vez sólo bailar no estaba tan mal. Intercambiamos pocas palabras. La primera conversación empezaba a tomar forma cuando Ana surgió a mi lado para avisarnos que era hora de irnos. Era muy tarde, o muy temprano, dependiendo de cómo lo veas.

“Sácate los zapatos”. Obedecí y con mucha cautela intentamos llegar a su cuarto sin despertar a nadie. Lo intentamos. Dos pasos antes de llegar escuchamos: “Se suponía que llegabas a las tres y es un cuarto para las seis”. Alguna vez oí que mamá que no jode no es mamá, pero esta vez la tía tenía razón. Metí la vergüenza al bolsillo y caminé hasta el cuarto. Me acosté en la porción de cama que me correspondía. Ana hizo lo mismo.

     Tu amigo me gusta.
     ¿Qué amigo?

No llegué a contestar. Tal vez hubiese sido mejor que nunca se entere. En la mañana, la resaca no se hizo esperar. “¡Ayer desapareciste! ¿Te portaste bien no?”. En realidad, no podía responder por que no recordaba con exactitud lo que hice o dejé de hacer. “¡Claro que sí! Como siempre”, contesté.

Ese mismo día, a las 7:15 pm recibí una alerta de un número desconocido. Pensé que era el pesado ese que insistía en llamar de números desconocidos desde que descubrió que no le contestaba a propósito. Vi mi registro de llamadas por manía. Tuve lo que mi profe de Lenguaje de Medios llamaría un flashback. Era él: ¿Antonio?

                     Hola.
                     Hola ¿qué tal? Te fuiste sin despedirte, me abandonaste.
                     ¿Abandonarte? Lo siento, tenía que irme.

Una parte de la historia se me perdió, habíamos intercambiado números y me había ido súbitamente. Luego de su primera frase, asumí que vendría con floros monces y frases trilladas del típico conquistador. Mis amigas y yo prometimos jamás entablar relaciones con chicos que conocíamos en fiestas. Olvidé la promesa y me dejé llevar.

Tal como lo predije, el floro monce llegó. El problema fue que me gustó. Tenía siempre la frase precisa, el tonito perfecto, la respuesta que me hacía sonreír. Entonces, cometí el primer error.

Error 1: Me ilusioné, le creí TODO. Habíamos nacido el mismo día, el mismo mes, el mismo año. Nos reíamos todo el tiempo. Era divertido y había demostrado ser más inteligente de lo que yo esperaba. Los gustos afines y las opiniones compatibles eran constantes en las conversaciones. Cada vez, la posibilidad de que fuera lo que había estado buscando se hacía más evidente.

Nuestra primera cita luego de conocernos fue tétrica. Hablamos de cosas tontas y banales. Nada que ver con las conversaciones profundas que me encanta tener. Al despedirnos estaba convencida que no pasaba nada. La decepción fue rotunda. Pero ya estaba demasiado afanada. Entonces, cometí el segundo error.

Error 2: Le dejé saber que me gustaba. En un arresto de estupidez confesé que me gustaba. Fue lo peor que pude hacer. No sólo ignoré los puntos en contra que él había acumulado, sino que hice el ridículo porque a pesar de todas las señales que indicaban que yo le gustaba, no era así. O tal vez, sí le gustaba pero no del mismo modo. No estábamos hablando el mismo idioma.

El instante fue tenso. La conversación siguió de todos modos, pero la incomodidad se hizo notar. Donde yo encontré la señal de una relación que pudiera durar semanas o meses, él solo quería transmitir el deseo de algo libre de compromiso. Peor aún, nuestra incompatibilidad era tanta que ni siquiera coincidimos en el esfuerzo que estábamos dispuestos a dar. Él quería un cuerpo, yo un corazón.

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Esta historia en una canción

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