Acercándose al final, con ustedes la penúltima entrega de la novelita.
Imagen por nigeljohnwade |
Hechos-sin-fechar
No
entiendo a las chicas que depositan en instantes su cariño. Son las que menos
olvido, dijo Javier. A las que me hacen caso y les gusta lo que a mí, me aburren,
continuó. Al lado de aquellas me siento complacido y engañado. En su destino
los chicos sólo son amantes de paso. Por eso, aunque pueda perdonar sus arrebatos,
me duele si me dejan. Yo no las quiero como amigas porque es insoportable no
hacer nada, apostaría que esos supuestos mejores amigos son en realidad sus
eternos chaperones que, a la antigua, planean besarlas cuando la oportunidad
toque la puerta, sin saber que ellas se divierten con el cortejo más que con el
cortejador.
Si
quisiera que alguien me entretenga, pagaría una entrada al circo, seduciría amigas
o alquilaría una puta. Pero Lucía no ha sido hecha para entretenerme, ella está
aquí para destruirme, concluyó Javier y dio un sorbo a la cocacola personal de
siempre. A su lado, Jorge lo escuchaba sentado en una banca del parque Osores.
“¿Y
ella qué quiere contigo?”, preguntó Jorge. “Nada, la cagué hace tiempo, ella
piensa que quiero jugar con ella”, respondió Javier y esbozó una sonrisa, un
recuerdo cruzó el cielo en ese instante: Javier y Lucía en el micro rumbo a
casa de ella. Javier la acompañaba al parque Kennedy y bajaba para tomar el
mismo carro de vuelta a su casa en Jesús María. Kilómetros más allá bajaba
Lucía. Ella siempre pagaba un sol, decía que bajaba en la avenida Arequipa pero
no bajaba hasta llegar a Chorrillos. Ejercía poder sobre los cobradores.
Las
cosas se habían quebrado para aquel tiempo. La suya era una relación
clandestina no exenta de sentimientos, tanto Lucía como Javier no tenían
interés en ventilarse juntos públicamente en fotos y publicaciones del virtuales,
sólo caminaban por los parques oscuros de la ciudad, tomaban emoliente al paso
o iban por las avenidas más grandes conversando. Así pasaron el tiempo sin
darse cuenta que su amistad y complicidad florecía. Ninguno aguantó eso. Ahora
Lucía, la más valiente de los dos, había tomado
la decisión de apartarse.
Podía
conversar con Javier siempre que él guardara su distancia. Lucía no aguantaba
ni los roces casuales y se lo hacía notar con gritillos y amenazas si lo volvía
a hacer. Nunca lo miraba, siempre el rostro altivo y dirigido a un punto muerto
de la ciudad. Jamás una risa prolongada, sólo una mueca rala cuando Javier
lograba un chiste legendario, de los que antes, cuando todo estaba bien, nacían
sin esfuerzo y por montones. Estas chicas que depositan en un instante su
cariño no entran en vainas, reflexionó, con ellas no puedes equivocarte un solo
milímetro.
Habían
llegado al parque Kennedy y era hora de despedirse. “Un paradero más” parecía
pedir la cara de imbécil que Javier ponía en estas despedidas de microbús. Lucía
se quedaba callada y antes que Javier abandone el asiento, actuaba. Con un
audaz movimiento, tomaba a Javier del cuello y lo besaba. Llenaba intensamente esos
segundos que a Javier, que pedía un beso más, lo confundía.
Imagen por aNi, aNi, aNi |
Lunes, 25 de octubre de 2010
Javier esperó a Lucía
en el Octógono. Ella salía de clase, acordaron verse por mensajes de texto.
Dieron las ocho en punto y Lucía apareció con Vanessa, Javier las vio a lo
lejos, dudó en acercarse y mantuvo su posición. Ella fingió no verlo, abrió su
casillero para cubrirse la cara y que él no la vea.
Javier se levantó y
caminó hacia ella. Cada paso acrecentaba la duda: ¿lo hará de nuevo? Sucede que
Lucía es una en persona y otra por teléfono. Específicamente con él es así de
arisca, es su manera de vengarse, piensa él. No hace más que justificarla.
Ellas caminan y él
las alcanza desde atrás. Sujeta con dos dedos la cintura de Lucía y la saluda.
Ella voltea, le responde “ah, hola” sin detenerse. Detrás de sus cabellos, sus
ojos delataban indiferencia. Vanessa también volteó, no comprendió lo que
pasaba, ella y Javier sostuvieron dos segundos la mirada. Ellas siguieron
caminando. Él puso su cara de bochorno, se sentía un fantasma a presión, Lucía
le había demostrado que no existía y al parecer Vanessa, la amiga de sabiduría
oriental, se había dado cuenta.
Javier arremete con
Lucía. Le dice “voltea, Lucía, ¿hemos quedado en algo o no?”. Lucía no
contesta, su silencio es impenetrable, más difícil que su perdón. No va a
hablar, Javier lo comprende y deja de mirarla, en compensación vuelve a mirar a
Vanessa. No los han presentado pero siente conocerla, él no cree que sea
prejuicioso pero piensa que su aspecto de oficina la hace una chica predecible,
una chica fashion de la que saltaba primero su perfume de golocidalove, el cabello
castaño, ojos rasgados, un culo precioso, dos piernas fornidas y trabajadas en
el gimnasio. Mientras Lucía es una retaca, pensó.
Las ve alejarse, deja
de mirar a Vanessa y se concentra en el odio que siente por Lucía. Las ve
caminar hacia la cafetería Central. Confundido por lo que acaba de pasar,
Javier la llama por teléfono y quiere aclarar las cosas que no pudieron
conversar. Ella le dice a Vanessa que la disculpe un momento, sale de la
cafetería y contesta. Él la mira de lejos, detrás de un arbusto, como un francotirador
que mide a su presa quiere ver su reacción cuando le dispare sus preguntas.
– ¡Qué coño te pasa,
Lucía!
–Qué hice ––pregunta,
sin inmutarse––.
– Lucía, ¿por qué me
odias?
–Yo no te odio.
– ¿Y por qué no me
hablas?
–No tengo nada para
decirte.
–Pero habíamos
quedado por teléfono que iba a verte y me ignoras con tu amiga. Ella se ganó
todo el pase.
–Lo siento, no te vi.
–Lucía, si no quieres
verme, sólo tienes que decírmelo y desapareceré.
–Es que no tengo nada
que decirte, no siento nada por ti.
Javier no le cree. En
el fondo, busca que Lucía confiese el daño que él mismo le hizo. Quiere
escuchar esas palabras de su boca. Sentirá la culpa encima, pero ella será
quien pierda más.
– ¿Y por qué me
tratas así, entonces?
–Define: “así”.
–Con esa amiga tuya
al costado…
–Se llama Vanessa y
es una de mis mejores amigas. No la veo hace tiempo, quiero hablar con ella.
–Bueno, ella,
Vanessa. Me has tratado pésimo a su lado. No me
mirabas, hacías de cuenta que no estaba, caminabas nomás. Me quedaba atrás y a
ti qué chucha. Te tuve que perseguir y la chica esta Vanessa, bueno, se daba cuenta,
como Peter se dio cuenta que yo te perseguía en el mitin y me miraban como a
una cucaracha, ¡pero a la mierda ellos! Me importaba llegar a ti y por eso te
seguía. Pero carajos tú te pones en el mismo plan.
–Y la lógica te dice... Sorry,
no quiero ser así pero ya es tarde. Tengo trabajo y ayer dormí tres horas.
–Y cuando me decías que me querías. ¿Era floro?
– ¿Cuándo te dije eso?
–Sí me lo decías. Entre broma y broma pero lo hacías.
–Ya te dije cómo pasó todo al comienzo. Simplemente estaba
aburrida y bueno pasaron cosas como al comienzo, luego me empecé a encandilar
contigo pero luego me llegaste. Así de simple fue.
–Pero no querías que nadie se entere.
–Ya ni me acuerdo. Del pasado no hablo.
– ¿Y con Vanessa no
hablarás de mí, no?
–Eh, nooo.
– ¿Qué le has dicho
de mí? ––pregunta, extrañamente preocupado––.
–Tantas cosas que hemos hablado.
–No sé si tú y Vanessa hablaban mal de mí, espero que no.
–En fin, ya ni siquiera importa, estoy ocupada. Tengo una exposición para mañana.
– ¡Putamadre, deja de huir así de todo!
–Como quieras, adiós.
–No, espera.
Lucía cortó la
llamada. No entendía cómo ese huevón podía ser tan terco y ridículo. ¿Para qué
me llama si ya fue todo?, se preguntaba Lucía. Él por su parte todavía pensaba
que Lucía le pertenecía. Cada vez que una chica terminaba con él, demoraba en
asimilar su nueva condición de soltero. Los primeros días de terminarlo él sigue
creyéndose novio de la chica y con plena libertad para llamarla y proponer una
salida. “Luego me acostumbraba poco a poco”, contó en el parque Osores.
–El manipulador que
llevas dentro puede más que tú ––advirtió Jorge, desde otro tiempo, en el Parque
Osores––.
Imagen por ashleigh290 |
Sábado, 30 de octubre de 2010
Cuantas veces Javier
tomó el auto y manejó sin destino. Lo hacía por el puro gusto de conducir, de
subirse a la maquina y desabrocharse los cinturones mayores del sonido y tentar
la muerte. Con las ventanas cerradas, sintonizaba Oxígeno o Radio Mágica,
dependía del ánimo. Elegía un malecón y estacionaba un rato para abrigar sus
pensamientos con la bruma delictuosa del litoral.
You can´t do that lo sorprendió en el cambio de luces de la
avenida Diagonal, en Miraflores. Pisó quinta a fondo y abrió las cuatro
ventanas del automático. Una canción de los Beatles, según había medido los
tiempos pacientemente durante varios días, era una alegría que orbitaba a razón
de una vez por hora en Radio Mágica, de preferencia el primer cuarto de hora de
cada hora. Abría las ventanas y compartía la música con el pueblo mientras el
viento poseía al auto y lo hacía flotar como las notas en la partitura gigante
de la pista.
La canción duró hasta
el faro de Miraflores. Javier bajó a humedecer los pulmones, una niebla espesa
cubría el malecón como un presagio de esa noche donde todo acabaría. Caminó por
el malecón, que es para él un destapa mentes, un lugar donde fácilmente queda
expuesto al rigor del vacío, que muestra la inmensidad que nunca podrá recorrer,
lo pequeños que somos. Es el abismo que visita antes de escribir. Las personas
sentadas en los jardines hablaban de las estrellas y del fin del mundo ¿La
llamo o no la llamo?, debatía dentro de sí mismo. Revoleó su celular y salió el
nombre de Lucía. Es sábado, qué estarás haciendo, preguntaba imaginariamente a
su celular, como si él tuviera la respuesta.
Era noche de chicas,
las llamadas iban y venían, las amigas tenían que coordinar y Lucía estaba más
preocupada por el rímel, el rubor y por rizarse las pestañas antes que algún
terremoto en Chile o la declaración de la bancarrota en Grecia, cuando entró
una llamada en estado anónimo. Ella tiene por política no contestar a
desconocidos, pensó que eran otra vez las Meras para preguntarle la dirección
de la fiesta y contestó presurosa.
– ¡Aló, Vanessa!, ¿ya
llegaste al Jafetti? ––se delató Lucía––.
–No soy Vanessa ––dijo
Javier. Lucía supo que la había cagado––.
–Ah, qué quieres ––dijo
inmediatamente––.
– ¿Puedo ir al
Jafetti? ––preguntó––.
–No.
–Ya estoy ahí.
– ¡Haz lo que
quieras! ––contestó Lucía––. No vas a entrar, seguro estás misio.
–No. Sólo conversamos
un rato y te dejo en paz, lo prometo.
–Me estás acosando,
¿no te das cuenta?
– ¿Me crees que iré
entonces?
–No sé, estás en
drogas.
–Estoy en ti.
Lucía colgó. Ahora
faltaba saber lo más importante: dónde mierda quedaba el Jafetti. Iba a ir con
Vanessa, la china predecible, lo más seguro es que no se alejaran mucho de
Miraflores o Barranco, ese era su radio de acción. Y como preguntando se llega
a Cantuarias, llamó a su mejor amiga, una periodista que escribía para Dow
Jones, una agencia de noticias económicas para el extranjero, y cobraba en
euros. Se daba siempre sus gustos caros y el Jafetti debía ser pan comido para
ella. En el fondo, Javier quería morderla un rato. Entendía que todavía no era
tiempo, le habló con el cariño de siempre, cuando Javier le decía a Lucía que
quería salir con otras chicas una de ellas era la periodista económica,
quedaron en verse en la universidad, hablaron un rato más y luego le preguntó
por el famoso restaurante. “¡En las Cantuarias, pues huevón!”, dijo la
periodista. El lenguaje coprolálico que utilizaba la periodista económica le
confería bella terrenalidad que debía ser resuelta alguna vez con unas buenas
puteadas en la cama.
Subió por Pardo a
toda prisa, llegó a Paseo de la República y volteó. Cuadras más allá, entró a
la famosa calle Cantuarias. Lo árboles y la sombra silenciosa no advertía las
fiestas que allí se gestaban. Buscó y buscó, en la cuadra dos, “cuánto lugar
ficho, carajo”, dijo Javier. Encontró el restaurante del famoso cocinero
peruano que tanto odiaba por ser tan adulón con el presidente gordinflón. Se
rumorea que la panza presidencial provenía de los banquetes que el cocinero de
marras le preparaba. Al costado, bien plantado en la esquina, estaba el famoso
Jafetti. Las paredes rojas cubrían las luces azules de neón de dentro. Se
escuchaba música electrónica todavía. Él pasó lentamente, volteó la esquina a
la derecha y entró al pasaje Tello, una calle sin salida. Cuadró el carro al
fondo. Era sin duda el lugar más tenebroso de Miraflores, una mirada al más
allá.
Bajó y caminó sigilosamente
hasta la esquina del Jafetti cuidándose que Lucía no lo vea llegar. Se percata
que la entrada es con lista, le parece raro que Lucía ahora acuda a lugares
exclusivos. Desde que practica en Indecopi está más consumista. Pensó que Lucía
y Vanessa no vendrían solas, alguien más las invitó. Un jabalí era el cerrojo de
la puerta. Los mercachifles están cerca y en la esquina del frente. Javier hace
la finta que está hablando por celular y sucede lo inesperado: su suerte lo encuentra.
Un argentino sale borracho
con su esposa del restaurante del cocinero mundialmente famoso. Ella vestía
unas perlas en el cuello dignas de una princesa gaucha y él puteaba a todos en
la calle con la camisa afuera. “¡Peruanos del orto, mi abuela cocina mejor!”, gritó
primero. Estaba molesto, al parecer no le gustó la comida. El de la seguridad
trató de callarlo con serenidad. Todos miraban, la esposa subió al auto para
evitar el papelón. El argentino sacó la verga al aire y siguió gritando: ““Me
re-sarpo en la comida peruana, ¡me chupan la pija todos!”, y comenzó a mear.
El escándalo era
mayúsculo. La seguridad del Jafetti tuvo que ayudar para controlarlo. El
argentino amagó las tumbadas con elasticidad maradoniana. Se llevó a uno, a
dos, pero el tercero, el jabalí del Jafetti, lo parchó al suelo. “¡Soltame,
negro quita hipo!”, atinó a decir el argentino. Era el momento de entrar,
reaccionó Javier, luego de admirar la violenta elegancia del porteño para
insultar. “¡Perucho la recalcada concha bien regarchada de tu madre, cabeza de
poronga, hijo de tres yeguas bien cogidas por un camión de porongas!”, fue lo
último que escuchó.
En tres pasos estaba
adentro, el ambiente era otro. El volumen de la música independizaba al Jafetti
de las inmundicias de Miraflores, que eran menores confrontadas con las
cochinadas que ahora le tocaría escuchar. Caminó buscando a Lucía, eran varios
ambientes, cada uno decorado con la luz azul, los clientes tenían pinta de banqueros,
por allí vio que algunos se metían coca con sus tarjetas. Eligió ir a la barra
para pedirse la cerveza más barata y pasar el tiempo.
Desde allí logró ver
a Lucía en un grupo de amigas de fachas provocadoras junto a unos tipos en camisa,
con pinta de salir recién del trabajo. Todos reían y brindaban, alzaban los
vasos y se hacían señas, uno de ellos quiso demostrar su felicidad a Lucía con
un beso en la mejilla. Fue suficiente para Javier, abandonó su silla y caminó decidido
a liarse a golpes con el tipo de camisa remangada. Cuando estuvo cerca se
percató que las chicas se divertían con aquel peculiar juego de confesiones
llamado “Yo nunca”.
¡Yo
nunca lo hice drogada! ¡Yo nunca me tiré a mi amiga! ¡Yo nunca follé en un baño
público! ¡Yo nunca caché en la cama de mis viejos! ¡Yo nunca salí con el mejor
amigo de mi ex! ¡Yo nunca hablé mal del chico que me choteó! ¡Yo nunca pasé la
noche en un hotel y le dije a mis viejos que me quedaba en la casa de una
amiga! ¡Yo nunca dije que era virgen sin serlo! ¡Yo nunca besé a un chico
después de haberle hecho un oral a otro! ¡Yo nunca me masturbé escuchando los
Beatles! ¡Yo nunca o casi nunca me comí secretarias!, decían y chupaban todos.
Javier ahora sí
interrumpiría, la música lo invisibilizó, Lucía no lo vio, seguía en brazos del
gandul descamisado al que Javier quería moler a patadas si no fuera porque una
chica le clavó las uñas al brazo y lo empujó contra la pared. Una copa de Martini
jugueteaba en sus dedos. Javier contuvo la respiración, abrió bien los ojos, la
oscuridad revelaba poco a poco el nombre de la misteriosa mujer de ojos felinos.
Era Vanessa, cuyos labios carnosos eran las puertas abiertas de los siete
infiernos y su altivo rostro morado una invitación a pasar.
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