lunes, 30 de julio de 2012

La chica que choca


Imagen por José Mariños

– ¡Tú, échale bloqueador a Viviana! ––me ordena Gabriela––.

Despacio y sin prisa, rozando la indiferencia, sin intentar caer bien, esparzo el bloqueador en la espalda de Viviana. Retiro sus cabellos largos y tomo mis precauciones. Si me mira, miro al mar. O miro a Gabriela, que sus curvas me marean. En ese momento, nadie quería hacerle daño a nadie. Veraneábamos como buenos amigos y/o futuros colegas.

No estamos solos, también está Pietro contando los granos de arena de Punta Negra. Él nos trajo en su auto deportivo: un Célica moderno, fina cortesía de su padre. cualquier chica quisiera ser levantada en su tiburón plateado de dos puertas y 140 caballos de fuerza. No me extrañaría que Viviana también haya pagado peaje; con la excusa de enseñarle a manejar para tramitar su brevete, Viviana y Pietro han paseado muchas veces en la Costa Verde, al caer el atardecer. Su gusto por la explosión de las olas se confirmó en la fiesta de año nuevo, cuando un malicioso amigo corrió el rumor de que ellos bajaron a la playa y convirtieron en sábanas la arena. Ella no quiere que nadie sepa que salen, le ha pedido a ‘Pietrini’ (como le dice de cariño) que guarde el secreto. Como él no piensa engancharse con nadie (o tal vez con todas), no le molesta la jugarreta.

Sin embargo, nadie podrá decir que Viviana es fría y calculadora. Simplemente, no sabe que puede serlo. Yo fui testigo de un asesinato, cuando Viviana mató a Viviana, bebió su propia sangre y tomó su cuerpo prestado para siempre.

Ella es pura e inmaculada, un pan de dios, se baña en perfumes de jazmín, las paredes de su cuarto son rosadas y cada semana asiste a las reuniones de “Jóvenes por el futuro” para purificar su alma transparente en una iglesia cristiana de Lince. Tiene que pagar cinco soles por misa recibida, pero no importa pagar para estar con dios. A cambio, la Palabra se hace más divertida y amena, con juegos y cantos, diferente a las demás misas en Lima donde sólo habla el sacerdote como un loro malogrado.

Es mejor dejar a Viviana y Pietro a solas. Gabriela y yo vamos a arriba a buscar los servicios, le dieron ganas de hacer pila. Vamos rápido damos saltos en la arena, cada pedazo de sombra es una isla cuando el sol achicharra. Gabriela es una morocha hermosa y sus bráquets no destaja nada de su belleza. Tiene un cuerpo envidiable, producto de la práctica de la danza contemporánea desde la secundaria. Es la más bonita de la promoción, le dije cuando estaba borracho en año nuevo y los borrachos decimos la verdad. Yo me alegro de subir junto a ella las escaleras, voltear y mirar hacia abajo a las pocas personas de la playa que parecen hormigas hervidas por la arena.

Gabriela me habla de sus amores. No lo sabe, pero cuando Viviana asesine a Viviana, Gabriela tendrá nuevo novio. El anterior, Christian Birjkoff , un neoyorkino que conoció en la Universidad de Miami, se ha portado mal. Ya no soporta sus manías, sus arranques de locura. Una vez, en el calor de una discusión, él sacó un revolver (que en Estados Unidos es legal portar armas) y le apuntó. Luego dijo que era una broma y, truculento, le mostró la cacerina vacía.

Gabriela me ha confesado la edad y el país donde perdió la virginidad. Fue con Christian, me dijo antes de llegar a un club equis donde no quisieron prestarle baño.

–Parece que no hay baño ––le digo––.
–No te preocupes ––dijo ella y se dirigió a los porteros del club––. Buenas, señores.
–Buenas tardes, niña ––responden––.
–Un favor, ¿me podrían prestar su baño?
–No tenemos, niña.
– ¿De verdad?
–Sí, Gaby, aquí no hay ––recalqué––.
–Tienes que ir más arriba. Una buena caminata te vas a meter ––dijeron––.

Di unos pasos para irnos. Le dije a Gabriela para emprender la retirada, tal vez Pietro nos podría prestar su auto para ir “más arriba”. Gabriela lagrimeó un poco, se hacía la pila y no podía contenerse.

– ¿Y cuando quieren hacer sus necesidades a dónde van? ––arrojó––.

A los señores no les quedó otra que prestarle su baño. Yo me quedé esperándola, sin saber los malabares que hacen las mujeres para orinar en baños extraños. Gabriela me contó que hacen esfuerzos sobrehumanos para no tocar la tapa del wáter y se paran de puntillas para no mojarse con el agua empozada, estiran ambos brazos hacia la pared para ayudarse. Por eso me cae bien Gabriela, no tiene miedo de hablar de las cosas incómodas. Al contrario del común de las mujeres, no se queja de los chicos que se transforman en bestias a la hora de la cena, cuando ven un plato, un tenedor y un cuchillo. Esos son los machos que le gustan, “los que comen como camioneros”, dice ella. Me siento identificado y anhelo en secreto una aventura con Gabriela antes de volver a Lima.

Al volver a la playa, observamos un tumulto y apuramos el paso: un cadáver está varado en la orilla. Es el ahogado más escamoso del mundo, pero según los cuchicheos de los policías que me esforcé en recabar, se trata del argentino desaparecido catorce días antes, en las celebraciones de año nuevo. Pietro participaba en las labores de rescate junto a unos pescadores que pasaban por ahí luego de que una bañista avistara el cuerpo flotando en el mar y pegara el grito de alarma.

*******

Las redacciones policiales pararon. Habían seguido de cerca el caso del ahogado de Punta Negra. Los primeros indicios apuntaban a la novia peruana con la que convivía más de tres años en Mendoza, Argentina. Con la aparición del cuerpo y realizada la autopsia de ley, que mi compañera Nancy consiguió para ‘El Chirrión’, se confirmaba el ahogamiento por haber entrado borracho al mar a celebrar con el infinito la llegada del 2011. Me disponía a escribir la nota cuando recibí la llamada de Viviana Dallas.

– ¿Qué haces? ––preguntó de entrada––.
–Hola, redacto la nota del argentino.
– ¿Cuál argentino?
–El que se ahogó ayer, ¿no te acuerdas?
–Ah sí, no sabía que era argentino. Bueno, tú eres el periodista.
– ¡Tú también!
–Yo sigo en sexto ciclo, papito.
–No hacen falta estudios para ser periodista.
–Bueno, si tú lo dices. ¿Qué me vas a regalar por mi cumpleaños?
– ¿Cuándo es?
–El martes de la otra semana, mongo.
–Chambeo ese día y tu casa queda muy lejos, pero trataré de ir.
–Tienes que venir con ‘Pietrini’ y Gabriela  y quiero pedirte un favor.
–Dime.
–Quiero que me enseñes a manejar para poder sacar mi licencia de conducir.

Cuando alguien me pide que le enseñe a manejar, aflora en mí el profesor que llevo dentro. No es por echarme flores pero he sido profesor de cuatro amigos en el barrio que tienen mi escuela para manejar, estacionar y evadir multas. Fue una época en que a todos nos dio por sacar brevete y ser los reyes de las curvas. Cada uno con el auto de su viejo, íbamos al Campo de Marte a hacer piques de noche y la cerrábamos con unas chelas heladas.

Nunca le había enseñado a una mujer. “Y ahora tú serás mi experimento”, le dije a Viviana cuando buscábamos su auto en el estacionamiento de Tottus. Ella me dio las llaves de una Van familiar que utilizaba para transportar mercadería del negocio de sus padres que ella heredará pronto. Yo pensaba “cómo carajos se supone que aprenderás a manejar en esta ballena”. Salimos del estacionamiento, subí por Moquegua y busqué un giro a la derecha. No podía, con tremendo auto era imposible voltear en las calles angostas y viejas. Llegamos hasta la Abancay y enrumbamos por Grau para tomar la Vía Expresa y llegar al malecón.

Ahora todo es más claro, las clases eran una excusa para flirtear. Primero dejé que ella hablara de sus sueños y actividades que ocupaban sus vacaciones. Era feliz en sus clases de danza y triste en la oficina de la empresa familiar. Para contentarla, su madre le decía que le compraría un auto. Algunos domingos aburridos, fueron al Jockey Plaza a ver autos en venta, elegían el más bonito y le prometía que apenas saliera la venta del material quirúrgico a los chinos comprarían el auto. Para pagar al contado, hijita, prometía la señora.

De pronto, en el semáforo de República y Grau, aproveché para soltar mi primer tip: el que duda pierde. Los choques en Lima no se produces por pisar el acelerador, si no por soltarlo, cuando un conductor deja de creer que puede avanzar, genera incertidumbre en los demás. Esas fábulas de las abuelas que siempre hay uno más loco que tú al volante son mentiras, no las creas, si no te detienes nunca chocarás. A lo mucho te chocarán a ti, pero ya no será tu culpa.

Poco a poco, el auto se rendí a mis quimbas. Lo controlaba mejor. Estacionábamos un rato en un Chifa para almorzar. Viviana Dallas me alimentó en gratitud a la clase que vendría. No pude evitar preguntarle su pasado. Como quien pone el cambio de Retroceso, ella volvió a los 14 años, cuando salía con un hombre diez años mayor. Yo escuchaba la historia y con cierto morbo pregunté si este hombre invisible había ejercido las exigencias naturales de todo muchacho de su edad. Ella dijo que no y yo no tenía por qué no creerle. Lo veía a escondidas luego de las clases del Icpna, donde lo conoció y fue conquistada por él. “Era un chibolero”, dijo. No quiso contar cómo terminaron, yo apuesto que el chibolero extendía sus tentáculos a otras menores de edad. Acabamos el almuerzo y partimos.

Al llegar al cruce de Salaverry con Javier Prado, interrumpí a Viviana y aproveché para un segundo tip. En lima nunca chocas, a ti te chocan, dije mirando a la rubia en ropa deportiva que corría por la ciclo-vía. Eso es básico, Viviana, la barajé. Prepárate para lidiar con conductores mañosos, sinvergüenzas y borrachos, en ese orden. Cuando más tranquila estés, no sé, al volver de la universidad o del trabajo, alguna de esas especies de conductores embestirá tu auto, te hará añicos la carrocería y se irá sin que puedas pedir explicaciones.

Basta de tips, era el momento de la verdad. Ya sentiste cómo manejé el auto, ahora te toca a ti, le dije. Pietro le había enseñado bien las técnicas básicas del avance, el retroceso y a manipular la caja de cambios con pericia regular. Sólo olvidó dos lecciones, tal vez por apresurado y por querer montársela, Pietro no aleccionó a Dallas en las cosas que un viejo instructor de Chorrillos me dijo a mí; las “paralelas” y la respiración.

Para cuadrar en “paralelas” hay que saber sacar la hipotenusa de un triángulo. Es una técnica chorrillana para guardar el auto en un cajoncito, útil cuando vas a la playa de noche y no hay dónde parquear porque los espacios están llenos de parejas en autos y debes recurrir a las paralelas.

La respiración también es útil para el mismo caso. Respira en tres tiempos: inhala, contén, exhala. Cuando hayas encontrado la armonía, toma la llave y enciende el motor, le dije. Practícalo en soledad hasta que coordines bien la motricidad de tus movimientos y puedas acelerar tú sola. Mi idea es que manejes como bailas, alegre de hacerlo porque sólo si estás alegre podrás resistir el tráfico limeño y llegar al final del infierno. Ahora, Viviana, conduce.

*******

Muy bien cobijados en el auto, dos amantes propendían sus caricias a terrenos corruptos. El tipo, con pinta de gerente que lucía la cabeza despoblada, y la dama, con pinta de ser su secretaria más traviesa de uñas largas. Él tenía una familia y ella buscaba su fortuna, eran claramente amantes y vivían en la tranquilidad del pecado. Entre mordiscones y arrumacos, confundían sus cuerpos con el aire acondicionado en un auto del año y bajo el sol del mediodía de San Isidro cuando se vieron sorprendidos por un golpe nimio y seco.

– ¡Carajo, Viviana, qué has hecho! ––exclamé––.

No sabía lo que había hecho, pero yo sí. Bautizó un Toyota Camry del año, su dueño debía estar furioso, era su primer choque. Lo vi desde mi ventana: fue pescado en un momento incómodo, estaba noqueado por la sorpresa, aturdido por tantas lamidas. Sospeché desde el principio que un empresario vestido como estaba a las doce del mediodía en un parque caleta no podía otra cosa que estar trampeando a expensas de todo el barrio de la Pera del amor. El cuadro era ridículo, si yo fuera empresario y tramposín, llevaría a mi secretaria a un hotel y no viviría nuevamente la fantasía adolescente de los parques. Confirmé la teoría al ver a la dama implicada. No es por ser prejuicioso pero hay estereotipos de amantes limeñas y apuesto que ella era una.

El empresario bajó del auto y se acerco a la ventana a de Viviana. Decidí esperar a que la carajeara para arremeter sin culpas con los cabos que até en mi mente de la teoría del empresario infiel. Pero sus primeras palabras delataron nobleza.

–Buenos días, señorita ––dijo––. Me llamo Tony Chávez y quisiera saber cómo vamos a resolver esto.

¿Era un mentiroso entrenado?, ¿no quería ser descubierto y quería resolverlo todo con la más estricta reserva del caso? Le pidió documentos a Viviana, sus 19 años eran evidentes. Yo le dije que no le diera nada y bajé del auto para conversar con el señor. Viviana también bajó para ver su obra de arte. El guarda-fango había sido raspado, pensé apelar a la vieja técnica taxista  (“¡ese rasguño ya estaba ahí!”), pero no lo hice. Legalmente teníamos las de perder. Vivivana no tenía brevete; la ley sólo permite un conductor sin brevete toda vez que el propietario del auto vaya de copiloto, y yo era el copiloto pero no el propietario (¿pero aspiraba a serlo, no?). Tenía que salvarla de algún modo.

El señor Tony quiso que le pagara la deuda allí mismo. La garantía le permitía repararlo en el taller de Toyota. Le dije a Viviana que saldría más caro que un semestre de la universidad. Ella no se puso nerviosa y le preguntó al señor por el número que haría su felicidad. Viviana estuvo a punto de abrir la billetera, confiaba en que los 600 soles que tenía de efectivo le alcanzaran para remediar el daño. En ese momento, sentimos el flash de la cámara de la secretaria traviesa. La dama decía “quietecitos, no se muevan” y tomaba las fotos como quien nos apunta con un arma.

Me sentí como un criminal. Le dije al señor que ir a Toyota era imposible. Utilicé la vieja treta de todo estudiante universitario para no pagar una deuda. “Somos estudiantes, señor Tony, comprenda”. (Funciona para coimas). Le mostramos el carnet pero nunca se lo dimos. Como último tip para Viviana, le dije que entregar su identidad a cualquiera era renunciar al anonimato. El señor menguó en su idea y nos dio una salida.

–Vamos al concesionario de Volkswagen, ahí les saldrá más barato ––dijo––. Comprendo su situación, mi hijo también está en la universidad, si le pasa lo mismo que a ustedes, me gustaría que lo tratasen igual.

El señor Chávez mostró una carta más. Poco a poco lo íbamos conociendo. Su amante sí era una ladilla. Felizmente se bajó en una de las calles de la avenida La Paz, camino al concesionario. Lo seguimos al taller de la Volkswagen que estaba cerca de allí.

–Tremenda vueltaza que damos para dejar a la amante ––le dije a Viviana––.
– ¡No hables así!, seguro no tiene esposa.
–Ese tío no juega derecho… ¿Y a quien llamas?
–A Aurelio, mi padrino.

El padrino de Dallas era el salvavidas de siempre, quien la recogía de las fiestas y las amanecidas que pasaba la ahijada, ahora pagaría la cuenta. Una vez en el concesionario de Volkswagen, me presentó a su padrino Aurelio (35), que me culpó con la mirada por ser un mal instructor. Él estaba a pocos meses de casarse, lo que le daba celos a Viviana porque él jugaba con ella cuando era niña (que a veces ella quería seguir siéndolo), lo que explica un poco su gusto por los hombres mayores.

El daño costó cuatro dígitos y en soles. Aurelio pagó sin desdibujar su sonrisa de dentista. Fue la clase de manejo más cara que nadie me pagó.

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Esta historia en una canción



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