"Le hubiera besado las manos y nada más".
“El Príncipe”.
Oswaldo Reynoso.
Estar misio no es lo
mismo que quedarse sin recursos. Los bolsillos vacíos no impiden invitar a una
chica a tomar unos tragos de viento de la noche. Bien mirado, Lima entrega sus
escenarios al disfrute sin más que gastar en pasajes para recorrerla. Por ello,
podía estar misio, pero no falto de recursos para pasear con la escurridiza Viviana
Dallas.
Esa tarde soleada, la
esperé en una de las bancas del Parque Washington, agarrado a un cuaderno verde
para apuntar y dibujar. El viento movía las hojas de los árboles y desviaba mi
mirada que perseguía el vuelo gris de una paloma que aterrizaba en la hierba al
tiempo que Viviana saltaba de su taxi. Observaba absorto a la paloma picoteando
el piso en busca de granos hasta que ella tocó mi hombro.
Las clases de Estética
nos obligaban a visitar galerías de arte y comentar luego las exposiciones en
una “bitácora” (un cuaderno lleno de reflexiones sobre obras de arte). Viviana
y yo, en nuestro acostumbrado almuerzo de los martes luego de la clase, armamos
un mapa cultural de Lima y acordamos ir al Centro Cultural España.
Visitar eventos
culturales es una manera digna de estar misio. El ingreso libre es nuestro
mejor aliado. Un misio contempla la vida desde su mirada indigente y
desamparada. La opulencia y los lujos nublan el gusto, comercializan las obras,
ponen precio al arte y puede hacer de un mamarracho una pieza invalorable.
Allí tenemos a la sala
Miro Quesada en Miraflores que te salva los lunes con su ciclo de películas
peruanas, esta vez tocaba Tinta Roja; los martes había una exposición
fotográfica en el Centro de la Imagen. Los miércoles, el Cineclub Pueblo Libre
traía los últimos documentales sobre el agua para estar enterados. Los jueves, los
“intelectualoides” se reúnen en las galerías de Barranco para apreciar el arte
contemporáneo. Los viernes, si no tienes para las chelas en el Bar Kekos de la
universidad, llevas a Viviana al Olivar y los sábados su madre no le da permiso.
Los domingos sólo la llamas, porque hasta Dios descansa.
Le
dije que estoy con unas amigas en Starbucks. Me llega que siempre me controle,
no me deja ser ni hacer lo que yo quiero, tengo que pedirle permisos para todo.
Siempre ha sido así, desde chica, mandaba a mi padre a recogerme a todas las
fiestas a las dos de la mañana, o si no tenía que conseguir una amiga que
volviera conmigo en el taxi porque no podía volver solita. Los días de semana
no podía pasarme de las nueve, iba al Icpna y volvía rápido a la casa, no hueveaba nunca con mis amigos. Nunca he podido ser yo, recién ahora siento que
estoy viviendo desde los 20. Se espantaría si supiera dónde estoy ahora.
Salimos del centro
cultural y nos sentamos en la banca, conversamos acerca de la muestra dedicada
a los 50 años de la publicación de “Los Inocentes” de Oswaldo Reynoso. En mi
mente tenía contarle acerca de “El Príncipe”, personaje marginal de Reynoso que
un buen día la vida le sonríe y se vuelve ladrón. Viviana escuchaba; cuando un
tipo en chancletas y vestido con ropas raídas intervino, decía llamarse
“Colorete” y venir del circo, donde le enseñaron un truco que le daba para
vivir o al que le debe la vida. Es un loco maestro de la palabra, no podía callársele,
aseguraba que en breve introduciría dos clavos en sus narices.
Noté el susto de
Viviana, cuando ella tiene miedo se pegajosea
a mí. Espera protección, una voz de bronce y nervios de acero que espante al
advenedizo. Yo no le creo cuando insiste en realizar su acto, le pido que no
haga nada, “diablos”, pienso, “si le doy un poco de plata ya no tendré para
después”. El loco salido del circo extrae dos puntas de fierro de su canguro,
cada una de diez centímetros de largo. Apenas las mostró Viviana me abrazó y yo
me molesté. Han perturbado nuestra tranquilidad, la paloma emprende vuelo.
La punta de Colorete no
me agrede pero hinca mi orgullo de macho defensor. Le pido que se retire, no,
le pido que se largue, me pongo de pie y no le doy chance a defenderse. Colorete,
sentado en el piso, pide paciencia moviendo las manos en el aire. Introduce uno
de los clavos en su nariz.
Visualmente, el fierro
se deshace a medida que entra en la fosa nasal derecha mientras me mira
sonriendo con ojos sibilinos. El crujiente sol baña su cara y achicharra el
clavo de su fosa izquierda, parece no tener fin o tal vez, en el sin fondo de su
nariz, descansa el alma insondable del loco sonriente que introduce fierros a
su cuerpo. Sin duda, un espectáculo horrendo.
Le grité, lo amenacé de
mil maneras pero no acababa. “Dame una moneda aunque sea”, rogó a cambio. Le
dije lo que le digo a todos los que me piden plata en la calle: estoy más misio
que tú. Lárgate, láaargate, ¡lár-ga-te!, enfurecí contra el guiñapo. “Por qué
me botas, es mi trabajo”, decía él pero yo no lo escuchaba, me cegó el horror,
quizá no comprendía su habilidad, su arte.
No olvido la mirada de
Colorete. Cada vez que veo a Viviana recuerdo en silencio la mirada maledicente
del chico de los clavos. La conciencia me atormenta por haber sido
maleducado con él: sólo quería unas monedas. “Ahora sé que
contigo estoy protegida”, me dijo a cambio Viviana.
¿Gina
y tú tienen algo? Te pregunto porque leí sus mensajes y tenía varios tuyos y
todos muy cariñosos. Además la última
vez que te fuiste con ella del Kekos estaba borracha y te la llevaste
supuestamente a su casa, pero ella no llegó hasta el día siguiente. Tengo mis
dudas de ustedes. ¿Y por qué me preguntas por Micaela? Siempre quieres saber de
ella, yo no sé nada, ¿manyas? Es mi amiga pero no paro todo el día con ella ni
me importa con quién de la Facu ha chapado. Además, Gabriela me dijo que la
llamaste borracho el fin de semana pasado y le dijiste que era la chica más
bonita de la universidad, por tu culpa se peleó con su novio y ni te quiere
ver. Respóndeme. ¿Tú quieres con todas, no?
De haberle deslizado
unas monedas al indigente no habría ido con Viviana por el camino oscuro. A
escasas cuadras del Parque, había visto un hostal con nombre de beata al que
entramos sin decirnos nada. Pasamos por allí, la tomé de la mano, no hubo
oposición y doblé, abrí la portezuela de madera y busqué la recepción. Pagué
con lo justo, había calculado bien el precio de un hostal de la zona. Subimos
al segundo piso y entramos, era un cuarto de paredes naranjas con un ventanal
en la esquina que daba al tragaluz, también se colaba el ruido de la calle, las
bocinas de los autos y los ladridos de los perros. Aunque nada competía contra
los crujidos de la cama vetusta sobre la que Viviana se sentó para luego
preguntar:
– ¿En esto vamos a dormir? –recordaba el suave
colchón de todas sus noches–.
Técnicamente, yo no
quería dormir con ella. Viviana también se sorprendió, o se hizo la
sorprendida, al encontrar una toalla, un jabón y un rollo de papel higiénico al
costado del televisor de veinte pulgadas que tuve el tino de voltear porque allí
se suelen esconder las diminutas cámaras con las que graban los videos pornos
caseros en los hospitalarios hostales de baja estofa de Lima.
Yo
creía que tú eras un pendejo, compréndeme. Que querías salir con varias chicas
y no solo conmigo. Si en Año Nuevo te dije que no quería nada contigo fue porque
estaba confundida. No es que no quería estar contigo, no-no-no-no, tampoco
salía con otro brother, jamás, o sea out de mi mente. Pasa que yo no me lanzo si la piscina no está llena.
Además, podíamos salir, conocernos más, no entendía tu apresuramiento. Tú mismo
me dices que quieres tener la libertad de salir con amigas cuando quieras y
adónde quieras; no te gusta que te haga preguntas de ellas, ¿acaso no puedo
pensar que te las chapas?, los hombres siempre tienen una chica de remplazo. Ahora
sí quiero estar contigo, sólo si me pides que sea tu enamorada, podremos seguir
más tiempo aquí, así.
Viviana Dallas nunca se
despojó de su ropa interior. Ajustada y tibia, una tanga rosada cubría aquella
preciada isla de su cuerpo. En un momento, la llamó su madre. Ella le mintió,
le dijo que estaba en el baño de un cafetín. No esperé que corte y empecé a
besarla debajo de la oreja, a ver si accedía a quitarse todo y terminaba la
historia dentro de ella sin hacerla mi novia como exigía el fervor religioso
que había castrado para siempre sus ganas de tener aventuras pasajeras,
inofensivas… minúsculas. ¿Quería despojarla de su inocencia? No sé, empecé a lamer
sus senos pequeños luego de estrujarlos con las yemas de mis dedos. Puse mis
púrpuras intenciones a la altura de su ombligo y embestí; extrañamente le
procuré una sensación tan agradable como recatada. Toda la extensión de su
vientre era un clítoris, su respiración me lo decía. Nuestras pieles discutían,
era sexo sin heridas, era mutua excitación la que siempre practicó Viviana
Dallas para burlarse de las reglas de su religión sin romper del todo con ella.
Ese goce extraño de mi sexo en su vientre la encumbraba en el trance del placer
solitario al que se abandonaba, ¡abre los ojos!, le grité, pero no hacía caso.
Encerrados en ese cuarto, yo era el prisionero. Viviana estaba en trance,
acompañada por ángeles y demonios, mientras yo no sentía nada ni tenía a nadie.
No quería insistir y me tendí a su costado.
Vamos a la ducha para
purificarnos, la convencí. Allí sí se desvistió pero me pidió que cerrara los
ojos, yo obedecí. Le besé el agua de las piernas, escalé su cuerpo resbaladizo
con mis manos y, todavía ciego, hube de ponerla a horcajadas pero ella destrabó
sus piernas rápido, dijo que podía abrir los ojos y apareció detrás del chorro
de agua, ¡otra vez Colorete!, ¡mierda!, me asusté, salí de la ducha espantado,
sin decir nada.
Colorete lo había
logrado y yo no. Sus clavos fueron más efectivos que mi precaria seducción de
joven desempleado. Viviana Dallas no nació para lugares podridos. Es más
inteligente de lo que pensamos todos. Viviana Dallas quiere conocer y está probando.
No será conmigo, lo he decidido.
Tampoco
quiero que seas tú. Pobre chico tonto, ¿te crees el único?
“Suficiente mierda le
he mostrado, casi un circuito cultural de hoteles al paso. Viviana Dallas desayuna
en Charlotte, almuerza el menú universitario, toma lonche en la Tiendecita
Blanca y cena en su casa”, pensé, tendido y mojado en la cama. Ella volvió de
la ducha, habría de tomar su taxi de regreso con los cabellos mojados, nadie la
acompañaría, cruzó la habitación mal iluminada. En su rostro había una velada
confusión, o eso creí ver.
Más turbado por ella,
dejé que me vinculara con unas amigas en común. El nombre de Micaela me delató pero
pasé piola. Me dio la espalda.
Prefirió el abrazo luego del combate y no quise arriesgarme a nada más. Siguió
con la rosada tanga ajustada. En mi corta experiencia, la estirpe de chicas que
no se desnudan completamente quieren dar mucho pero les falta confiar. Han de
besarla con más insistencia si quieren encender la eternidad de esas mujeres y horadar
el fuego de sus praderas. De lo contrario, lo advierto, evapórense.
PD. Quédense un buen rato y aprendan de la chica que no le importa que estés misio.
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Esta historia en una canción.
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