sábado, 30 de junio de 2012

Reyes de la nada


Sólo lo que hemos perdido es lo único que nos pertenece
(Jorge Luis Borges)
Imagen por Comeremospalomas

Sólo soy yo y el largo tramo a casa. La noche fue una muerte anunciada. Un huracán de esos que pasa y arrasa con todo, menos conmigo. Todas mis intuiciones se asomaron para verme caer. Creo que tienes razón, la culpa es de uno cuando no enamora y no del tiempo ni los pretextos. Con los ojos bien secos, miro cómo te vas adentrando en la neblina y empiezo a recordarte.

Cierro mis ojos y la música suena fuerte, tan fuerte que aun retumba en mis oídos. La gente ha empezado a bailar y se ha armado un tremendo desmadre en la pista de baile. Ella y su grupo de amigos se encuentra en una esquina muy lejos de nosotros. No puedo evitar voltearme, mirarla, abrazarla con los ojos y tener ganas de atravesar el mar de brazos, empujones y saltos que nos separa. Quiero decirle tantas cosas a ella, pero no lo hago y me quedo casi estático en mi lugar. Me muevo al compás de la música, me dejo llevar.

Todo parece ser diferente. Cuando faltan pocas cuadras para llegar. Mi entusiasmo lo escondo detrás de mi risa y del humo de mis cigarros. Llevamos un ron entre manos para ir por tercera semana consecutiva al Partido Socialista. Javier ha permanecido las últimas cuadras en silencio. Como si en su cabeza se dibujara todas las escenas de la noche.

Él quiere impresionar a Valeria o al menos eso me parece por el ademán que hace con sus brazos y los pequeños saltos lleno de energía que da. La convence de llevarla al medio del pogo. Ella no le dice nada y él se la lleva al medio de la pista como le prometió. Decenas de personas se pierden en medio de las sombras a contra luz. Ha sido difícil seguir el rastro a ambos con la mirada. Ellos saltan al centro. Ella tiene los ojos bien cerrados, mientras que Javier construye con sus brazos un mundo indestructible, donde los empujones, golpes y patadas parecen ser distantes a ellos.

Llevamos varios minutos esperando. Cinco minutos más tarde siento que nos han dejado plantado. Sin embargo, no pierdo la esperanza de ver a Mercedes. Unos cuantos vasos encima y la espera se hace placentera. Mi amigo y yo nos turnamos para comprar cada entrada por separado para así esperar uno en la puerta por si las chicas llegan antes. Después de la media noche, las entradas elevaban una suma irrisoria el costo, costo que no estaba dispuesto a pagar.

Repito el discuso de Javier e intento hacer lo mismo con Mercedes, pero ella se niega a hacerlo. Tiene miedo y la música de las guitarras eléctricas no le gustan mucho. Sólo está ahí por acompañar a su buena amiga Valeria, quien parece estar protagonizando la escena de una película independiente con Javier. Su indiferencia es más cruda que la de Malena en la distancia, que sólo se ha dignado a verme dos veces desde que llegué.

Javier se aleja unos cuantos pasos y grita: cuánto te demorarás. Pero Vendrás. Está bien, yo espero, y cuelga. Cuando le pregunto con quién había hablado, me dice que es Magdalena. Ella está esperado a Gina, quien se demora horas en escoger algo que ponerse. El dilema de siempre, responde con sarcasmo. Pero quizás son aquellas situaciones insignificantes, graciosas o superfluas que darán forma a la noche, pienso.

Trato de convencerla una vez más. me animo a ir con Javier y Valeria. Los tres saltamos en medio de la multitud. Saltamos lo más alto que podemos llevados por el alcohol que tenemos en el cuerpo. Llevados por el afán de sentir la música y de proteger a Valeria de cuando cavernícola se acercaba. Decidimos comprar algunas cervezas para refrescarnos del congestionado ambiente.

El gentío se ha aglomerado en la puerta. Entre todos hay una que me ha llamado la atención. No sé si es producto de los vasos de ron que llevo encima o es que la veo en todas partes, pero es Malena, justo delante de mí con sus amigos Julio y Jennifer. Cuando ella me reconoce se tropieza contra una botella de cerveza tirada en medio del camino.

Me dirijo al baño por un instante. Cuando me encuentro con Romina, una hermosa chica que estudia cine. Conversamos un instante. Me despido, espero verte más tarde, le digo entre sonrisas. He perdido a mis amigos, no los veo por ninguna parte, pero Julio me saluda como si no me hubiera evadido toda la noche. Javier aparece de pronto y convencemos a Julio de que se tome unos vasos con nosotros. En realidad queremos deshacernos del pisco que ha sobrado y que muy sutilmente Valeria ha camuflado en su cartera.

El teléfono de Javier vuelve a sonar. Es Magdalena, del otro lado del teléfono. Ella está con Gina. Aprovecho los pocos minutos que me quedan para contarle que Malena está entre la multitud. Es posible que ella entre. Pero Javier se ríe, debe estar maquinando algo. El plan es simple, me dice. Usa a Gina para darle celos a Malena, ella se presta para estas cosas. Pero yo me rehuso sutilmente.

Hablar con Julio es solo un pretexto para ver a Malena. Luce distinta. Aunque no más bonita como esperaba. Tiene su clásica blusa de flores rojas. Pero ella nos da la espalda, que ahora veo más grande. Nos despedimos de Julio y regresamos con Valeria y Mercedes. Donde siempre he querido estar: con ellas. Valeria me dice que se ha excedido de copas, mientras que yo la sostengo del brazo. Nos sentamos cerca a una mesa, cuando me dice que hay una chica que me está mirando. Es Malena que me mira de reojo. No le doy importancia. No le digo que ella es mi ex. Me gusta que me vea con ella y que, de alguna forma, sepa que he seguido con mi vida desde que nos alejamos.

Mercedes es la más bella de la noche. O al menos eso creo cuando la veo desde la esquina acompañada con Valeria, su mejor amiga. No logro escuchar lo que dicen, pero observo sus pequeñas risas escoltándolas hacia nosotros. Trato de no parecer algo nervioso o emocionado pero no puedo, mi Yo Interno me traiciona. Tomo un vaso más y doy mi mejor esfuerzo. Javier ha tomado a Valeria unos segundos, se ha alejado de nosotros para disculparse del incidente que cometió la última vez que se vieron.

Muy cerca de nosotros Javier conversa con Mercedes, quien también ha libado de más. A veces no sé si Javier quiere hacerme el bajo o anularme de una vez. cuando le pregunta si yo tengo alguna chance con ella. Mercedes se queda callada unos segundos. Piensa su respuesta y le dice que no. que le parezco un buen chico, tierno, lindo y extrovertido. Es tan divertido que siempre me quedo conversando con él toda la madrugada, dice ella.

Es un momento incómodo. Estamos en medio de dos grupos. Al parecer, a Magdalena y a Gina no les agrada la idea de juntarse con Mercedes y Valeria. Aunque sinceramente prefiero la compañía de las últimas. Entramos juntos, pero es en ese mismo momento que Magda y Gina se alejaron de nosotros. Se refugiaron en un grupo de rufianes con casacas negras de cuero.

Valeria está descorazonada, siente que no es correspondida. Me pregunta si es fea, y yo, no, todo lo contrario, eres una chica linda e inteligente. Y por ese instante se me pasa la idea de besarla, pero me contengo. Es ella quien me da un tierno beso en la mejilla. Es en ese mismo instante que Malena pasa por el pasillo. Mi venganza ha sido consumada, me digo, pero no la disfruto.

Ella es tan linda que me hace olvidar los desplantes de Mercedes y Malena. Pero luego todo desaparece cuando me dice que lo único que la hace realmente feliz cuando se siente deprimida es “brichear”. No la conocía en esa faceta acercándose a cualquier tipo de presencia extranjera. Coqueta de una manera patética, aunque de inglés respetable. Mercedes quiere hacer lo propio pero ella sólo sabe decir los colores en inglés. Yo le sirvo de traductor pero lo único que hago es aclararle a los turistas que ella es mi chica y que solo queremos practicar nuestro inglés. No obstante, sorprendo a Merce cuando hablo con uno de ellos en francés. Y aunque mi francés es muy básico, parece ser ostentoso para mis amigos turistas que se explayan conmigo y sólo atino a mover la cabeza.

Valeria está molesta. Hemos arruinado sus planes de conquista. Así que junto con Mercedes se esconden de nosotros en el baño. Aunque en ese momento nosotros no sabemos qué hacemos mal. Las esperamos afuera y ellas no quieren salir, quizás porque espantamos a los posibles galanes que quieren ligar esa noche. Por un momento, pensé que ellas eran distintas. Naturalmente, mañana se olvidarían de todo y si algo salía mal alegarían que estaban algo tomadas.

Entiendo que hacemos el papel de estúpidos, que Valeria y Mercedes no quieren nada con nosotros más que una desinteresada amistad. Así que las dejamos en paz conversando con un nuevo grupo de alemanes. Nos sentamos en una mesa a terminar las botellas de cerveza que aun nos quedan. Magda y Gina despojan a Javier de lo único que queda: su vaso.

El camino es largo, le digo a Javier cuando le golpeo ligeramente el brazo. Así que también nos despedimos de ellas que solo hemos visto un par de veces casualmente, siempre con algún chico de casa de cuero. Caminamos en silencio, siento que hemos perdido algo, sobre todo yo. Era irónico quedar ver casi a todas y no irse con ninguna. Mercedes terminó coqueteando a extranjeros junto con Valeria. Y Magdalena y Gina, que solo buscaban a Javier para exprimirle la última gota de alcogol que podían.

Aquel grupo de rufianes que habían acompañado toda la noche a  Magdalena y Gina tenían otras intenciones para nuestras amigas. Magdalena leyó las intenciones de aquellos bribones y se sintieron vulnerables para quedarse con ellos. Así que en el último arrebato de conciencia, Magda llamó a Javier y le pidió que regrese por ellas. A mí no me quedó más remedio que regresar también. entre los planes de Magdalena están que Javier costee un taxi hasta su casa en que se quedará a dormir Gina aquella noche. O mejor dicho un par de horas porque el día estaba algo empezado. Pero Javier se puso fuerte y no les dijo que nosotros iríamos caminando que eran solo treinta minutos a pie.

No recuerdo en qué momento nos separamos, quizás eran por los pasos lentos que daba Javier o el cansancio de Magda, pero Gina y yo los llegamos a pasar. Pronto sin darnos cuenta les llevábamos una gran ventaja así que nos sentamos. Magda le confesó a Javier que se alejaron de aquel grupo de galifardos porque sentía que se la querían “levantar” que ella está cansada de que la vean como un objeto sexual y no la chica que solo quiere un chico dulce como él, es todo.

Gina y yo vemos el abrazo que Magda le da a Javier y a la distancia creemos que se están besando. Es mejor no insistir ni apurarlos. Del lado de ellos, nuestras sombras crean la apariencia de lo mismo. No nos movemos de nuestros lugares para no arruinar el momento al otro, aunque en realidad nadie ha hecho nada.

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Esta historia en una canción

jueves, 21 de junio de 2012

La hora celeste

Yo quiero
peligros
extremos:
delirios
en cielos
precisos
y tersos
(Jorge Guillén)

Imagen por Lindseyy.

Imagino que amanece, que una chica está a mi lado. La miro desde un costado y su piel cambia a celeste. Es la luz que no termina de ser clara por sí sola. Necesita de su alcoba, de su sexo y su piel fina. Luz que es mínima ante ella, que no solamente arde, tampoco deja besarle ni sus labios ni su estrella.

Una por una, hundo mis caricias en sus sueños, abro la rosa con mis manos y dibujo su rostro con mis labios convencido de que el mejor amor es el que todavía no se hace. Procuro no cometer una torpeza y a la vez me pregunto en qué punto de su cuerpo encontrarla pero ella sigue y juega a las escondidas detrás de sus párpados. Quiere seguir durmiendo, así que la dejo libre, la suelto, la vuelvo a mirar y allí están sus ojos como dos lamparitas. Me mira, la descubro y cierra sus ojos otra vez.

No la miro, es más honesto decir que la vigilo. Tengo entre ceja y ceja a la Caricatura de lentes gruesos y gigantes, cabello corto y una terquedad que le suda por las patillas. Hace rato hablan muy cerca. Ella no aleja su rostro. La Caricatura no se percata de nada, lo veo ansioso, quería intentar algo, me pregunto de dónde habrá salido aquel advenedizo. No conocerlo me deja extrañamente tranquilo. Claramente ella coqueteaba, le daba pie al enano subido en la mesa. Lo abrazaba, lo tomaba del rostro, se apoyaba en sus piernas; ella, ella, ella. Parecía dominar la escena, ¿lamentaba no corresponderle? Es una maestra.

Pocos conocen el color del cielo cuando amanece. Todavía el día no se enciende, pero la piel vainilla de ella era fotosensible a ese momento celestial. Yo, que esa noche no cerré los ojos, la quedé mirando y sorprendido veía que su oreja izquierda, y lo poco que veía de su cuello, mutaba del azul añil de la noche a vestirse con el celeste intenso del cielo a esas alturas de la mañana. La frazada abrazaba su respiración y sus movimientos, pero su aliento enamoraba una y otra vez al viento. No suelo habitar en estas horas pero quiero buscar su rostro, quiero verla despertar, yo sé que no hay chica más bella cuando despierta que ella, se lo he dicho y no me cree. Quiero escribir un poema y la poesía ya vive dentro de ella, sueña con ella, gatea con ella. Quiero acercarme y, ¡hora de levantarse!, la alarma del celular derrumba el paraíso que nos cobija.

Todos escuchan el silbido que desvía las miradas en el bar Kekos. Voltean y acompañan al batutero de la facultad de Comunicaciones. Se inicia el himno que ha sido cantado en todas las canchas en las últimas dos semanas de olimpiadas Interfacultades: “¡Yo soy del cuervooo, la hinchada más grande, la que te alientaa por todas parteees. La que hace correeeeerr a esos cagoones, yo lo sabíaaa son maricooones!”. El bar es un infierno, compañeros y amigos en estado de putrefacción ligera deambulan y conversan del fin del mundo y de morir allí mismo. A mí, un dolor de garganta y una gripe leve me impide tomar helada la cerveza. Aprovecho y pongo en práctica mis poderes de Cupido, quiero unir corazones esta noche. Por ejemplo, ahí está José con Adriana. Sé que se gustan, los reúno en mi mesa y los dejo conversar. Me quedo solo un momento, ella me ve, está ebria y se acerca a mí. ¿Estás molesto conmigo?, me preguntó.

Estoy contento, mucho. Tanto que no puedo disimularlo. Respiro sin tregua, mi pecho late rápido, no sé qué me pasa, mi cuerpo no obedece. Le echo la culpa silenciosamente a las pelusas que dejan sus gatas cuando duermen con ella. Seguro soy alérgico, descubro. De pronto, señal que duerme, ella suelta unos ronquidos leves, los cuales escucho con curiosidad sin dejar de analizar cada fracción del ruido. En un momento, la empujo un poco con el codo. Basta moverla un poco para que deje de vibrar. Dormir con la nariz al cielo es lo que creo que origina sus ronquidos. Mi respiración espasmódica no cesaba, felizmente no sudaba pero mi cuerpo temblaba y la habitación a mi ritmo. Tuve que moverme y darle la espalda. Renacían sus ronquidos, la volvía a mover y nuevamente quedaba de costado. Dormía pacífica y yo la envidiaba. Si notó mi nerviosismo, creo que lo comprende.

Tú qué crees, le dije. ¿Por el agarre con Chito?, preguntó. Ya lo dijiste, respondí. Te juro que no me acuerdo de nada, dijo. Estuve con pastillas dos meses, no tomaba nada, la cerveza me chocó muy rápido, tú también me diste de tomar un montón, arguyó. No entiendo, si dices que no te acuerdas cómo sabes que te lo chapaste, te contradices, apuntillé. De verdad no me acuerdo, dijo. Nos quedamos callados. No le creo, sabe que no le creo. Le jode que la mire como si la odiara. Me jode que se ponga más roja que un tomate cuando nos cruzamos en la facultad. Ya no quiero fingir que no la veo: en las piletas, en la cafetería o en los simulacros que se han puesto de moda. Pensaba no hablarte nunca más, le dije. Nos quedamos callados. No entiendo para qué has venido, le dije. quería saber si estabas molesto conmigo, respondió. Bueno, ya lo sabes, dije arisco. Ella quiso irse. Besé a S la frente, es lo último que hago por ella. No quiero cuidarla más.

Beso a S las manos, está en pijamas. Estamos abrazados. No fue difícil aceptar su invitación. Me voy a quedar con ella, quiero mimarla un poco, quiero besarla más, quiero despertarla y que vaya a su clase de las ocho de la mañana. Me pregunta si ronco, le dije que no y la alivio. No le molestó cuando le advertí que me movía mucho cuando dormía porque ella dijo que también lo hacía. Cierra los ojos y no sabe que le hago el amor desde que la conozco, con la mirada, con las palabras, con mis besos que ha olvidado. Siempre pensé que la solución para esas lagunas mentales era despertar juntos, pero no se lo digo. Seguimos abrazados. Quiero decirle lo más importante. Sin embargo, ella, con un movimiento rápido, se desprende de mis brazos, me clava la mirada y ¿somos enamorados?, me pregunta.

Haz algo rápido que ese patín te va a atrasar, me dice mi amigo el gordo Batalla. Caricatura ha vuelto a atacar, ella lo llevó a conversar al fondo del bar. Eres libre, no tengo ningún derecho sobre ti, tú sabes que puedes hacer lo que quieres sin remordimientos, le dije antes. El gordo Batalla me dijo que conversó con ella y en su opinión debo ir a buscarla una vez más. Ella piensa que la odias, me dice Batalla. No te creo, gordo, le dije, eres mi amigo y lo dices para alentarme. Batalla no ha descubierto la pólvora, me ha dicho lo que me dicen todos, que la luche, que vaya, joda y joda, pero el gordo lo ha logrado, me vendió las mismas ideas en un envase distinto. Agarré la botella de ron, me serví un vaso puro y me lo sequé. No me importa lo que pase, camino directo a ella, que camina en dirección a Magda, su mejor amiga. Pero ella está ocupada con uno de los cachimbos. Magdalena no se quiere ir, aprovecho el momento y la cojo fuerte de las manos y le digo vamos. Salimos del Kekos, lo primero que hice fue besarla. Para recordar el sabor de tu boca, le dije. Nos besamos otra vez, sólo importa ese momento, nada antes ni después. Le digo que la llevaré a su casa. Me dice que no es necesario. Sus amigos la buscan, Felipe y la Caricatura vienen juntos a querer llevársela. Me presento ante ambos, Felipe me dice que le diga “Felp”, así que le pido diez minutos a Felp mientras la Caricatura se quita los anteojos, los limpia y sigue sin entender. Todo pasó rápido. Ellos insisten. Les pido cinco minutos, ya acabamos, les dije. Ella me apoyó. Le pregunté, celoso, por qué la Caricatura la busca tanto. Me dijo que no sabe, que la Caricatura le contaba que su novia lo dejó y ella lo consolaba. Pienso que la Caricatura es un pendejo y un sabido por usar la clásica excusa de la ex novia para agarrarse a mi chica. Me dice que igual Chito y la Caricatura “no significan nada”. Me lo ha dicho varias veces. Sigo molesto, pero ella voltea la discusión. En condicional, me preguntó: ¿y si a mí me jodiera que te chaparas a Viviana en año nuevo? ¡Tú me juzgas y haces lo mismo!, reclamó airada. Le digo que la chata Viviana no me importa, que sólo es mi amiga. Pienso inmediatamente en Magdalena: ella le ha contado a S lo que ahora sabe. Queda claro que esta noche nadie viste santos.

Llegamos a la esquina de su casa. pago el taxi y caminamos. Le prometí dejarla en su puerta y quise cumplirlo de no ser porque el ron me pasó factura y me dieron ganas de descargar el líquido y como no pensaba hacerlo en su calle, le pedí prestado el baño. Dijo que sí. Subimos las escaleras en puntillas para que sus tías no se despierten. Entro al baño, hago lo que tengo que hacer, lavo mis manos y salgo. Su sala está oscura, es el reino tenebroso de las gatas que pasean y lanzan rumor y donosura y encuentran el placer en las cortinas cerradas. La única luz venía de su habitación, escucho que remueve unas cosas y la veo salir. Es hora de despedirme. Viene con un chocolate Chocman en la mano. Para el camino, dico cuando me lo entrega. Alegre, la beso de nuevo. Esa barra de chocolate me calentará mientras espero el micro. ¿No quieres quedarte a dormir?, me invita.

Acepté acompañarla al paradero. Sus amigos iban adelante. Magdalena había salido del Kekos y apuró para que nos fuéramos. Ante las chanzas del grupo por vernos  juntos, le digo que debemos ir a la otra vereda para conversar tranquilos. La avenida universitaria está en refacciones, así que cruzamos a la otra orilla pisando los montículos de tierra. No escuchamos a nadie, sólo nuestras verdades. Llegamos al paradero tomados de la mano. Sólo restaba decir que la quería, habíamos discutido mucho y es tonto dar paso a los celos o recalcitrar en las mismas peleas. Nos sentamos en el paradero. La abrazo, me abraza. En voz baja, nos decimos te quiero. Ella me pide paciencia, que hace tiempo no está con alguien y que ha aprendido a hacer sola todas sus cosas. Yo acepto porque mi situación es parecida. Si ese fue el primer día con ella, creí conveniente no etiquetar nada, dejar que el viento nos lleve y nos traiga. Ninguno se acordó que los micros no iban a venir en ese paradero fantasmal, los amigos se cansaron de esperarla pero sólo Magdalena se acercó, tenía los ojos inyectados, quería dormir en casa y planeaba llevársela, ellas habían quedado en eso. Alejó a todos de nosotros, tomó el rostro de su amiga y le preguntó: ¿S, te quedas o te vas? Ella respondió: me quedo con él.

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Esta historia en una canción.

miércoles, 13 de junio de 2012

Casi la misma historia de siempre

"El sueño interrumpido" (Boucher)

Fueron dos días antes de  volver a ver a Mercedes y Valeria que Javier se tomó unas copas con Reiner en el hueco de la universidad. hace una semana veníamos hablando de lo mismo, de la fiesta de aniversario de la nueva izquierda en el Partido Socialista, que dicho de otra manera, era sólo el nombre del local. De político no tenía nada. Salvo una que otra imagen de Arguedas que, cuando le preguntamos al barman por qué había un retrato de él allí, no supo qué responder.

Fue luego de las competencias interfacultades que Javier se encontró de pura coincidencia con Reiner, al cual yo le había perdido el rastro hace unas semanas. Se sentaron en una mesa y tres botellas después empezaron a conversar de todo. Javier le contaba acerca de la pequeña publicista que le había roto el corazón y al mismo tiempo de la nueva chica que había conocido, amiga mía por cierto. Por otro lado, Reiner le contaba acerca de su primera novela terminada, esa que hablaba de una tal Lucía, que lleva el mismo nombre que la chica que lo inspiró. La conversación y la noche no pararon hasta que Reiner estuvo bien mamado. Dos días después, se enfermó.

Los tres habíamos quedado en ir al PS el fin de semana. Sin embargo, las copas que tomaron el jueves fulminaron el destino de Reiner. Me quedo en casa, muchachos, nos dijo. Pero nos acompañó, más de fuerza que de ganas, a beber unas copas de ron con nosotros.

Las copas demás le dieron el valor a Javier de poder llamar a Valeria, con la cual yo había hablado horas antes por Facebook Chat sin decirme qué haría esa noche; no obstante, crucé algunas cuantas líneas con Mercedes, su mejor amiga, la cual me había afirmado que ese fin de semana se iban a una fiesta en Mangomarca, al cumpleaños de su mejor amigo, un tal Marquito, el cual sospecho que es gay.

Javier se aleja de nosotros, no logro escuchar lo que dice, sólo que él la llamará antes de entrar al local. Tratamos de convencer a Reiner de que se una a la faena y la insistencia se acaba con el último vaso que Javier acaba de secar. Nos despedimos de él. Caminamos hacia la tienda y decidimos comprar otro ron para el camino. Debe ser porque en el fondo tenemos la esperanza de convencer a Mercedes y Valeria de no ir a Mangomarca e ir al Centro con nosotros.

Es la segunda vez que Javier y yo vamos a aquel lugar, la entrada es gratis, decía el evento que había constatado Javier horas antes en su laptop. Javier vuelve a llamar a Valeria, pero es Mercedes quien responde el celular. Él no sabe que es ella y suelta un par de chistes, mientras, ella se ríe a carcajadas de los disparates de Javier. Cuando él se da cuenta de que habla con su amiga, le pide que se la pase. Yo observo todo desde mi vaso de ron.

Hago una señal con las manos, para decirle a Javier que deje de hacer el papel de tetudo, y deje a las chicas en paz, él me hace otra seña como pidiendo más tiempo para convencerlas, cuando Javier está casi convencido de que ellas vendrán, me animo a participar de la conversación soltando palabras bizantinas a los oídos de Mercedes. Esas chicas deben tener algo especial porque me reconozco en ellas, en especial en Mercedes, le dije a Javier.

Como siempre ellas no vinieron solas, llegaron con un par de amigas más, entre ellas la Pollo, y una tal Sabrina a la que saludé una vez en la noche y no volví a ver hasta minutos antes de marcharse.

La música del local no parecía ser la habitual. Los viejos éxitos musicales de Daddy Yankee hacían bailar a propios y extraños. ¡Esto es pura pose!, exclamó Javier desde una esquina blandiendo una botella en la mano. ¡Esto de izquierda no tiene nada! No puedo creer que tanto hardcorcito baile canciones de latin pop, me dice.

Esto me hubiera molestado en tiempos de Malena, el PS sería su templo y lo estábamos profanando. No le refuto nada, esa noche no me importan las ideologías políticas, ni las suyas ni las mías ni las de nadie. Solo quiero volver a ver a Mercedes y bailar con ella, claro esto no se lo digo a nadie, ni a Javier. Sólo muevo mi cabeza en señal de aprobación al comentario que acaba de hacer.

Ellas irrumpen como siempre al local con la alegría desbordante que las caracteriza. La saludamos, mientras ellas inspeccionan el local. Lo que me gusta de ellas es que se parecen a nosotros, les encanta la vida bohemia que sólo ofrece este lado de la ciudad y probar cosas nuevas.

Saco a bailar a la Pollo, le doy más vueltas que pollo a la brasa, mi intención no es más que la de ganar tiempo, y demostrarle a Mercedes que puedo divertir a todas sus amigas y también a ella. En otro lado de la pista, Javier da vueltas a Valeria como si fuera un trompo. No somos grandes bailarines, eso está claro, pero sí los más felices y para las mujeres eso es suficiente. Mientras la canción de Mangú sigue sonando, un bribón de 1.8 metros saca a bailar a Mercedes: Merce, para sus amigas.

La canción aun no acaba y quiero deshacerme de la Pollo, quiero regresar con Merce, quiero ser su caballero en armadura y rescatarla de aquel granuja que baila con ella, cuando sus labios cruzan por primera vez. no puedo creer lo que estoy viendo. Debe ser lo que he tomado de más, no es cierto. Es ahora ella quien lo toma del cuello. No puedo más, la canción por fin termina. Le doy un beso en la mejilla a mi compañera de baile, y disimulo el amargo sabor que tengo en mi corazón. La imagen del beso de Mercedes me da vueltas en la cabeza y yo sin poder reclamarle algo.

Valeria, quien ha intentado zafarse del acaramelado Javier, sigue mis pasos. Me pregunta adónde voy con tanta prisa y e dijo para fumar un cigarrillo en silencio, lejos de la pista de baile, con un buen vaso de ron. Ella me pregunta de nuevos i acaso mi malestar se debe a la indiferencia causada por Mercedes y yo no le respondo. Ella ofrece pagarme una bebida, la cual no rechazo porque sé que su afán es sobreponerme de su amiga Mercedes, a quien ella conoce más.

Ahora todo el malestar ha pasado, es Valeria quien me hace reír contando anécdotas, historias y secretos para desencantarme de su amiga. Como que a veces duerme con una mata de los Power Rangers que tiene desde que era una niña o que su último novio se comía los mocos. Ella es increíble y buena conmigo. Javier irrumpe en escena.

Me llama a un costado y me señala muy sutilmente atrás suyo. En aquella mesa al frente está sentado Julio, el mejor amigo gay de Malena, mi ex novia, y quizá motico principal para que ya no esté conmigo. En aquel entonces, Julio siempre criticaba mis ideas políticas que según ellos dos y “su grupo de amigos” tildaban de derecha y burgués. Ahora él estaba adelante mío. Es momento de arreglar asuntos pendientes, me convence Javier con la mirada nublada y el dedo índice despegado de su vaso señalando a Julio.

No era necesario que haga todo ese número. Sólo tenía que pedirme que lo deje conversar un rato solo con Valeria y listo. No importa. Me acerco hacia su mesa y lo saludé, él me abrazó. Me preguntó que había sido de mi vida, que si ya había terminado mi carrera (han pasado dos años de mi ruptura con su amiga) y sucesos sin importancia, no pude recriminarle nada, hablamos unas cuantas cosas, me preguntó con quié había venido y señalé sutilmente a Valeria y Mercedes que estaban de espaldas conversando entre ellas. Me despedí de él y regresé con ellas.

Le pregunto por Javier a Valeria y me responde molesta que no le importa dónde está. Mientras que Mercedes trata de consolarla y le prende un cigarrillo, Javier deambula por la pista de baile. Está algo perdido y descoordinado. No entiendo lo que sucede, yo fui a encarar a Julio, pero al final no pude, intercambiamos unas cuantas palabras y creo que la mayor venganza (porque seguro le contará a Malena que me vio en el Partido) será que sepa que ahora salgo con alguien más, le cuento a Javier que no me dice nada.

La he cagado, me comenta Javier. Sí lo sé, le digo, pero cómo, le pregunto, mientras cavila sus ideas. He intentado besarle los pechos a Valeria, me dice, avergonzado, y yo no puedo creerlo, pero qué mierda tienes en la cabeza, le pregunto. él me dice que los abrazos en la hora del baile se hicieron más fuertes, que el olor de su piel, sus cabellos castaños, incitaban a hacerlo.

Me dirigí hacia las chicas y les pedí disculpas en nombre de mi amigo. Javier está realmente avergonzado le explico que él no suele ser así, si no que se ha pasado de copas. Felizmente Valeria no es rencorosa y hacemos salud como si nada hubiese pasado. Veo marcharse a Sabrina con la Pollo sin decir nada, es curioso, a ellas no las he vuelto a ver en casi toda la noche. Había olvidado que estaban con nosotros.

La noche está avanzada y decidimos acompañar a las chicas a sus casas, Mercedes vive muy cerca del Centro, así que la dejamos en la puerta de su casa. La odisea está en dejar a Valeria quien vive en el Agustino. Javier me pide pasar al asiento delantero del taxi y yo lo hago, dejo a Javier y Valeria atrás.

No sé qué pretende Javier con ella, se ha comportado como un animal, un animal en celo. Pero la siempre pacífica Valeria se ha mostrado comprensiva y deja que Javier repose sus garras en ella. Y se desploma de sueño. Mientras Valeria y yo hablamos de política de esquina a esquina.

Hemos llegado, dice el chofer cuando empezaba a cabecear de sueño. Valeria se baja sola, nos despide a contra luz de su casa. Iluminada a medias por un poste. No hay veredas en su calle pero aún así Valeria sigue luciendo hermosa, Javier y yo levantamos las manos en señal de despedida. El taxi nos trae de vuelta al Partido, como había sido el acuerdo. Sólo quedan las ruinas, la fiesta ha terminado.

Decidimos caminar a casa, que queda muy cerca. Nos sentamos en una banca para explicarnos lo que ha pasado. Javier me dice que no puede creer que haya intentado besarle los pechos a Valeria, ¡que no es lo mismo que intentarle besar los senos!, recalca. Sobre todo no puede creer que Mercedes haya besado a otro chico. No pierdas esperanzas me dice balbuceando de sueño y algo tomado. La esperanza es lo último que se pierde, aun falta un capítulo más con ellas.

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Esta historia en una canción




jueves, 7 de junio de 2012

XVII. Al vacío (CAPÍTULO FINAL)

“El amor lleva consigo la semilla de la tragedia”
Roman Polanski.

Las voces y la bulla de la discoteca se colaban a través del auricular. Lucía respondía pero no hablaba, su celular estaba abandonado en la cartera de una Mera. Javier no se desesperaba, un periodista nunca pierde los papeles, se decía. Había tomado las precauciones del caso, una lata medio vacía de cerveza lo acompañaba en la banca del cruce de Cantuarias con el pasaje Tello. Lucía saldría del Jafetti y esa banca sería su paso obligado.

A punto de dormitar, Javier levantó por última vez las pestañas. Allí venía Lucía, no estaba sola, sino seguida por cinco mujeres más, todas juntas y a contraluz parecían las sobrevivientes de una película de zombies. Vanessa lo vio y alertó a las Meras. Él no iba a correr, sabía que venía un momento incómodo, resistiría estoico el paso de ellas.

Sus tacos sonaron fuertes, pero no tanto como sus miradas. Algunas parecían condensar un bolo de saliva destinado a él como quien carga una pistola. A las cuatro de la madrugada, nadie puede confiar en las Meras en estado etílico. Javier volvió a respirar cuando las tuvo a tres metros de distancia. Lucía estaba con la cabeza gacha, tal vez por presión del grupo eligió sólo pasar.

Llegó hasta la esquina del parque Kennedy y se quedaron allí quietas, llamaban por celular. Javier pensó ir donde Lucía para reclamarle la promesa de irse juntos. Ya estás grande para reclamar promesas, se dijo a sí mismo y volvió al auto. Caminó por la sombra y nuevamente, aparecida quién sabe de dónde, Lucía pronunció “Javier”.

Colgada de Vanessa, Lucía hablaba con los ojos cerrados. Estaba mal, visiblemente. Vanessa conservaba el aspecto vampirezco del Jafetti. “Vamos a casa”, le dijo Javier. Lucía no dijo nada, Lucía se estuvo, callada, escuchando su propio deseo, la luz había abandonado sus ojos, lucía sin Lucía. Lo abrazó, fuerte y más que fuerte. Javier se quedó corto, no la besó por respeto a Vanessa que los miraba. Volvió a repetir: “vámonos”.

–Ella se va conmigo ––intervino Vanessa––.

Vanessa desconfiaba de Javier aunque no lo dijera abiertamente. “La próxima, cuando esté más lúcida, la llevas tú”, dijo Vanessa. Lucía, como un zombie envuelto en su propio deterioro, tenía la estabilidad de un trapo y escuchaba con la mirada fija en las rayas blancas de la pista, no decía nada, apenas dejaba su baba caer.

Lucía no parece ni la mitad de la chica que Javier besó horas antes en el auto al que ahora no quiere subirse. Contrasta con Vanessa que, con una mirada demoledora, defiende su idea, que en realidad viene del miedo y la sorpresa juntas que le genera a una chica ver a su amiga en labios de uno de los patanes de siempre que aprovechan la sensibilidad alcohólica para remendarse un buen polvo o un pajoso chape.

Dudaba de las calles que Javier elegiría, primero buscaría un lugar oscuro donde estacionar, acto seguido volaría atrás para calentar a Lucía y finalmente proponerle ir a un hotel. Conociéndose, Javier haría eso exactamente, con la variante que primero la llevaría a un grifo a que tome un poco de agua o coma algo. Le propondría pasar la noche juntos, pero no le insistiría. Ese era el problema, pensó Javier, tengo cara de arrecho y Vanessa lo ha notado.

“Te llevo a ti también, si quieres”, Javier la miró a los ojos. Ambos olvidaron a Lucía, que se debatía entre los retortijones de su estómago lleno de alcohol y en sostenerse de pie acodada en la maletera. Escuchaba y entendía al revés.

– ¿Tienes algún problema? ––insistió Javier––.
–No, es que…
–Si vives por allí, te puedo jalar si quieres.
–Vivo en Surco y no te he pedido que me lleves.
–Me queda por la ruta a mi casa ––mintió––. ¿O te recogerá tu enamorado?
– ¡A ti que te importa si tiene o no! –intervino Lucía, desde el piso-.

Vanessa ayudó a que Lucía se reincorpore, miró a Javier y éste la entendió. Abrió la puerta trasera y remolcaron los restos de Lucía al asiento, pesaba más de lo que recordaba. Cerraron la puerta, los cabellos le cubrían la cara de nuevo, era seguro que dormía y era esperable que despierte con arcadas y ensucie el auto. A juzgar por lo que pasaba afuera, Javier no estaba preocupado por ella. “No tengo novio”, aclaró ella, que ya no discutía, sólo lo escuchaba, como examinándolo.

–Mira Vanessa, entiendo que desconfíes de mí, no me conoces y yo a ti tampoco. No soy muy bueno para presentarme ni hablar de lo buen chico que soy –dijo, dibujando unas comillas con los dedos-, nunca me sale creíble. Ahora intentaré hacerlo. Conozco a Lucía más de dos años, y supongo que no te ha contado que fue mi novia, no formalmente pero salimos tres meses, y para mí cuenta como si lo fuéramos. Ella siempre lo va a negar, no me importa. Admito que Lucía me ha dicho muchas veces que no me soporta y no me quiere volver a ver más, eso te daría la razón para desconfiar de mí. Tengo el talento de ganarme el repudio de Lucía sin esforzarme mucho en eso. Sólo que esta noche, Vanessa, ella me dijo que nos iríamos juntos, que la lleve a su casa. Yo pensé que se había ido con su jefe y, la verdad, sospecho que entre ella y su jefe pasa algo, y ahora resulta que estaba con ustedes. Lucía me dijo algo distinto, creo que para provocarme y ¿sabes qué?, no me importa, antes de venir me hice la promesa de llevarla a su casa sin desviarnos a ningún otro lado. Quiero que confíe en mí, en mis intenciones, quiero que no me odie, que cambie el concepto que tiene de mí, que no sé cómo me lo he ganado y tampoco quiero averiguar. Las razones de su odio no las conozco, me basta con ver dentro de sus ojos cuando le preguntaba por ello y no obtenía respuesta. Creo que los silencios de Lucía son muy elocuentes, cuando ella se abandona a sí misma, ingresa a un campo de batalla silencioso del que soy culpable por mis actos del pasado. ¿Hasta cuando las pagaré?, no sé, pero quiero enviarla sana y salva por un tobogán al día de mañana. Ahora, si me permites llevarte a ti también, sería más divertido ¿no? Mírala, está dormida, necesito conversar con alguien para no quedarme dormido yo también.

Esperaba haberla convencido con su discurso de buen tipo. Vanessa le dijo “me gusta tu auto”. Él responde: “gracias, vamos adentro mejor”. Él abre la puerta.

–El problema son ellas ––dijo Vanessa––.

Ella señaló con los ojos la esquina del pasaje Tello, donde estaba más iluminado, unas chicas observaban como hienas que espían a su presa antes de atacar. Estaban a la expectativa de lo que pasara, eran las Meras, o lo que quedaba de ellas, temidas en costa, sierra y selva. Casi agachadas e iluminadas por una luz diagonal, aquella vieja leyenda de las Meras invencibles que le contó Lucía en la cama de un hotel a Javier se despintaba con el cuadro que veía. Javier, quien pensaba algún día enfrentarse a las Meras, pues nunca aprobaban ningún novio de Lucía, sintió que no había motivos para tener miedo y sí para burlarlas. En nombre de todos los que ellas burlaron, se dijo.

– ¡Huyamos, Vanessa! ––propuso entonces. Ella abrió los ojos––.
–Podría ser ––siguió el juego––. No son mis amigas, las conozco de esta noche.
–Nada te ata a ellas.
–Por lo poco que las conozco, son capaces de denunciarnos por secuestro si nos llevamos a Lucía ––alarmó ella––.
–Sólo te quiero secuestrar a ti.
– ¿Perdón?
–Que esas locas no podrán probar nada si te estoy llevando bajo tu consentimiento.
–Pero si me haces algo, diré que me drogaste.
– ¿Cómo?
–Es joda, maneja rápido.
–Igual, no faltaría la droga.
–Mentiroso. Al final no conseguiste.
–No mentí, sí la conseguí.

Vanessa se acomodó el cabello como quien se acaricia. Javier abrió la guantera y extrajo el papel metálico y lo puso en sus piernas. Inmediatamente, posó el dedo índice en sus labios en señal de silencio.

– ¿Lucía? ––tanteó él––.

No respondió. Lucía dormía profundamente. Soñaba con abismos y mares. Javier y Vanessa estaban solos, eran los únicos que existían. Todos los vecinos del pasaje Tello, incluida Lucía, dormían plácidamente. Una bruma erótica entró por sus narices.

–Nos vamos.
–Espera, todavía no he aceptado... ni siquiera recuerdo tu nombre.
–Javier, me llamo Javier Marsano.
–Ok, Javier Marsano, después de esta noche no volveré a ver más a Fiorella, Raquel y las demás.
– ¿Quiénes son esas?
–Ellas, las amigas de Lucía, las que vamos a dejar.
–Ah, claro. Yo las conozco como Las Meras, no sé si Lucía te ha contado de ellas.
–No. No la veo muy seguido por la chamba.
–Entonces será mejor que no las vuelvas a ver.

Encendió el auto y retrocedió rápidamente. Las Meras se percataron del movimiento del auto como si tuvieran un radar de calor instalado en sus cerebros. Se volvieron a asomar, Fiorella corrió primero a atajarlos, por sus fachas parecía una bruja si se subía en una escoba. Raquel y Carina también se lanzaron sobre el auto y Grecia, más tranquila, observó a sus amigas. Javier pisó a fondo y las dejó atrás. Seguía retrocediendo y las miraba correr enfrente del auto, Vanessa escondió la cabeza para que no la impliquen en el falso secuestro de Lucía.

Aprovecharon el poco tráfico de la calle Cantuarias a esa hora para seguir huyendo en retroceso. Algunos pocos peatones se mostraron sorprendidos, pero rápidamente Javier tomó Alcanfores, dobló a la derecha y bajó al sanjón rumbo a Chorrillos. Le había ganado por puesta de mano a esas locas arpías.

Con calma y sin prisa, llegaron a la avenida Huaylas. Lucía roncaba y susurraba frases inentendibles. Vanessa vio que Javier no dudaba de las calles que utilizaba, tenía el camino grabado. No quedaron dudas que él había transitado varias veces por allí. Javier sugirió que vaya al asiento de atrás para que despierte a Lucía y la puedan dejar en su casa sin que la madre o algún familiar la vean en esas condiciones.

“¿Y las Meras?”, preguntó Lucía, ida y asustada, cuando despertó. “Se quedaron en Miraflores, no te preocupes, vamos a llegar a tu casa en un rato”, calmó Vanessa. Javier estacionó e iniciaron la difícil tarea de subir con ella las escaleras hacia el segundo piso. Juntos la llevaron en hombros. Tocaron la puerta y abrió Jeremías, el hermano emo de Lucía. Javier recordó que Lucía y él no se llevaban bien o al menos eso le contó ella. Sin embargo, Jeremías agradeció que la hayan traído y los despidió.

Al cerrar la puerta, el pasadizo se sumió en la más remota oscuridad. Javier miró a Vanessa y tuvo ganas infinitas de besarla, al pie de la puerta de Lucía, la chica que nunca lo perdonaría, en esas escaleras en las que una vez poseyó la grupa poderosa de Lucía. Vanessa se mojó pensando que venía lo inevitable. “¡No!, loca podrida, ¡es el ex de tu amiga!, te odiará siempre”, pensó ella. Javier le tomó los hombros con las manos y dijo: “vamos por los hits”.

“A tu casa, ¿no?”, dijo él. “Maneja, chofer”, ordenó ella. Su desparpajo motivo a que Javier buscara el lugar más oscuro posible para ir a fumar. Eligió la soledad de la Herradura.

– ¿A dónde vamos? ––preguntó ella––.
–A tu casa.
–Si ni siquiera te he dado mi dirección.
–Es verdad, dámela pues.
– ¿Pero por qué entras a la Herradura?
–Llegaremos más rápido a Surco por el túnel ––dijo y se detuvo curvas más allá––.
– ¿Qué pasa?
–Voy a armarla.

Imagen por Alejandra Vacuii

Una madrugada en la Herradura es como caminar cerca a los primeros círculos del infierno. Un paisaje bellísimo se enciende cuando la luz de la luna es la adecuada e ilumina con pareja intensidad los peñascos y el rostro de la amada, volviendo sombra al amante. El cielo habrá desaparecido al levantar la mirada y el único suspiro provendrá del humo incandescente en la cima del morro solar. Esos serán los únicos puntos de luz, lo demás será tinieblas. Las olas, un cultivo de muerte bajo sus pies, darán la nota del desconcierto.

Javier enrollaba la materia en un Boucher del banco mientras Vanessa contaba la relación tirante con sus padres que todavía actuaban como niños que nunca resuelven sus peleas. Javier dijo que no se preocupe, que quizás era natural que en esa edad todavía actuemos como infantes y Vanessa le contestó que era difícil creer que sus viejos fueran felices viviendo sin amistarse. “Resígnate, no quieras cambiar a dos adultos”, dijo él.

Acabó. Javier selló el enrollado con un hilo de saliva y sacó un encendedor. Vanessa le pidió que salieran del auto para que no se pegara el olor de la marihuana. Se sentaron en el muro mirando el universo. Los faroles de unos pocos autos los iluminaban al pasar, algunos gritaban con envidia “¡llévala a un telo!”, el porro se agotó rápido y decidieron armar otro.

Vanessa no contó con que los efectos fueran retardados y mientras veía a Javier enrollar la planta empezó a sentir un remolino en un punto de su cabeza. No había fumado muchas veces. Tambaleó un momento, Javier abrió la puerta trasera y le ofreció los asientos del auto. Ella se sentó con un poco de ayuda, tenía sueño y sin darse cuenta, por la inercia del momento o la soledad circundante comenzaron a besarse. Ninguno de los dos podría asegurarlo, a Javier se le cayeron unas hojitas que rozaron el rostro de Vanessa, le provocó cosquillas: la única sensación que ella recuerda de esas horas.

La mujer besaba sin culpas al hombre. De pronto, una luz campeadora y un sonido de chicharra los detuvo. Una patrulla policial se cuadró a su lado y con el megáfono le pidió al conductor que baje del auto. La patrulla estacionó metros más adelante. Javier sacó todos los documentos que necesitaba: brevete, tarjeta de propiedad, SOAT y la reciente ficha de revisión técnica. Probó su aliento, olía a Vanessa más que a marihuana.

–Caballero.
–Buenas noches, oficiales.
–Yo no soy oficial, soy cabo segundo ––dijo el de la ventana––.

“Claro, por eso te mandan a patrullar tan tarde”, pensó Javier con desdén.

–Documentos, jovencito ––dijo el otro, el que iba al volante––.
–Aquí tiene ––los entregó––, ¿cuál es mi infracción, cabo?
–Oiga, no sea conchudo, ¿ha visto dónde se ha parado?

Javier volvió la vista al auto, Vanessa se arreglaba mirando el retrovisor, no divisó ningún letrero de “No Estacionar”. No había ningún error.

–Usted se ha estacionado en una curva, jovencito ––dijo el del volante, el de más rango––.
–Y eso está prohibido, ¿sabe usted que ha podido ocasionar un accidente? ––preguntó el cabo––.

Javier se tomó de los pelos por la involuntaria infracción, los policías no entenderían su excusa filosófica de que la oscuridad esquiva siempre al raciocinio.

–A usted le va a caer una multa de 800 soles por estacionar en lugares prohibidos.
–No, capitán, no puede hacer eso.
–No soy capitán, soy el teniente Zuzunaga.
–Disculpe, teniente. No cuento con tanto dinero en este momento.
–No se paga aquí, tiene que ir al SAT a pagar.
–No sabía, nunca me han puesto papeletas, teniente. Considere eso.
–Siempre hay una primera vez, joven ––dijo el cabo––. Y duele.
–Además ––apuntó el teniente––, lo pescamos en actos indebidos con la copilota.
–No es así, teniente. La estaba acomodando.
–No diga mentiras.
 –Lo juro, teniente.
–Mire, entre bomberos no nos vamos a pisar la manguera. Coja esto y sople.

Era la prueba de alcoholemia, un tubo de plástico que dividiría las sustancias de su aliento. Javier se sintió encerrado, no quería volver a casa con 800 soles de multa. El teniente comprobó el estado etílico de Javier, abrió los ojos y lo miró más molesto.

–Hable usted, Huantalaya ––dijo el teniente––.
–Mire amigo, está fregado con el alcohol, usted dirá ––le tiró la pelota a Javier––.

Él comprendió de inmediato. Era el momento que todo conductor limeño espera siempre y es mejor que no esté sin un mango en los bolsillos. Querían una coima y era el momento incómodo de preguntarles por el precio de su felicidad y silencio. No podría ofrecerles una gaseosita o un mísero billete, seguro querían algo más. Por lo menos en la ciudad se sienten más vigilados para coimear, pero en la descampada Herradura son los dueños de la estafa. Javier preguntó sin pronunciar todas las palabras que debía: “¿Cuánto…?”

–Cinco galones, jovencito ––Zuzunaga no lo dejó terminar––.
–No sea malo, teniente. Quiere que le llene el tanque de gasolina.
–Usamos petróleo y diríjase con respeto, teniente Zuzunaga para usted ––riñó el cabo––.
–No tengo tanto dinero, mi amiga y yo sólo salimos a dar una vuelta.
–Ese es su problema. ¿Cuánto tiene? Pídale a la copilota.
–Déjeme consultar un momento.

Javier volvió donde Vanessa, le preguntó con cuánto dinero podría ayudarlo. Ella tenía 50 soles en duro. Él sólo llegaba a 32. “¿Cuánto quiere?”, preguntó ella. “Cinco galones, eso es más de 70 soles”, le respondió Javier. “¡Que no moleste!, dale mis 50 y que se vaya”, dijo ella, comprensiva. A diferencia de Lucía, Vanessa se desprendía fácilmente del dinero. Javier volvió al patrullero para pagar y que le devuelvan los documentos. Recordó que sus amigos siempre le dijeron que la coima en el Perú costaba diez soles. Se le ocurrió utilizar el argumento del universitario misio para no perder todo el dinero.

–Mire teniente, sólo tengo esto ––pagó 32 soles––.
–Eso es una bicoca.
–Teniente, tenga en cuenta que somos universitarios ––mostró su carnet––.
–No alcanza ni para una caja de chelas.
–Prometo que la próxima le traigo más, teniente.

El teniente lo miró, ese patilludo quiere burlarse de mí, pensó, pero comprendió.

–Coja el dinero, Huantalaya, y dele sus documentos que está misio el chico.

Javier agradeció a los policías. Era la primera vez que rompía mano no a uno, sino a dos policías. Volvió al auto rápidamente, un poco emocionado, sabía que el billete de 50 soles sería bien invertido. Al pasar, se despidió de los policías. Vanessa ni los miró. Javier bajó a la playa y siguió la carretera. “Hay que terminarla”, dijo y vio la entrada del túnel de Chorrillos. Ella tuvo miedo, otra vez la oscuridad.

Imagen por La Mirada Oblicua

“¿A dónde me llevas?”, preguntó ella. “Ya no podemos fumar en la calle”, respondió. Buscó y buscó por toda la avenida Huaylas. No encontraba. Entró por las callecitas y tampoco. No había hoteles en Chorrillos, se pasó a Surco y por fin encontró uno llamado “Sagitario”.

Pagó con los 50 soles y no esperó vuelto. Entraron al cuarto 402. Vanessa se quedó parada y Javier enrolló la marihuana sentado en la cama. Fumaron nuevamente, dieron una, dos, tres y más pitadas cada uno. Pronto amanecería. El huiro se agotaba rápido, abrieron la ventana, armaron otro, lo prendieron y sin terminar el tercer porro comenzaron a besarse como dos fieras en celo que se atacan sobre la cama de terciopelo rojo.

Javier desnudó las tiras de su vestido, los pezones quedaron visibles y usó su lengua para lamerlos con locura circular. Ella estaba en estado de gracia, las sensaciones se multiplicaron millonésimamente ahora que los alucinógenos discurrían por su cerebro y las manos de Javier exploraban su sexo húmedo que iba abriéndose poco a poco. Para Javier, era como el segundo polvo que jamás tuvo con Lucía, tenía esa revancha con una de las mejores amigas de ella, quizás la más prohibida.

Le lamía desde el cuello, pasó por los hombros y el ombligo hasta su sexo. En una posición alargada, Javier batía con las manos los pechos monumentales de Vanessa mientras lamía con fruición la entrepierna de la pobre voluntaria que se sostenía con las manos en las orillas del colchón. Sólo existían sus lenguas y las de todos las que la habían lamido. Las mantas habían quedado por el suelo rápidamente y ellos rodaron mientras se desvestían.

El terciopelo era el único recato que podían tener al estar completamente desnudos. Fueron hacia la ventana y Javier la sentó en el marco, se arriesgaban a ser vistos por todos, pero la marihuana les había dado aires voyeristas, no les importaba nada. Colgada de la ventana, Javier comenzó a penetrar el sexo preparado de Vanessa. La desollaba. Ella lo tomó del cuello y él de la cintura, entraba y salía sin medrar el entusiasmo.

La marihuana los había vuelto máquinas de follar, a ambos les dolía pero la violencia continuó por más minutos, cuando en la ducha, gruñéndose y apostados en las mayólicas, combatieron por última vez. Los cuerpos, envueltos en humo y presionados uno contra el otro, exhalaron el canto de la victoria. El clímax llegó junto al amanecer.

Poco a poco, Javier y Vanessa se aletargaron, llegaron a la cama a rastras, ambos se colgaron y volvieron rápidamente al sueño del que no debieron salir. “Lucía, ¿dejarás de buscarte por alguna vez en el cielo?”, preguntó Javier y cayó rendido. Vanessa no tuvo fuerzas para molestarse por la confusión. Ambos perdieron las fuerzas y la conciencia. Eran las seis, los suaves ronquidos de ella se mezclaron a los primeros cantos de los pájaros.

La más grande traición de dos amigas jamás contada quedó consumada.

El mediodía llegó pronto. En su casa, Lucía despertó y no recordaba nada. Le dolía a mares la cabeza y tenía puesta la misma ropa. Encuentra 30 llamadas perdidas, todas son de las Meras. Estuvo a punto de llamar a una y recordó a Vanessa. La llamó.

En el hotel, sonó el celular de Vanessa lo suficiente como para despertar a Javier, que tenía el sueño ligero. Pensó que estaba en su cama, sólo caminó soñoliento en busca de ese sonido de mierda que no lo dejaba dormir. Encontró el celular en la mesa, junto a las llaves del auto, vio una cartera en el piso y contestó por inercia.

– ¡Vanessa, soy Lucía!, ¿dónde estás?, ¡qué pasó ayer! ––la voz lo despertó definitivamente––.

Javier no respondió, dejó caer el teléfono. Vio la ropa en el suelo y el mundo desordenado. Volteó y vio a Vanessa cubierta por el terciopelo, ella despertaba, sus pechos quedaron expuestos al frío de la mañana y su boca entreabierta y roja pronunció:

– ¿Y tú quién eres?



FIN DEL CUENTO
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