jueves, 7 de junio de 2012

XVII. Al vacío (CAPÍTULO FINAL)

“El amor lleva consigo la semilla de la tragedia”
Roman Polanski.

Las voces y la bulla de la discoteca se colaban a través del auricular. Lucía respondía pero no hablaba, su celular estaba abandonado en la cartera de una Mera. Javier no se desesperaba, un periodista nunca pierde los papeles, se decía. Había tomado las precauciones del caso, una lata medio vacía de cerveza lo acompañaba en la banca del cruce de Cantuarias con el pasaje Tello. Lucía saldría del Jafetti y esa banca sería su paso obligado.

A punto de dormitar, Javier levantó por última vez las pestañas. Allí venía Lucía, no estaba sola, sino seguida por cinco mujeres más, todas juntas y a contraluz parecían las sobrevivientes de una película de zombies. Vanessa lo vio y alertó a las Meras. Él no iba a correr, sabía que venía un momento incómodo, resistiría estoico el paso de ellas.

Sus tacos sonaron fuertes, pero no tanto como sus miradas. Algunas parecían condensar un bolo de saliva destinado a él como quien carga una pistola. A las cuatro de la madrugada, nadie puede confiar en las Meras en estado etílico. Javier volvió a respirar cuando las tuvo a tres metros de distancia. Lucía estaba con la cabeza gacha, tal vez por presión del grupo eligió sólo pasar.

Llegó hasta la esquina del parque Kennedy y se quedaron allí quietas, llamaban por celular. Javier pensó ir donde Lucía para reclamarle la promesa de irse juntos. Ya estás grande para reclamar promesas, se dijo a sí mismo y volvió al auto. Caminó por la sombra y nuevamente, aparecida quién sabe de dónde, Lucía pronunció “Javier”.

Colgada de Vanessa, Lucía hablaba con los ojos cerrados. Estaba mal, visiblemente. Vanessa conservaba el aspecto vampirezco del Jafetti. “Vamos a casa”, le dijo Javier. Lucía no dijo nada, Lucía se estuvo, callada, escuchando su propio deseo, la luz había abandonado sus ojos, lucía sin Lucía. Lo abrazó, fuerte y más que fuerte. Javier se quedó corto, no la besó por respeto a Vanessa que los miraba. Volvió a repetir: “vámonos”.

–Ella se va conmigo ––intervino Vanessa––.

Vanessa desconfiaba de Javier aunque no lo dijera abiertamente. “La próxima, cuando esté más lúcida, la llevas tú”, dijo Vanessa. Lucía, como un zombie envuelto en su propio deterioro, tenía la estabilidad de un trapo y escuchaba con la mirada fija en las rayas blancas de la pista, no decía nada, apenas dejaba su baba caer.

Lucía no parece ni la mitad de la chica que Javier besó horas antes en el auto al que ahora no quiere subirse. Contrasta con Vanessa que, con una mirada demoledora, defiende su idea, que en realidad viene del miedo y la sorpresa juntas que le genera a una chica ver a su amiga en labios de uno de los patanes de siempre que aprovechan la sensibilidad alcohólica para remendarse un buen polvo o un pajoso chape.

Dudaba de las calles que Javier elegiría, primero buscaría un lugar oscuro donde estacionar, acto seguido volaría atrás para calentar a Lucía y finalmente proponerle ir a un hotel. Conociéndose, Javier haría eso exactamente, con la variante que primero la llevaría a un grifo a que tome un poco de agua o coma algo. Le propondría pasar la noche juntos, pero no le insistiría. Ese era el problema, pensó Javier, tengo cara de arrecho y Vanessa lo ha notado.

“Te llevo a ti también, si quieres”, Javier la miró a los ojos. Ambos olvidaron a Lucía, que se debatía entre los retortijones de su estómago lleno de alcohol y en sostenerse de pie acodada en la maletera. Escuchaba y entendía al revés.

– ¿Tienes algún problema? ––insistió Javier––.
–No, es que…
–Si vives por allí, te puedo jalar si quieres.
–Vivo en Surco y no te he pedido que me lleves.
–Me queda por la ruta a mi casa ––mintió––. ¿O te recogerá tu enamorado?
– ¡A ti que te importa si tiene o no! –intervino Lucía, desde el piso-.

Vanessa ayudó a que Lucía se reincorpore, miró a Javier y éste la entendió. Abrió la puerta trasera y remolcaron los restos de Lucía al asiento, pesaba más de lo que recordaba. Cerraron la puerta, los cabellos le cubrían la cara de nuevo, era seguro que dormía y era esperable que despierte con arcadas y ensucie el auto. A juzgar por lo que pasaba afuera, Javier no estaba preocupado por ella. “No tengo novio”, aclaró ella, que ya no discutía, sólo lo escuchaba, como examinándolo.

–Mira Vanessa, entiendo que desconfíes de mí, no me conoces y yo a ti tampoco. No soy muy bueno para presentarme ni hablar de lo buen chico que soy –dijo, dibujando unas comillas con los dedos-, nunca me sale creíble. Ahora intentaré hacerlo. Conozco a Lucía más de dos años, y supongo que no te ha contado que fue mi novia, no formalmente pero salimos tres meses, y para mí cuenta como si lo fuéramos. Ella siempre lo va a negar, no me importa. Admito que Lucía me ha dicho muchas veces que no me soporta y no me quiere volver a ver más, eso te daría la razón para desconfiar de mí. Tengo el talento de ganarme el repudio de Lucía sin esforzarme mucho en eso. Sólo que esta noche, Vanessa, ella me dijo que nos iríamos juntos, que la lleve a su casa. Yo pensé que se había ido con su jefe y, la verdad, sospecho que entre ella y su jefe pasa algo, y ahora resulta que estaba con ustedes. Lucía me dijo algo distinto, creo que para provocarme y ¿sabes qué?, no me importa, antes de venir me hice la promesa de llevarla a su casa sin desviarnos a ningún otro lado. Quiero que confíe en mí, en mis intenciones, quiero que no me odie, que cambie el concepto que tiene de mí, que no sé cómo me lo he ganado y tampoco quiero averiguar. Las razones de su odio no las conozco, me basta con ver dentro de sus ojos cuando le preguntaba por ello y no obtenía respuesta. Creo que los silencios de Lucía son muy elocuentes, cuando ella se abandona a sí misma, ingresa a un campo de batalla silencioso del que soy culpable por mis actos del pasado. ¿Hasta cuando las pagaré?, no sé, pero quiero enviarla sana y salva por un tobogán al día de mañana. Ahora, si me permites llevarte a ti también, sería más divertido ¿no? Mírala, está dormida, necesito conversar con alguien para no quedarme dormido yo también.

Esperaba haberla convencido con su discurso de buen tipo. Vanessa le dijo “me gusta tu auto”. Él responde: “gracias, vamos adentro mejor”. Él abre la puerta.

–El problema son ellas ––dijo Vanessa––.

Ella señaló con los ojos la esquina del pasaje Tello, donde estaba más iluminado, unas chicas observaban como hienas que espían a su presa antes de atacar. Estaban a la expectativa de lo que pasara, eran las Meras, o lo que quedaba de ellas, temidas en costa, sierra y selva. Casi agachadas e iluminadas por una luz diagonal, aquella vieja leyenda de las Meras invencibles que le contó Lucía en la cama de un hotel a Javier se despintaba con el cuadro que veía. Javier, quien pensaba algún día enfrentarse a las Meras, pues nunca aprobaban ningún novio de Lucía, sintió que no había motivos para tener miedo y sí para burlarlas. En nombre de todos los que ellas burlaron, se dijo.

– ¡Huyamos, Vanessa! ––propuso entonces. Ella abrió los ojos––.
–Podría ser ––siguió el juego––. No son mis amigas, las conozco de esta noche.
–Nada te ata a ellas.
–Por lo poco que las conozco, son capaces de denunciarnos por secuestro si nos llevamos a Lucía ––alarmó ella––.
–Sólo te quiero secuestrar a ti.
– ¿Perdón?
–Que esas locas no podrán probar nada si te estoy llevando bajo tu consentimiento.
–Pero si me haces algo, diré que me drogaste.
– ¿Cómo?
–Es joda, maneja rápido.
–Igual, no faltaría la droga.
–Mentiroso. Al final no conseguiste.
–No mentí, sí la conseguí.

Vanessa se acomodó el cabello como quien se acaricia. Javier abrió la guantera y extrajo el papel metálico y lo puso en sus piernas. Inmediatamente, posó el dedo índice en sus labios en señal de silencio.

– ¿Lucía? ––tanteó él––.

No respondió. Lucía dormía profundamente. Soñaba con abismos y mares. Javier y Vanessa estaban solos, eran los únicos que existían. Todos los vecinos del pasaje Tello, incluida Lucía, dormían plácidamente. Una bruma erótica entró por sus narices.

–Nos vamos.
–Espera, todavía no he aceptado... ni siquiera recuerdo tu nombre.
–Javier, me llamo Javier Marsano.
–Ok, Javier Marsano, después de esta noche no volveré a ver más a Fiorella, Raquel y las demás.
– ¿Quiénes son esas?
–Ellas, las amigas de Lucía, las que vamos a dejar.
–Ah, claro. Yo las conozco como Las Meras, no sé si Lucía te ha contado de ellas.
–No. No la veo muy seguido por la chamba.
–Entonces será mejor que no las vuelvas a ver.

Encendió el auto y retrocedió rápidamente. Las Meras se percataron del movimiento del auto como si tuvieran un radar de calor instalado en sus cerebros. Se volvieron a asomar, Fiorella corrió primero a atajarlos, por sus fachas parecía una bruja si se subía en una escoba. Raquel y Carina también se lanzaron sobre el auto y Grecia, más tranquila, observó a sus amigas. Javier pisó a fondo y las dejó atrás. Seguía retrocediendo y las miraba correr enfrente del auto, Vanessa escondió la cabeza para que no la impliquen en el falso secuestro de Lucía.

Aprovecharon el poco tráfico de la calle Cantuarias a esa hora para seguir huyendo en retroceso. Algunos pocos peatones se mostraron sorprendidos, pero rápidamente Javier tomó Alcanfores, dobló a la derecha y bajó al sanjón rumbo a Chorrillos. Le había ganado por puesta de mano a esas locas arpías.

Con calma y sin prisa, llegaron a la avenida Huaylas. Lucía roncaba y susurraba frases inentendibles. Vanessa vio que Javier no dudaba de las calles que utilizaba, tenía el camino grabado. No quedaron dudas que él había transitado varias veces por allí. Javier sugirió que vaya al asiento de atrás para que despierte a Lucía y la puedan dejar en su casa sin que la madre o algún familiar la vean en esas condiciones.

“¿Y las Meras?”, preguntó Lucía, ida y asustada, cuando despertó. “Se quedaron en Miraflores, no te preocupes, vamos a llegar a tu casa en un rato”, calmó Vanessa. Javier estacionó e iniciaron la difícil tarea de subir con ella las escaleras hacia el segundo piso. Juntos la llevaron en hombros. Tocaron la puerta y abrió Jeremías, el hermano emo de Lucía. Javier recordó que Lucía y él no se llevaban bien o al menos eso le contó ella. Sin embargo, Jeremías agradeció que la hayan traído y los despidió.

Al cerrar la puerta, el pasadizo se sumió en la más remota oscuridad. Javier miró a Vanessa y tuvo ganas infinitas de besarla, al pie de la puerta de Lucía, la chica que nunca lo perdonaría, en esas escaleras en las que una vez poseyó la grupa poderosa de Lucía. Vanessa se mojó pensando que venía lo inevitable. “¡No!, loca podrida, ¡es el ex de tu amiga!, te odiará siempre”, pensó ella. Javier le tomó los hombros con las manos y dijo: “vamos por los hits”.

“A tu casa, ¿no?”, dijo él. “Maneja, chofer”, ordenó ella. Su desparpajo motivo a que Javier buscara el lugar más oscuro posible para ir a fumar. Eligió la soledad de la Herradura.

– ¿A dónde vamos? ––preguntó ella––.
–A tu casa.
–Si ni siquiera te he dado mi dirección.
–Es verdad, dámela pues.
– ¿Pero por qué entras a la Herradura?
–Llegaremos más rápido a Surco por el túnel ––dijo y se detuvo curvas más allá––.
– ¿Qué pasa?
–Voy a armarla.

Imagen por Alejandra Vacuii

Una madrugada en la Herradura es como caminar cerca a los primeros círculos del infierno. Un paisaje bellísimo se enciende cuando la luz de la luna es la adecuada e ilumina con pareja intensidad los peñascos y el rostro de la amada, volviendo sombra al amante. El cielo habrá desaparecido al levantar la mirada y el único suspiro provendrá del humo incandescente en la cima del morro solar. Esos serán los únicos puntos de luz, lo demás será tinieblas. Las olas, un cultivo de muerte bajo sus pies, darán la nota del desconcierto.

Javier enrollaba la materia en un Boucher del banco mientras Vanessa contaba la relación tirante con sus padres que todavía actuaban como niños que nunca resuelven sus peleas. Javier dijo que no se preocupe, que quizás era natural que en esa edad todavía actuemos como infantes y Vanessa le contestó que era difícil creer que sus viejos fueran felices viviendo sin amistarse. “Resígnate, no quieras cambiar a dos adultos”, dijo él.

Acabó. Javier selló el enrollado con un hilo de saliva y sacó un encendedor. Vanessa le pidió que salieran del auto para que no se pegara el olor de la marihuana. Se sentaron en el muro mirando el universo. Los faroles de unos pocos autos los iluminaban al pasar, algunos gritaban con envidia “¡llévala a un telo!”, el porro se agotó rápido y decidieron armar otro.

Vanessa no contó con que los efectos fueran retardados y mientras veía a Javier enrollar la planta empezó a sentir un remolino en un punto de su cabeza. No había fumado muchas veces. Tambaleó un momento, Javier abrió la puerta trasera y le ofreció los asientos del auto. Ella se sentó con un poco de ayuda, tenía sueño y sin darse cuenta, por la inercia del momento o la soledad circundante comenzaron a besarse. Ninguno de los dos podría asegurarlo, a Javier se le cayeron unas hojitas que rozaron el rostro de Vanessa, le provocó cosquillas: la única sensación que ella recuerda de esas horas.

La mujer besaba sin culpas al hombre. De pronto, una luz campeadora y un sonido de chicharra los detuvo. Una patrulla policial se cuadró a su lado y con el megáfono le pidió al conductor que baje del auto. La patrulla estacionó metros más adelante. Javier sacó todos los documentos que necesitaba: brevete, tarjeta de propiedad, SOAT y la reciente ficha de revisión técnica. Probó su aliento, olía a Vanessa más que a marihuana.

–Caballero.
–Buenas noches, oficiales.
–Yo no soy oficial, soy cabo segundo ––dijo el de la ventana––.

“Claro, por eso te mandan a patrullar tan tarde”, pensó Javier con desdén.

–Documentos, jovencito ––dijo el otro, el que iba al volante––.
–Aquí tiene ––los entregó––, ¿cuál es mi infracción, cabo?
–Oiga, no sea conchudo, ¿ha visto dónde se ha parado?

Javier volvió la vista al auto, Vanessa se arreglaba mirando el retrovisor, no divisó ningún letrero de “No Estacionar”. No había ningún error.

–Usted se ha estacionado en una curva, jovencito ––dijo el del volante, el de más rango––.
–Y eso está prohibido, ¿sabe usted que ha podido ocasionar un accidente? ––preguntó el cabo––.

Javier se tomó de los pelos por la involuntaria infracción, los policías no entenderían su excusa filosófica de que la oscuridad esquiva siempre al raciocinio.

–A usted le va a caer una multa de 800 soles por estacionar en lugares prohibidos.
–No, capitán, no puede hacer eso.
–No soy capitán, soy el teniente Zuzunaga.
–Disculpe, teniente. No cuento con tanto dinero en este momento.
–No se paga aquí, tiene que ir al SAT a pagar.
–No sabía, nunca me han puesto papeletas, teniente. Considere eso.
–Siempre hay una primera vez, joven ––dijo el cabo––. Y duele.
–Además ––apuntó el teniente––, lo pescamos en actos indebidos con la copilota.
–No es así, teniente. La estaba acomodando.
–No diga mentiras.
 –Lo juro, teniente.
–Mire, entre bomberos no nos vamos a pisar la manguera. Coja esto y sople.

Era la prueba de alcoholemia, un tubo de plástico que dividiría las sustancias de su aliento. Javier se sintió encerrado, no quería volver a casa con 800 soles de multa. El teniente comprobó el estado etílico de Javier, abrió los ojos y lo miró más molesto.

–Hable usted, Huantalaya ––dijo el teniente––.
–Mire amigo, está fregado con el alcohol, usted dirá ––le tiró la pelota a Javier––.

Él comprendió de inmediato. Era el momento que todo conductor limeño espera siempre y es mejor que no esté sin un mango en los bolsillos. Querían una coima y era el momento incómodo de preguntarles por el precio de su felicidad y silencio. No podría ofrecerles una gaseosita o un mísero billete, seguro querían algo más. Por lo menos en la ciudad se sienten más vigilados para coimear, pero en la descampada Herradura son los dueños de la estafa. Javier preguntó sin pronunciar todas las palabras que debía: “¿Cuánto…?”

–Cinco galones, jovencito ––Zuzunaga no lo dejó terminar––.
–No sea malo, teniente. Quiere que le llene el tanque de gasolina.
–Usamos petróleo y diríjase con respeto, teniente Zuzunaga para usted ––riñó el cabo––.
–No tengo tanto dinero, mi amiga y yo sólo salimos a dar una vuelta.
–Ese es su problema. ¿Cuánto tiene? Pídale a la copilota.
–Déjeme consultar un momento.

Javier volvió donde Vanessa, le preguntó con cuánto dinero podría ayudarlo. Ella tenía 50 soles en duro. Él sólo llegaba a 32. “¿Cuánto quiere?”, preguntó ella. “Cinco galones, eso es más de 70 soles”, le respondió Javier. “¡Que no moleste!, dale mis 50 y que se vaya”, dijo ella, comprensiva. A diferencia de Lucía, Vanessa se desprendía fácilmente del dinero. Javier volvió al patrullero para pagar y que le devuelvan los documentos. Recordó que sus amigos siempre le dijeron que la coima en el Perú costaba diez soles. Se le ocurrió utilizar el argumento del universitario misio para no perder todo el dinero.

–Mire teniente, sólo tengo esto ––pagó 32 soles––.
–Eso es una bicoca.
–Teniente, tenga en cuenta que somos universitarios ––mostró su carnet––.
–No alcanza ni para una caja de chelas.
–Prometo que la próxima le traigo más, teniente.

El teniente lo miró, ese patilludo quiere burlarse de mí, pensó, pero comprendió.

–Coja el dinero, Huantalaya, y dele sus documentos que está misio el chico.

Javier agradeció a los policías. Era la primera vez que rompía mano no a uno, sino a dos policías. Volvió al auto rápidamente, un poco emocionado, sabía que el billete de 50 soles sería bien invertido. Al pasar, se despidió de los policías. Vanessa ni los miró. Javier bajó a la playa y siguió la carretera. “Hay que terminarla”, dijo y vio la entrada del túnel de Chorrillos. Ella tuvo miedo, otra vez la oscuridad.

Imagen por La Mirada Oblicua

“¿A dónde me llevas?”, preguntó ella. “Ya no podemos fumar en la calle”, respondió. Buscó y buscó por toda la avenida Huaylas. No encontraba. Entró por las callecitas y tampoco. No había hoteles en Chorrillos, se pasó a Surco y por fin encontró uno llamado “Sagitario”.

Pagó con los 50 soles y no esperó vuelto. Entraron al cuarto 402. Vanessa se quedó parada y Javier enrolló la marihuana sentado en la cama. Fumaron nuevamente, dieron una, dos, tres y más pitadas cada uno. Pronto amanecería. El huiro se agotaba rápido, abrieron la ventana, armaron otro, lo prendieron y sin terminar el tercer porro comenzaron a besarse como dos fieras en celo que se atacan sobre la cama de terciopelo rojo.

Javier desnudó las tiras de su vestido, los pezones quedaron visibles y usó su lengua para lamerlos con locura circular. Ella estaba en estado de gracia, las sensaciones se multiplicaron millonésimamente ahora que los alucinógenos discurrían por su cerebro y las manos de Javier exploraban su sexo húmedo que iba abriéndose poco a poco. Para Javier, era como el segundo polvo que jamás tuvo con Lucía, tenía esa revancha con una de las mejores amigas de ella, quizás la más prohibida.

Le lamía desde el cuello, pasó por los hombros y el ombligo hasta su sexo. En una posición alargada, Javier batía con las manos los pechos monumentales de Vanessa mientras lamía con fruición la entrepierna de la pobre voluntaria que se sostenía con las manos en las orillas del colchón. Sólo existían sus lenguas y las de todos las que la habían lamido. Las mantas habían quedado por el suelo rápidamente y ellos rodaron mientras se desvestían.

El terciopelo era el único recato que podían tener al estar completamente desnudos. Fueron hacia la ventana y Javier la sentó en el marco, se arriesgaban a ser vistos por todos, pero la marihuana les había dado aires voyeristas, no les importaba nada. Colgada de la ventana, Javier comenzó a penetrar el sexo preparado de Vanessa. La desollaba. Ella lo tomó del cuello y él de la cintura, entraba y salía sin medrar el entusiasmo.

La marihuana los había vuelto máquinas de follar, a ambos les dolía pero la violencia continuó por más minutos, cuando en la ducha, gruñéndose y apostados en las mayólicas, combatieron por última vez. Los cuerpos, envueltos en humo y presionados uno contra el otro, exhalaron el canto de la victoria. El clímax llegó junto al amanecer.

Poco a poco, Javier y Vanessa se aletargaron, llegaron a la cama a rastras, ambos se colgaron y volvieron rápidamente al sueño del que no debieron salir. “Lucía, ¿dejarás de buscarte por alguna vez en el cielo?”, preguntó Javier y cayó rendido. Vanessa no tuvo fuerzas para molestarse por la confusión. Ambos perdieron las fuerzas y la conciencia. Eran las seis, los suaves ronquidos de ella se mezclaron a los primeros cantos de los pájaros.

La más grande traición de dos amigas jamás contada quedó consumada.

El mediodía llegó pronto. En su casa, Lucía despertó y no recordaba nada. Le dolía a mares la cabeza y tenía puesta la misma ropa. Encuentra 30 llamadas perdidas, todas son de las Meras. Estuvo a punto de llamar a una y recordó a Vanessa. La llamó.

En el hotel, sonó el celular de Vanessa lo suficiente como para despertar a Javier, que tenía el sueño ligero. Pensó que estaba en su cama, sólo caminó soñoliento en busca de ese sonido de mierda que no lo dejaba dormir. Encontró el celular en la mesa, junto a las llaves del auto, vio una cartera en el piso y contestó por inercia.

– ¡Vanessa, soy Lucía!, ¿dónde estás?, ¡qué pasó ayer! ––la voz lo despertó definitivamente––.

Javier no respondió, dejó caer el teléfono. Vio la ropa en el suelo y el mundo desordenado. Volteó y vio a Vanessa cubierta por el terciopelo, ella despertaba, sus pechos quedaron expuestos al frío de la mañana y su boca entreabierta y roja pronunció:

– ¿Y tú quién eres?



FIN DEL CUENTO
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Este post en una canción.

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