“El amor lleva consigo la semilla de la
tragedia”
Roman Polanski.
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Imagen por gabriele chiapparini |
Las
voces y la bulla de la discoteca se colaban a través del auricular. Lucía
respondía pero no hablaba, su celular estaba abandonado en la cartera de una
Mera. Javier no se desesperaba, un periodista nunca pierde los papeles, se
decía. Había tomado las precauciones del caso, una lata medio vacía de cerveza lo
acompañaba en la banca del cruce de Cantuarias con el pasaje Tello. Lucía
saldría del Jafetti y esa banca sería su paso obligado.
A
punto de dormitar, Javier levantó por última vez las pestañas. Allí venía
Lucía, no estaba sola, sino seguida por cinco mujeres más, todas juntas y a
contraluz parecían las sobrevivientes de una película de zombies. Vanessa lo
vio y alertó a las Meras. Él no iba a correr, sabía que venía un momento
incómodo, resistiría estoico el paso de ellas.
Sus
tacos sonaron fuertes, pero no tanto como sus miradas. Algunas parecían
condensar un bolo de saliva destinado a él como quien carga una pistola. A las
cuatro de la madrugada, nadie puede confiar en las Meras en estado etílico.
Javier volvió a respirar cuando las tuvo a tres metros de distancia. Lucía estaba
con la cabeza gacha, tal vez por presión del grupo eligió sólo pasar.
Llegó
hasta la esquina del parque Kennedy y se quedaron allí quietas, llamaban por
celular. Javier pensó ir donde Lucía para reclamarle la promesa de irse juntos.
Ya estás grande para reclamar promesas, se dijo a sí mismo y volvió al auto.
Caminó por la sombra y nuevamente, aparecida quién sabe de dónde, Lucía
pronunció “Javier”.
Colgada
de Vanessa, Lucía hablaba con los ojos cerrados. Estaba mal, visiblemente. Vanessa
conservaba el aspecto vampirezco del Jafetti. “Vamos a casa”, le dijo Javier.
Lucía no dijo nada, Lucía se estuvo, callada, escuchando su propio deseo, la
luz había abandonado sus ojos, lucía sin Lucía. Lo abrazó, fuerte y más que
fuerte. Javier se quedó corto, no la besó por respeto a Vanessa que los miraba.
Volvió a repetir: “vámonos”.
–Ella
se va conmigo ––intervino Vanessa––.
Vanessa
desconfiaba de Javier aunque no lo dijera abiertamente. “La próxima, cuando
esté más lúcida, la llevas tú”, dijo Vanessa. Lucía, como un zombie envuelto en
su propio deterioro, tenía la estabilidad de un trapo y escuchaba con la mirada
fija en las rayas blancas de la pista, no decía nada, apenas dejaba su baba caer.
Lucía
no parece ni la mitad de la chica que Javier besó horas antes en el auto al que
ahora no quiere subirse. Contrasta con Vanessa que, con una mirada demoledora,
defiende su idea, que en realidad viene del miedo y la sorpresa juntas que le
genera a una chica ver a su amiga en labios de uno de los patanes de siempre que
aprovechan la sensibilidad alcohólica para remendarse un buen polvo o un pajoso
chape.
Dudaba
de las calles que Javier elegiría, primero buscaría un lugar oscuro donde
estacionar, acto seguido volaría atrás para calentar a Lucía y finalmente
proponerle ir a un hotel. Conociéndose, Javier haría eso exactamente, con la
variante que primero la llevaría a un grifo a que tome un poco de agua o coma
algo. Le propondría pasar la noche juntos, pero no le insistiría. Ese era el
problema, pensó Javier, tengo cara de arrecho y Vanessa lo ha notado.
“Te
llevo a ti también, si quieres”, Javier la miró a los ojos. Ambos olvidaron a
Lucía, que se debatía entre los retortijones de su estómago lleno de alcohol y en
sostenerse de pie acodada en la maletera. Escuchaba y entendía al revés.
–
¿Tienes algún problema? ––insistió Javier––.
–No,
es que…
–Si
vives por allí, te puedo jalar si quieres.
–Vivo
en Surco y no te he pedido que me lleves.
–Me
queda por la ruta a mi casa ––mintió––. ¿O te recogerá tu enamorado?
–
¡A ti que te importa si tiene o no! –intervino Lucía, desde el piso-.
Vanessa
ayudó a que Lucía se reincorpore, miró a Javier y éste la entendió. Abrió la
puerta trasera y remolcaron los restos de Lucía al asiento, pesaba más de lo
que recordaba. Cerraron la puerta, los cabellos le cubrían la cara de nuevo,
era seguro que dormía y era esperable que despierte con arcadas y ensucie el
auto. A juzgar por lo que pasaba afuera, Javier no estaba preocupado por ella. “No
tengo novio”, aclaró ella, que ya no discutía, sólo lo escuchaba, como examinándolo.
–Mira
Vanessa, entiendo que desconfíes de mí, no me conoces y yo a ti tampoco. No soy
muy bueno para presentarme ni hablar de lo buen chico que soy –dijo, dibujando
unas comillas con los dedos-, nunca me sale creíble. Ahora intentaré hacerlo.
Conozco a Lucía más de dos años, y supongo que no te ha contado que fue mi
novia, no formalmente pero salimos tres meses, y para mí cuenta como si lo
fuéramos. Ella siempre lo va a negar, no me importa. Admito que Lucía me ha
dicho muchas veces que no me soporta y no me quiere volver a ver más, eso te
daría la razón para desconfiar de mí. Tengo el talento de ganarme el repudio de
Lucía sin esforzarme mucho en eso. Sólo que esta noche, Vanessa, ella me dijo
que nos iríamos juntos, que la lleve a su casa. Yo pensé que se había ido con
su jefe y, la verdad, sospecho que entre ella y su jefe pasa algo, y ahora
resulta que estaba con ustedes. Lucía me dijo algo distinto, creo que para
provocarme y ¿sabes qué?, no me importa, antes de venir me hice la promesa de
llevarla a su casa sin desviarnos a ningún otro lado. Quiero que confíe en mí,
en mis intenciones, quiero que no me odie, que cambie el concepto que tiene de
mí, que no sé cómo me lo he ganado y tampoco quiero averiguar. Las razones de
su odio no las conozco, me basta con ver dentro de sus ojos cuando le
preguntaba por ello y no obtenía respuesta. Creo que los silencios de Lucía son
muy elocuentes, cuando ella se abandona a sí misma, ingresa a un campo de
batalla silencioso del que soy culpable por mis actos del pasado. ¿Hasta cuando
las pagaré?, no sé, pero quiero enviarla sana y salva por un tobogán al día de
mañana. Ahora, si me permites llevarte a ti también, sería más divertido ¿no?
Mírala, está dormida, necesito conversar con alguien para no quedarme dormido
yo también.
Esperaba
haberla convencido con su discurso de buen tipo. Vanessa le dijo “me gusta tu
auto”. Él responde: “gracias, vamos adentro mejor”. Él abre la puerta.
–El
problema son ellas ––dijo Vanessa––.
Ella
señaló con los ojos la esquina del pasaje Tello, donde estaba más iluminado, unas
chicas observaban como hienas que espían a su presa antes de atacar. Estaban a
la expectativa de lo que pasara, eran las Meras, o lo que quedaba de ellas, temidas
en costa, sierra y selva. Casi agachadas e iluminadas por una luz diagonal,
aquella vieja leyenda de las Meras invencibles que le contó Lucía en la cama de
un hotel a Javier se despintaba con el cuadro que veía. Javier, quien pensaba
algún día enfrentarse a las Meras, pues nunca aprobaban ningún novio de Lucía,
sintió que no había motivos para tener miedo y sí para burlarlas. En nombre de
todos los que ellas burlaron, se dijo.
–
¡Huyamos, Vanessa! ––propuso entonces. Ella abrió los ojos––.
–Podría
ser ––siguió el juego––. No son mis amigas, las conozco de esta noche.
–Nada
te ata a ellas.
–Por
lo poco que las conozco, son capaces de denunciarnos por secuestro si nos llevamos
a Lucía ––alarmó ella––.
–Sólo
te quiero secuestrar a ti.
–
¿Perdón?
–Que
esas locas no podrán probar nada si te estoy llevando bajo tu consentimiento.
–Pero
si me haces algo, diré que me drogaste.
–
¿Cómo?
–Es
joda, maneja rápido.
–Igual,
no faltaría la droga.
–Mentiroso.
Al final no conseguiste.
–No
mentí, sí la conseguí.
Vanessa
se acomodó el cabello como quien se acaricia. Javier abrió la guantera y
extrajo el papel metálico y lo puso en sus piernas. Inmediatamente, posó el
dedo índice en sus labios en señal de silencio.
–
¿Lucía? ––tanteó él––.
No
respondió. Lucía dormía profundamente. Soñaba con abismos y mares. Javier y
Vanessa estaban solos, eran los únicos que existían. Todos los vecinos del
pasaje Tello, incluida Lucía, dormían plácidamente. Una bruma erótica entró por
sus narices.
–Nos
vamos.
–Espera,
todavía no he aceptado... ni siquiera recuerdo tu nombre.
–Javier,
me llamo Javier Marsano.
–Ok,
Javier Marsano, después de esta noche no volveré a ver más a Fiorella, Raquel y
las demás.
–
¿Quiénes son esas?
–Ellas,
las amigas de Lucía, las que vamos a dejar.
–Ah,
claro. Yo las conozco como Las Meras, no sé si Lucía te ha contado de ellas.
–No.
No la veo muy seguido por la chamba.
–Entonces
será mejor que no las vuelvas a ver.
Encendió
el auto y retrocedió rápidamente. Las Meras se percataron del movimiento del
auto como si tuvieran un radar de calor instalado en sus cerebros. Se volvieron
a asomar, Fiorella corrió primero a atajarlos, por sus fachas parecía una bruja
si se subía en una escoba. Raquel y Carina también se lanzaron sobre el auto y
Grecia, más tranquila, observó a sus amigas. Javier pisó a fondo y las dejó
atrás. Seguía retrocediendo y las miraba correr enfrente del auto, Vanessa
escondió la cabeza para que no la impliquen en el falso secuestro de Lucía.
Aprovecharon
el poco tráfico de la calle Cantuarias a esa hora para seguir huyendo en retroceso.
Algunos pocos peatones se mostraron sorprendidos, pero rápidamente Javier tomó
Alcanfores, dobló a la derecha y bajó al sanjón rumbo a Chorrillos. Le había
ganado por puesta de mano a esas locas arpías.
Con
calma y sin prisa, llegaron a la avenida Huaylas. Lucía roncaba y susurraba frases
inentendibles. Vanessa vio que Javier no dudaba de las calles que utilizaba, tenía
el camino grabado. No quedaron dudas que él había transitado varias veces por
allí. Javier sugirió que vaya al asiento de atrás para que despierte a Lucía y
la puedan dejar en su casa sin que la madre o algún familiar la vean en esas
condiciones.
“¿Y
las Meras?”, preguntó Lucía, ida y asustada, cuando despertó. “Se quedaron en
Miraflores, no te preocupes, vamos a llegar a tu casa en un rato”, calmó Vanessa.
Javier estacionó e iniciaron la difícil tarea de subir con ella las escaleras
hacia el segundo piso. Juntos la llevaron en hombros. Tocaron la puerta y abrió
Jeremías, el hermano emo de Lucía. Javier recordó que Lucía y él no se llevaban
bien o al menos eso le contó ella. Sin embargo, Jeremías agradeció que la hayan
traído y los despidió.
Al
cerrar la puerta, el pasadizo se sumió en la más remota oscuridad. Javier miró
a Vanessa y tuvo ganas infinitas de besarla, al pie de la puerta de Lucía, la
chica que nunca lo perdonaría, en esas escaleras en las que una vez poseyó la
grupa poderosa de Lucía. Vanessa se mojó pensando que venía lo inevitable. “¡No!,
loca podrida, ¡es el ex de tu amiga!, te odiará siempre”, pensó ella. Javier le
tomó los hombros con las manos y dijo: “vamos por los hits”.
“A
tu casa, ¿no?”, dijo él. “Maneja, chofer”, ordenó ella. Su desparpajo motivo a que
Javier buscara el lugar más oscuro posible para ir a fumar. Eligió la soledad
de la Herradura.
–
¿A dónde vamos? ––preguntó ella––.
–A
tu casa.
–Si
ni siquiera te he dado mi dirección.
–Es
verdad, dámela pues.
–
¿Pero por qué entras a la Herradura?
–Llegaremos
más rápido a Surco por el túnel ––dijo y se detuvo curvas más allá––.
–
¿Qué pasa?
–Voy
a armarla.
Una
madrugada en la Herradura es como caminar cerca a los primeros círculos del
infierno. Un paisaje bellísimo se enciende cuando la luz de la luna es la
adecuada e ilumina con pareja intensidad los peñascos y el rostro de la amada, volviendo
sombra al amante. El cielo habrá desaparecido al levantar la mirada y el único suspiro
provendrá del humo incandescente en la cima del morro solar. Esos serán los
únicos puntos de luz, lo demás será tinieblas. Las olas, un cultivo de muerte
bajo sus pies, darán la nota del desconcierto.
Javier
enrollaba la materia en un Boucher del banco mientras Vanessa contaba la relación
tirante con sus padres que todavía actuaban como niños que nunca resuelven sus
peleas. Javier dijo que no se preocupe, que quizás era natural que en esa edad
todavía actuemos como infantes y Vanessa le contestó que era difícil creer que
sus viejos fueran felices viviendo sin amistarse. “Resígnate, no quieras
cambiar a dos adultos”, dijo él.
Acabó.
Javier selló el enrollado con un hilo de saliva y sacó un encendedor. Vanessa
le pidió que salieran del auto para que no se pegara el olor de la marihuana. Se
sentaron en el muro mirando el universo. Los faroles de unos pocos autos los
iluminaban al pasar, algunos gritaban con envidia “¡llévala a un telo!”, el
porro se agotó rápido y decidieron armar otro.
Vanessa
no contó con que los efectos fueran retardados y mientras veía a Javier
enrollar la planta empezó a sentir un remolino en un punto de su cabeza. No
había fumado muchas veces. Tambaleó un momento, Javier abrió la puerta trasera
y le ofreció los asientos del auto. Ella se sentó con un poco de ayuda, tenía
sueño y sin darse cuenta, por la inercia del momento o la soledad circundante comenzaron
a besarse. Ninguno de los dos podría asegurarlo, a Javier se le cayeron unas
hojitas que rozaron el rostro de Vanessa, le provocó cosquillas: la única
sensación que ella recuerda de esas horas.
La
mujer besaba sin culpas al hombre. De pronto, una luz campeadora y un sonido de
chicharra los detuvo. Una patrulla policial se cuadró a su lado y con el megáfono
le pidió al conductor que baje del auto. La patrulla estacionó metros más
adelante. Javier sacó todos los documentos que necesitaba: brevete, tarjeta de
propiedad, SOAT y la reciente ficha de revisión técnica. Probó su aliento, olía
a Vanessa más que a marihuana.
–Caballero.
–Buenas
noches, oficiales.
–Yo
no soy oficial, soy cabo segundo ––dijo el de la ventana––.
“Claro,
por eso te mandan a patrullar tan tarde”, pensó Javier con desdén.
–Documentos,
jovencito ––dijo el otro, el que iba al volante––.
–Aquí
tiene ––los entregó––, ¿cuál es mi infracción, cabo?
–Oiga,
no sea conchudo, ¿ha visto dónde se ha parado?
Javier
volvió la vista al auto, Vanessa se arreglaba mirando el retrovisor, no divisó ningún
letrero de “No Estacionar”. No había ningún error.
–Usted
se ha estacionado en una curva, jovencito ––dijo el del volante, el de más
rango––.
–Y
eso está prohibido, ¿sabe usted que ha podido ocasionar un accidente?
––preguntó el cabo––.
Javier
se tomó de los pelos por la involuntaria infracción, los policías no
entenderían su excusa filosófica de que la oscuridad esquiva siempre al
raciocinio.
–A
usted le va a caer una multa de 800 soles por estacionar en lugares prohibidos.
–No,
capitán, no puede hacer eso.
–No
soy capitán, soy el teniente Zuzunaga.
–Disculpe,
teniente. No cuento con tanto dinero en este momento.
–No
se paga aquí, tiene que ir al SAT a pagar.
–No
sabía, nunca me han puesto papeletas, teniente. Considere eso.
–Siempre
hay una primera vez, joven ––dijo el cabo––. Y duele.
–Además
––apuntó el teniente––, lo pescamos en actos indebidos con la copilota.
–No
es así, teniente. La estaba acomodando.
–No
diga mentiras.
–Lo juro, teniente.
–Mire,
entre bomberos no nos vamos a pisar la manguera. Coja esto y sople.
Era
la prueba de alcoholemia, un tubo de plástico que dividiría las sustancias de su
aliento. Javier se sintió encerrado, no quería volver a casa con 800 soles de
multa. El teniente comprobó el estado etílico de Javier, abrió los ojos y lo
miró más molesto.
–Hable
usted, Huantalaya ––dijo el teniente––.
–Mire
amigo, está fregado con el alcohol, usted dirá ––le tiró la pelota a Javier––.
Él
comprendió de inmediato. Era el momento que todo conductor limeño espera
siempre y es mejor que no esté sin un mango en los bolsillos. Querían una coima
y era el momento incómodo de preguntarles por el precio de su felicidad y
silencio. No podría ofrecerles una gaseosita o un mísero billete, seguro
querían algo más. Por lo menos en la ciudad se sienten más vigilados para coimear,
pero en la descampada Herradura son los dueños de la estafa. Javier preguntó
sin pronunciar todas las palabras que debía: “¿Cuánto…?”
–Cinco
galones, jovencito ––Zuzunaga no lo dejó terminar––.
–No
sea malo, teniente. Quiere que le llene el tanque de gasolina.
–Usamos
petróleo y diríjase con respeto, teniente Zuzunaga para usted ––riñó el cabo––.
–No
tengo tanto dinero, mi amiga y yo sólo salimos a dar una vuelta.
–Ese
es su problema. ¿Cuánto tiene? Pídale a la copilota.
–Déjeme
consultar un momento.
Javier
volvió donde Vanessa, le preguntó con cuánto dinero podría ayudarlo. Ella tenía
50 soles en duro. Él sólo llegaba a 32. “¿Cuánto quiere?”, preguntó ella.
“Cinco galones, eso es más de 70 soles”, le respondió Javier. “¡Que no moleste!,
dale mis 50 y que se vaya”, dijo ella, comprensiva. A diferencia de Lucía,
Vanessa se desprendía fácilmente del dinero. Javier volvió al patrullero para
pagar y que le devuelvan los documentos. Recordó que sus amigos siempre le
dijeron que la coima en el Perú costaba diez soles. Se le ocurrió utilizar el
argumento del universitario misio para no perder todo el dinero.
–Mire
teniente, sólo tengo esto ––pagó 32 soles––.
–Eso
es una bicoca.
–Teniente,
tenga en cuenta que somos universitarios ––mostró su carnet––.
–No
alcanza ni para una caja de chelas.
–Prometo
que la próxima le traigo más, teniente.
El
teniente lo miró, ese patilludo quiere burlarse de mí, pensó, pero comprendió.
–Coja
el dinero, Huantalaya, y dele sus documentos que está misio el chico.
Javier
agradeció a los policías. Era la primera vez que rompía mano no a uno, sino a
dos policías. Volvió al auto rápidamente, un poco emocionado, sabía que el
billete de 50 soles sería bien invertido. Al pasar, se despidió de los
policías. Vanessa ni los miró. Javier bajó a la playa y siguió la carretera. “Hay que
terminarla”, dijo y vio la entrada del túnel de Chorrillos. Ella tuvo miedo, otra vez la oscuridad.
“¿A
dónde me llevas?”, preguntó ella. “Ya no podemos fumar en la calle”, respondió.
Buscó y buscó por toda la avenida Huaylas. No encontraba. Entró por las
callecitas y tampoco. No había hoteles en Chorrillos, se pasó a Surco y por fin
encontró uno llamado “Sagitario”.
Pagó
con los 50 soles y no esperó vuelto. Entraron al cuarto 402. Vanessa se quedó
parada y Javier enrolló la marihuana sentado en la cama. Fumaron nuevamente,
dieron una, dos, tres y más pitadas cada uno. Pronto amanecería. El huiro se agotaba
rápido, abrieron la ventana, armaron otro, lo prendieron y sin terminar el tercer
porro comenzaron a besarse como dos fieras en celo que se atacan sobre la cama
de terciopelo rojo.
Javier
desnudó las tiras de su vestido, los pezones quedaron visibles y usó su lengua
para lamerlos con locura circular. Ella estaba en estado de gracia, las
sensaciones se multiplicaron millonésimamente ahora que los alucinógenos
discurrían por su cerebro y las manos de Javier exploraban su sexo húmedo que
iba abriéndose poco a poco. Para Javier, era como el segundo polvo que jamás
tuvo con Lucía, tenía esa revancha con una de las mejores amigas de ella,
quizás la más prohibida.
Le
lamía desde el cuello, pasó por los hombros y el ombligo hasta su sexo. En una
posición alargada, Javier batía con las manos los pechos monumentales de
Vanessa mientras lamía con fruición la entrepierna de la pobre voluntaria que
se sostenía con las manos en las orillas del colchón. Sólo existían sus lenguas y las de todos las que la habían lamido.
Las mantas habían quedado por el suelo rápidamente y ellos rodaron mientras se
desvestían.
El
terciopelo era el único recato que podían tener al estar completamente
desnudos. Fueron hacia la ventana y Javier la sentó en el marco, se arriesgaban
a ser vistos por todos, pero la marihuana les había dado aires voyeristas, no
les importaba nada. Colgada de la ventana, Javier comenzó a penetrar el sexo
preparado de Vanessa. La desollaba. Ella lo tomó del cuello y él de la cintura,
entraba y salía sin medrar el entusiasmo.
La
marihuana los había vuelto máquinas de follar, a ambos les dolía pero la
violencia continuó por más minutos, cuando en la ducha, gruñéndose y apostados
en las mayólicas, combatieron por última vez. Los cuerpos, envueltos en humo y
presionados uno contra el otro, exhalaron el canto de la victoria. El clímax
llegó junto al amanecer.
Poco
a poco, Javier y Vanessa se aletargaron, llegaron a la cama a rastras, ambos se
colgaron y volvieron rápidamente al sueño del que no debieron salir. “Lucía, ¿dejarás
de buscarte por alguna vez en el cielo?”, preguntó Javier y cayó rendido.
Vanessa no tuvo fuerzas para molestarse por la confusión. Ambos perdieron las
fuerzas y la conciencia. Eran las seis, los suaves ronquidos de ella se mezclaron
a los primeros cantos de los pájaros.
La
más grande traición de dos amigas jamás contada quedó consumada.
El
mediodía llegó pronto. En su casa, Lucía despertó y no recordaba nada. Le dolía
a mares la cabeza y tenía puesta la misma ropa. Encuentra 30 llamadas perdidas,
todas son de las Meras. Estuvo a punto de llamar a una y recordó a Vanessa. La
llamó.
En
el hotel, sonó el celular de Vanessa lo suficiente como para despertar a
Javier, que tenía el sueño ligero. Pensó que estaba en su cama, sólo caminó
soñoliento en busca de ese sonido de mierda que no lo dejaba dormir. Encontró
el celular en la mesa, junto a las llaves del auto, vio una cartera en el piso
y contestó por inercia.
–
¡Vanessa, soy Lucía!, ¿dónde estás?, ¡qué pasó ayer! ––la voz lo despertó
definitivamente––.
Javier
no respondió, dejó caer el teléfono. Vio la ropa en el suelo y el mundo
desordenado. Volteó y vio a Vanessa cubierta por el terciopelo, ella despertaba,
sus pechos quedaron expuestos al frío de la mañana y su boca entreabierta y
roja pronunció:
–
¿Y tú quién eres?
FIN DEL CUENTO
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Aunque sea una carita feliz... )=D